Creo que ya no me gusta el fútbol
El título tal vez no sea del todo cierto. Tal vez busco ser tremendista, captar tu atención para que me leas. Pero me paro a remarca el «del todo cierto», porque, en parte, en gran parte, sí es cierto. O tal vez lo sea del todo y yo aún no sea consciente de ello.
Durante mi vida, mi juventud y mi adolescencia, era de ver 2 o 3 partidos por día. Había partido por Champions League, lo veía. Partido de La Liga española, del Calcio, o la Premier League, lo veía. Copa Libertadores, Torneo Argentino, lo veía. Eliminatorias europeas o americanas, lo veía. Si habrás hecho la cuenta te darás cuenta que veía un rango de entre 15 a 20 partidos por semana. Probablemente sea una exageración, o tal vez me quede corto y viese más partidos, tal como el título del texto, el cual me cuesta definir si exagero o lo contrario.
Claro, tal vez sea que cuando uno es chico las responsabilidades son menos y eso da más tiempo para ver muchos partidos. O las responsabilidades no son de tal magnitud, lo que no nos impide realizarlas con un ojo en la tele, viendo cómo juega el Real Madrid, la Juventus, el Barça, o el casi ignoto Apoel Nicosia.
Pero las fechas de más goce eran los Mundiales. Cada mundial era como una visita a Disney, una convención de fútbol que se repite cada 4 años. Son días con 4 partidos, de los mejores contra los mejores, compitiendo por llegar a ser el mejor del mundo.
Irónicamente, el primer mundial que disfruté completamente fue el de mayor decepción en Argentina, el de Corea-Japón 2002, donde los partidos de Argentina no fueron muchos. Pero, como un VERDADERO futbolero (en este punto quisiera aclarar algo que me molestó siempre, quien se jacte de ser futbolero debe mirar, mínimamente, 15 partidos por semana, no a la Selección y a su equipo, mas algún que otro partido perdido) también seguí el resto de los partidos —debo confesar que festejé cuando Senegal eliminó a Suecia—. Todos los partidos seguí: octavos, cuartos, semis y la final. Y a pesar que el mundial para Argentina duró un tercio de lo que a todos los argentinos nos hubiese gustado (10 de 30 días), puedo decir que lo disfruté.
Luego vino Alemania 2006, otro golpe para el corazón de los argentinos —creo que era el mundial que más merecimos ganar, el mejor equipo de ese mundial—. Pero nuevamente, a pesar de la frustración volví a disfrutar cada uno de los partidos, de inicio a fin.
Sudáfrica 2010 fue una montaña rusa emocional, donde en un partido sentía que éramos los campeones y el siguiente sentía que no teníamos la más mínima chances, hasta que nuevamente en cuartos de final, Alemania confirmaba esto último. A nivel general el mundial me dio la sensación que empezó un día y termino al otro. Como si no hubiese tenido tiempo de disfrutarlo. Para cuando caí que estaba viendo un mundial, que esa «convención» que se da cada 4 años estaba sucediendo en ese momento, este ya había terminado.
Y llegamos al 2014, sí, Brasil 2014. Todo lo que vengo escribiendo para llegar a este punto. El mejor mundial, el que más disfruté. Hermoso, emocionante, casi que podría catalogarlo como perfecto. No éramos los mejores como creo que fuimos en el 2006, pero cada partido me dejaba una sensación de que era este, que este no se escapaba, como si el destino nos sonriese. La fase de grupo accesible, se sufrió, sí, pero creo que dieron el tiempo para marcar certezas y encontrar el equipo, como se dice. Octavos, nos toca Suiza, rival sencillo pero respetable, el justo para afianzar las ideas encontradas en la fase anterior. El partido tuvo sus turbulencias, pero se sacó adelante. En cuartos de final el cruce es con Bélgica, digno rival para esta instancia pero mejor que si nos hubiese tocado alguno de los «grandes». En semis ya no se pudo evitar, y el rival es Holanda. Sufriendo y con penales, pero sin sobresaltos (mas allá de Robben y el cierre de Mascherano —eternamente agradecido Masche—).
Y llegó… la final, tan anhelada, tan codiciada. Y la menciono aparte del resto del torneo porque acá es donde se produce el quiebre. Siendo sinceros, no la disfruté, tampoco la sufrí, creo que solamente la vi, nada más, y tal vez esto sea lo peor. Los nervios no me dejaron percibir sentimiento alguno por lo que estaba pasando. A medida que voy escribiendo afloran más sentimientos que hace 3 años. Llegó el minuto 120, el pitido final y fue como si ese juguete favorito, el favorito entre los favoritos, el que usabas siempre, se te cayera y con un golpe tonto —ni una décima de fuerte a los golpes que antes había recibido— se rompiera en mil pedazos. Y cuando digo mil pedazos, lo digo literalmente. Porque dejó el sentimiento que nunca más se iría a reparar, porque quedó demasiado roto como para poder volver a ensamblarlo.
Por algunos meses no pude volver a ver partido alguno. Apenas que podía mirar a mi equipo local, y aún estos no los disfrutaba, los miraba por el compromiso que se autoimpone el hincha. Habré tardado 3 o 4 meses hasta que volví a ver más partidos, pero nunca más como antes, nunca más 20 partidos por semana, apenas si se llega a los 10 por mes. Dejé de ser un futbolero.
Han pasado ya 3 años desde ese 13 de julio del 2014. En el transcurso hubo 2 finales más que, seguramente como sabrán, no ayudaron a cerrar la herida. No creo que la hayan agrandado, creo que ya no se pueda agravar esa herida. La sensación que quedó es como cuando uno se corta y para suturar le aplican anestesia: la zona queda entumecida, como si fuese cuero la piel. Sin embargo, cada tanto el efecto anestésico de esa final, de ese pitido final, se va y uno se permite sufrir nuevamente. Tal vez esto ayude a hacer un cierre, un «duelo», pero es inevitable pensar que ya es demasiado tarde creer que ya no me gusta el fútbol, por lo menos no como cuando era chico.