Calle Melancolía
Esa madrugada caminé seis kilómetros sobre la muralla de asfalto iluminada por las luces falsas de la ciudad. Crucé la Alameda Central, un par de vagabundos dormían sobre cartones mojados y una turba de borrachos tristes se flagelaban la mente y las entrañas con destilado de agave; sombras tristes intentando diluirse en el tiempo. Esta visión se extendió hasta metro Hidalgo, donde dos yonkis harapientos hundían sus narices en estopas sucias vigiladas cautelosamente por sus manos negras. Descendí un par de escalones pero la luz blanca y potente del túnel metálico me expulsó una vez más al desierto nocturno y así dejé atrás aquella tragedia humana.
Saqué el porro que Nancy forjó para mí en el quinto piso de aquel viejo edificio con sus escaleras de caracol y ventanas frágiles por las que miré esta ciudad de muerte (que me pareció hermosa). «Toma, este es solo para ti, compártelo con quien tú quieras». Recordando estas palabras deslicé la hierba totémica entre mis dedos de un lado a otro.
No traía trola y comencé a pedir fuego. Quería fumar y que las sombras y las luces de las sirenas me persiguieran en la desolada oscuridad de concreto. No tuve suerte, nadie quizo compartir su fuego conmigo.
Tres calles adelante encontré un OXXO y me detuve. Por la ventanilla de la puerta de cristal unos ojos envilecidos por el desvelo se asomaron. Después de un breve diálogo conseguí que el vendedor me prestara un encendedor y prendí el gallo que me miró orgulloso con su cresta roja. Sonreí, o quizá tan solo fue una mueca forzada como la de un enfermo terminal que sonríe por última vez sobre su cama blanca.
Deambulé sobre Balderas hasta el parque Tolsá y me senté en una banca de piedra a escuchar los sonidos de la ciudad agonizante: ratas haciendo chirriar la basura, vagabundos resollando, murmullos apagándose, neumáticos distantes y solitarios tallándose contra el pavimento agrietado.
Seguí adelante y la ciudad se derritió a mis espaldas. Frente a mí, bloques de oscuridad inundados por la noche se intercalaban con las luces estridentes de los espectaculares que hicieron brillar mis órganos. Inhalé profundamente y mis pulmones se hincharon y comenzaron a escurrir plomo negro. Un ataque de tos me hizo detenerme y recargado sobre un muro inhalé una vez más. Del suelo emanó un olor pútrido a orines secos que taladró mi frente y me hizo escupir saliva alba sobre la sólida acera. La ciudad se me reveló como el espacio que mata, que no tiene lugar para la vida; árboles asfixiados por el cemento, el cielo interrumpido por cables, postes y construcciones gélidas. Ciudad murmurante, pedazo inhóspito del universo.
Caminé sobre avenida Cuauhtémoc y dejé que la noche me tragara. Treinta minutos después llegué a casa bajo un cielo gris, fúnebre. Me quité la ropa que encontró su camino hasta la cama. Me acosté boca arriba y cubrí mi cuerpo y mi rostro por completo.