—Me la paso de tonta leyendo y leyendo.
—¿No sería lo contrario? —dije.
—Si ya supiera las cosas, no tendría que estar leyendo a cada rato.
Y aunque hablara de ingredientes en una receta de arroz chino, tenía razón que lo bien aprendido nunca se olvida, por mucho que no me pareciera correcto.
Yo estaba limpiando frijoles con notable parsimonia mientras escuchaba música: «El último beso», de Los Apson, que rondaba mi cabeza durante días con un coro bastante genérico, pero igual me gusta:
¿Por qué se fue y por qué murió?
¿Por qué el señor me la quitó?
Se ha ido al cielo y para poder ir yo
debo también ser bueno para estar con mi amor.
No era una piedrita en el zapato, era un socavón.
«¿Qué pesa más, un kilo de algodón o un kilo de plomo?».
No recuerdo en qué año de la primaria fue esta la más popular de las preguntas, seguida por «¿Quién se robó mi carta del dragón blanco de los ojos azules?», pero siempre me creí tonta al contestar mal por no poner atención: siempre contestaba que el plomo porque nunca lo pensé. Podría culpar a mi creciente comprensión lectora, mis deficientes habilidades matemáticas o a mis maestras de la primaria, pero la verdad es que nunca fui de echar culpas a menos que las pruebas fueran tangibles, es decir, tener las tijeras con hebras de pelo en las manos.
Solo lo decía sin pensarlo y es algo de lo que me he tenido que ir deshaciendo, poco a poco. Ahora sé que pesan lo mismo, y ahora, que no digo algo sin pensarlo y pensarlo y pensarlo me pregunto si esto pesa lo mismo que cuando estaba en la primaria.
Esto que escribe Lispector me pasa y me pesa mucho:
Solo que necesitaba de los demás para creer en sí misma, porque de lo contrario se podía perder en los sucesivos vacíos circulares que había en ella.
Aun limpiando frijoles me pregunto por qué debo seguir limpiando frijoles. ¿Por qué nos ponen más obstáculos? ¿Por qué quieren verme chimuela? No merezco estar chimuela. O quizá sí. Por creerme merecedora de lo mejor, por creerme recipiente de lo que sea.
