Carta del mes después
Querida Lucy,
Espero que estés bien. Ya te lo habrán contado pero por aquí las cosas van de maravilla, o al menos eso dicen. Ayer salí por la tarde y vi a los niños jugando en el parque, y me atacó una pequeña ráfaga de esperanza; verlos a todos allí, sin pensar si la piel de uno es diferente a la del otro, si creen en lo mismo o no, si les gusta lo mismo o si no es así. Simplemente siendo, jugando. Sin el temor de que mañana caerá una bomba o si levantarán de nuevo muros para dividirnos.
Sin embargo, Lucy, me temo que caí en la trampa. Caí tal y como me dijiste que caería algún día porque decías que todo el mundo pasaba por eso y yo te respondía con toda seguridad (seguridad a la que ahora llamo ingenuidad) que a mí jamás eso me pasaría. Ganaste, caí, y no pude ni siquiera poner las manos para evitar el golpe. Caí de frente, me golpeé la cara con el concreto.
Pasó rápido, entre una conversación sobre una canción y otra sobre un programa de televisión de moda. Pasó entre una risa y un par de confesiones incómodas, de esas que no se le hacen a cualquiera. Pasó, y de repente ya me había metido en el juego del que tanto me hablaste, el que tanto evité y el que tanto daría ahora por volver a jugar, aunque no pueda jugarlo con la misma persona, porque es un juego para dos.
De repente me encontré haciendo cosas que nunca imaginé hacer. De repente dejé caer todas las paredes, las murallas impenetrables que me rodeaban y no dejaban entrar a nadie. Porque le quería. Porque le quiero. Porque mi estructura cerebral se cambió a su antojo. Porque vacíe mi memoria de todo lo innecesario y le dediqué un espacio grande y exclusivo, y ahora es eso precisamente lo que me atormenta.
Ahora se ha ido y yo estoy aquí, un mes después, con ciento quince preguntas sobre qué fue lo que hice, de qué hizo que en el momento en que todo parecía ir perfectamente se fuera todo por el drenaje del baño, el mismo que de cuando en cuando además de agua enjabonada deja pasar agua salada de lágrimas de un fulano despechado. Ahora me pregunto obsesivamente en qué fallé y cuál coma no coloqué adecuadamente, cuál punto no utilicé como se debía. En qué parte de la historia escribí una falta de ortografía y repentinamente el final se precipitó demasiado, aun cuando yo pensaba que no iba a tenerlo.
Últimamente vivo del gran espacio en mi memoria, del recuerdo, de repasar conversaciones y de traer a mi mente todos los planes que sin decirle había hecho. Todos los planes que nunca llegarán a buen puerto. De las alegrías de las que no seré parte, de las tristezas en las que no le podré acompañar. De las hojas blancas de un pasaporte que ya no me apetece llenar. De las canciones que jamás dediqué. De las letras que ya nadie inspirará. De la foto en la pantalla de mi celular que ya no aparecerá para avisarme que tengo un mensaje más, uno de esos que tanto me gustaban. Uno de esos que coleccionaba gustosamente.
Si le hiciera una autopsia al dolor, probablemente encontraría demasiadas cosas. Como su rostro en la cara de cualquier fulano, en las caras vacías de la gente en la calle. Cuando volteo a ver de reojo y me parece verle, pero resulta ser alguien más. O cuando alguien dice su nombre, que ahora me vengo a dar cuenta que no es tan poco común, y duele entonces como una puñalada directo al estómago. Pero al dolor no se le puede hacer una autopsia, porque tendría que estar muerto para eso y desdichadamente sigue presente como nunca.
¿Crees que también piense en mí? ¿Crees que de vez en cuando, al ver o escuchar algo que le recuerde a mí, también me extrañe? Yo lo hago. Todo el tiempo. ¿Recuerdas las canciones de amor de las que tanto me burlaba? Ahora las entiendo todas una a una. Es todo esto tan indigno y al mismo tiempo me importa tan poco.
¿Sabías que es posible sentirse extremadamente dichoso y al mismo tiempo infinitamente miserable? Hablabas con propiedad de este juego, pero no creo que llegaras a jugarlo en serio. Por suerte. Espero que nunca sepas lo que es recibir buenas noticias y que todas sepan a fracaso, a nada. Nadie te lo dice, pero es uno de los efectos colaterales de perder el juego.
Siempre fuiste una de mis mejores amigas, y siempre me sentí cómodo contándote mis secretos. Te confieso que todavía, en medio de la noche, se sigue colando en mis sueños. Te confieso que sigo preocupándome por cómo le estará tratando la vida y deseando de verdad que le esté tratando bien. Te confieso que de cuando en cuando me pregunto si habrá encontrado cura a sus alergias, o si su gato le seguirá despertando a arañazos por las mañanas. Te confieso que aun de vez en cuando escucho sonar mi teléfono y pienso que tal vez podría tratarse de un milagro que le trae de vuelta.
Te confieso que aun le espero.
Querida Lucy, te debo una buena cantidad de dinero porque has ganado la apuesta. Si algún día regresas, prometo cumplir mi promesa. Supongo que será eso una buena noticia, así como que por fin hemos comprendido que las fronteras son mentales, y que los juegos más divertidos no son los que juegan los niños, pero son también los más dolorosos. A la idealista Lucy le gustará saber que hemos derribado todas las barreras, pero odiará saber que el desamor sigue siendo el mismo temido enemigo.
— John