Prosa
Abuelos
Mi abuelo murió cuando asesinaron a su hijo. Se convirtió en un fantasma de pecho salino y miembros descoyuntados; una sombra henchida de reminiscencias agridulces. Todas las tardes, arrastraba sus piernas de metal fundido hasta la ventana de la sala. Se arrellanaba en un sillón mullido y escrutaba, inmóvil, el mundo que seguía su curso con loco bullicio al otro lado del marco. Se hundía en el tiempo hasta transfigurarse él mismo en el tiempo. Estático. Melancólico. Muerto. Me pregunto cuántos milenios duraron las horas que pasó sentado frente a esa ventana. Una tarde de octubre, bañada por el rumor del agua que se derramaba sobre los claveles del patio, se levantó de un salto de aquel sillón. El vigor sombreaba sus deshidratadas mejillas. «¡Lo he visto, bella! ¡Vi a nuestro hijo!». Los ojos plomizos de mi abuela recorrieron al viejo. «Me ha dicho que vaya con él, bella». Mi abuela lloró. Se abrazó a su esposo y lloró. Meandros de mercurio tranzaron sus pómulos. Mi abuelo falleció un cinco de noviembre, pero ya tenía seis meses de muerto.
Mi abuela murió cuando asesinaron a su hijo. Se cristalizó. Ya no escuchó el ruido sordo del crepitar de las veladoras que flanqueaban el ataúd de madera que yacía en medio de la sala. Su vida devino en una desafinada canción de tumba. Eterna, sin compás. Tiempo sin tiempo. Su memoria se ancló en la alta mar de 1968. Se estancó en el mes de mayo, el más cruel. Recuerdo que a veces trataba de asirse al céfiro que entraba por la puerta. Entonces sonreía, mostrando su dentadura de cal. No había fulgor, solo opacidad. Mi madre dice que mi abuela era la imagen del destierro más completo, alejada, como estaba, en el tiempo, en una ominosa tarde de mayo. Mi madre dice que mi abuela era una estatua de sal, erguida ante el vacío de la vida y de la muerte. Se equivoca; mi abuela era un glaciar. Un glaciar que se derritió un primero de diciembre de 2006, aunque ya hacía treinta y ocho años que se había fundido con el mar.