El diario de Damián
Damián Balmes (1960–2004), mi marido, era un hombre muy inteligente y brillante. Con frecuencia me hacía sentir inferior a él porque, cuando tenía ganas de hablar, era capaz de pensar y hablar al mismo tiempo y si un pensamiento se le aparecía como una nueva revelación, era incapaz de reservárselo, lo tenía que exponer inmediatamente, interrumpiendo el hilo de lo que explicaba, y yo me perdía pero ponía cara de atención, por respeto, porque sabía que tenía una urgencia por comprender y comprenderse, y además él podía recordar que había dejado un tema pendiente y regresar una vez agotado el hilo anterior. Y así una y otra vez hasta volver al principio. Con el tiempo comprendí que no hablaba conmigo, sino consigo mismo. Una vez me confesó que si no articulaba palabras su mente trabajaba muchísimo más deprisa, hasta el punto de aturdirle a sí mismo.
Cuando murió, pasé un tiempo de duelo y alivio. Supe en seguida que me quedaba sola, y eso, después de veinte años de convivencia, me representaba un vacío terrible, pero no quería reconocer que también era un alivio porque todas las angustias que persiguieron a Damián durante su vida las proyectaba sobre mí, como si yo fuera el papel donde escribir sus pensamientos. El experimentaba conmigo, me sometía a dolorosas revelaciones, y aunque al principio yo quería ayudarle, porque siempre le quise, comprendí con el tiempo que él no necesitaba mi ayuda, pues yo era un poco su animal de laboratorio, donde probaba sus hipótesis y sus remedios; lo que necesitaba de mí no era mi consuelo, sino mis reacciones. Y él se las anotaba en su cabeza, valoraba si el experimento había sido un éxito o no y lo dejaba hasta que se le ocurría un nuevo experimento. Lo único que podía hacer yo era intentar ser lo más auténtica posible, en el sentido de proporcionarle la ilusión de ser la cobaya desprevenida e inocente, puesto que él se hubiera molestado bastante si hubiera advertido mi prevención, porque, como he dicho, siempre me hacía sentir inferior, hasta el punto que procuraba serlo.
No quisiera dar la impresión de que era un monstruo, porque sería mentira. Era dulce y tierno, divertido, en sus momentos buenos tenía una sonrisa traviesa que le hacía parecer un niño. En sus momentos buenos era tan cariñoso y era capaz de encontrar las palabras más tiernas con las que emocionarme y hacerme llorar como una tonta, porque no solo decía cosas hermosas, sino que yo sabía que las sentía, que eran de verdad. Lo que pasa es que la vida le angustiaba y era una urgencia para él encontrar un sentido a su vida, mucho más que vivirla o amar. En el fondo, era más cosa de entender que de vivir, aunque creo que al final se dio por vencido y decidió dejar de pensar y limitarse a sentir. Lástima que no le quedara suficiente tiempo para acomodarse, sé que con un poco de tiempo se hubiera hecho a la idea de que era su nuevo experimento, solo que en esta ocasión el animal sobre el que tendría que experimentar era él mismo. No era deshonesto, le hubiera dado miedo al principio, pues siempre temía estar dentro de las situaciones, prefería estar fuera, tomando nota de todo, pero hubiera acabado comprendiendo el daño que a mí me hizo cuando su experiencia de la vida era, a fin de cuentas una, cosa suya, algo que él tenía que haber resuelto en primera persona.
Tras su muerte tuvimos que rastrear entre sus papeles buscando pólizas de seguros, contratos, todo tipo de documentación. Me vi enfrentada a la necesidad de abrir el cajón de su escritorio, donde guardaba bajo llave todo lo que consideraba privado. Cuando me di cuenta me pareció que era una profanación y una inquietud aguda se adueñó de mí; me sentí aturdida, puesto que había demasiadas cosas que no llegué a comprender de mi hombre. Aunque le conocía muy bien, había cosas suyas que a él mismo le desconcertaban y, sin embargo, yo sí podía entender. Pero Damián no aceptaba lo que yo le explicaba, tenía esa actitud orgullosa del que ha de aprender por sí mismo y no le vale que nadie le guíe.
Tuve un poco de miedo al descerrajar el cajón, miedo a encontrar alguna revelación secreta que hubiera quedado mejor oculta para siempre; se me pasó por la cabeza dejar que otros indagasen por mí, pero comprendí que no podía dejar que nuestros secretos fueran descubiertos por otros, y yo misma me debía el desagravio de obtener su confesión, si es que había algo que descubrir. Entendí resignada que aquel cajón era como la última conversación entre él y yo, y que, pasase lo que pasase, allí iba a caer el telón de nuestra vida común, allí estaba el epílogo de nuestro pasado.
El cajón del escritorio de Damián estaba lleno de papeles escritos a mano. Algunas hojas estaban pasadas a máquina, lo que quería decir que eran tan antiguas como de veinte años atrás, porque él utilizó la máquina solo mientras pensaba que se dedicaría a publicar para vivir, y la echó de casa en cuanto comprendió que no iba a ser así. Había dos cuadernos, uno de redacciones del bachillerato, que recuerdo que me había mostrado alguna vez, y otro azul, más grueso, que estaba escrito con una letra menuda y anotado por días, como un diario.
Leí primero el cuaderno de bachillerato. Ver la letra infantil de mi marido me llenó de ternura, como si pudiera verle a él esforzándose en seguir los renglones, con la cabeza ladeada. Era un niño muy guapo, con aire de ángel, un poco femenino y delicado. Su madre decía que era muy bueno y que estudiaba mucho, pero ya se sabe lo que somos las madres, y más cuando pasa el tiempo, todo lo malo se olvida. Me lo pude imaginar intentando escribir como un hombre mayor, porque Damián siempre quiso ser mayor. Él quería ser Louis Pasteur cuando sus compañeros pensaban ser futbolistas o bomberos; él quería ayudar a la humanidad y ser un sabio respetado por todos.
Luego seguí con las hojas sueltas, los cuentos, los bocetos de las novelas, algunos poemas. Vi el talento todavía por desarrollar y aquella imaginación suya, tan desbordada, que me hacía sentir ínfima cuando hablaba. Y sin embargo ahora, escrita, parecía tan amable, tan poco opresiva, porque las palabras, aunque igual de inagotables que las de su conversación, en el papel tenían la virtud de esperar y dejarse comprender, y la paciencia de repetirse una y otra vez hasta que yo las entendía, o creía entender; y me pregunté por qué no me escribió en lugar de hablarme, hubiera parecido raro a cualquiera pero habría sido tan útil para entender, en lugar de quedarme aturdida intentando aparentar comprensión, buscando mi mejor cara de inteligencia.
Por último leí su diario y entonces sí tuve un dolor agudo por dentro, porque en su diario todas sus angustias estaban fríamente diseccionadas. Entonces entendí que yo no era su cobaya, que su verdadera cobaya era él mismo, pero que en ese experimento suyo no me podía dejar entrar, porque era tan cruel, tan cruel consigo mismo que yo no lo hubiera podido aguantar. Yo apenas podía soportar sentirme desdichada por lo que hacía a veces conmigo, y sin embargo, leí con lágrimas en los ojos lo duro, lo inhumano que era consigo mismo, diseccionándose sin misericordia y recordándose sus errores una y otra vez a lo largo de los años.