Vino la mujer que me parió a decirme que le dolía la pierna y algo de que se iba a morir mi abuela. No pude despegar del todo los ojos ni las neuronas. Cuando al fin me desperté ya había desayunado y estaba en camino a dignificarme. Miraba por la ventana: había pájaros y árboles, autos y dignificados que los manejaban, carretas con los pobres que las tiraban. Mi libreta se abre como sabiendo de memoria la última página manchada pero ignorando todo lo anterior. No hay caso en idealizar el pasado de un par de letras podridas. Apilé conceptos imaginarios y manejé líneas inconexas hasta quedar satisfecho con las heces gráficas en la hoja. Volví a sentir el acalorado peso de llevar una tez más oscura en la espalda, piernas, cara y demás. Caminé un par de cuadras hasta un local harapiento, lleno — llenísimo — de cucarachas. Eran cucarachas muy chicas, nada románticas, nada kafkianas, nada higiénicas, nada fantásticas. Pienso en esas cucarachas cada tanto.
Las palabras inundan de imposibilidad el expresar las cosas mientas las ideas marcan para siempre la tenue vida de los sentimientos. Por eso muere gente y todos se ponen moralistas. O quizás no es eso, tal vez son igual de ineficientes ellos como yo para articular palabras. O podría ser que surge el discurso moral del dolor. O no, simplemente ante la oportunidad surge la necesidad de expresarse, decir algo para que luego sea olvidado. El dolor nos ciega, pero queda claro que no nos enmudece. Miro mi reflejo en la vidriera de parlantes hi-fi chinos. Digo chinos para diferenciarlos de los Sony, Panasonic, JBL que, en definitiva, son todos chinos. Hay veces que planteo la posibilidad de un incontrolable narcisismo, pero observo fijamente a las personas siempre que tengo la posibilidad. Cuando mi materialidad se duplica en aquel mundo absurdo de los reflejos no me veo a mí mismo, mi imagen aprovecha sus pocos segundos de existencia para admirar a su creador. Me da pena su mirada.
Una galletita de agua cada dos mates, una gota gorda cada diez en las axilas. Ingresé un par de ventas para que luego me paguen comisión, no sea que me entristezca de cobrar la mínima. Hago algunos mandatos y retoco la imagen mental que tengo acerca de lo que me rodea. Almuerzo, recargo energías, me alimento, consumo nutrientes, me da un poco de sueño. Me despabilo por completo y me bajo del colectivo, no recuerdo haberme subido. Desconozco si estoy recordando las cosas o las estoy viviendo, creo que estoy leyendo un libro que habla sobre eso. Tuve otra conversación impotente en mi hogar, algo como:
—¿Vendiste mucho hoy?
—Algo, sí.
No soy muy bueno con los diálogos. A lo que iba: hace un largo día que no distingo las cosas, los opuestos me resultan obvios, pero la caracterización de cada uno me resulta confusa. Quiero decir, hace días que el mes se volvió amorfo, las líneas que decían lunes, martes, etcétera, están desdibujadas. Las agujas del reloj no frenan cada segundo para tomar envión y saltar al futuro. Caigo por el agujero del conejo y siento — por fin — la suavidad de mi colchón, la dura regularidad del techo frente a mis ojos. Ahora es cuando comienzan diálogos más interesantes. Me hablan personalidades variopintas.
—Me disgusta la gente que tengo en contra, aunque creo que lo más grave es que también me disgusta la gente a mi favor.
—Amar al prójimo es incondicional en la naturaleza humana.
—Claro, igual de noble que seguir la verdad absoluta ¿no?
—No todo es comprobable, pero al menos podemos obviar lo que no lo comprueba.
—Pero vivir negando la realidad me encierra aún más en el determinismo.
—¿Y qué tiene de malo eso?
Todo, todo tiene de malo. Las voces suelen hablar apelotonadas y de a montones. Tanto que ni las distingo. Recibo mensajes confusos o se cancelan entre ellas, lo que me deja tranquilo por un par de semanas. Escucho conservadores hablar de la desintegración del dogma y progresistas militar por el restablecimiento de los valores perdidos. A veces me pierdo, pero de alguna manera siempre acabo encontrándome. Después de años de inactividad sigo prometiendo que comenzaré de nuevo. Es la última promesa que atraviesa mi mente antes de ceder mi vigilia.
Mi contractura mental se manifiesta a través de un descontento de carne y hueso. El cuerpo recuerda su adiestramiento magistral y no me permite dañarme. Mi cerebro escribe una nueva página en la biblioteca del autoflagelo imaginario. Es una práctica didáctica en cuanto aprendo y enseño la división entre emociones e intelecto. Resuelvo mi exacerbado carácter de primer urgencia y corporeidad a través de la visualización del dolor. Un dolor que recuerdo amargo, que se escapa entre las grietas de un corazón roto. La decapitación no es conceptual ni figurativa, es emocional. Un manantial de abejas muertas luego de haberles robado el polen.
Debí haber escrito sobre esto alguna vez, quizás esto mismo. Me termino mi café y lavo y guardo los utensilios que utilicé. Otra vez de madrugada. Prendo una luz que quiero mucho. No está en mi carácter el desear ni estimar los objetos, pero preferencias tengo en todos los ámbitos. La hoja en blanco deberá esperarme, ahora me concentro en acabar. De alguna manera el horrible puchero de actitudes tóxicas que recorren mis pensamientos aún me permiten desear la interacción humana. A veces pienso que es eso mismo lo que me hace mal. Siento la necesidad de explicar las cosas. En definitiva, explayarme en mis teorías y puntos de vista, sordo como un coral. Las reflexiones ajenas me ahogan.