Declaración de principios

Gustavo González
EÑES
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6 min readDec 7, 2016

Para Paola, Esperanza y Antonio; también a Paola. Compañeros de viaje.

Tomada de Pinterest de la magnífica serie En Cuba, se vive bailando, de Omar Z Robles

Brevísimo incordio (nostálgico) a modo de introducción

Regresemos a la infancia: estás frente al pizarrón, en clase de matemáticas. Cuarenta niños a tus espaldas se burlan de ti. La profesora, una anciana de copete Miss Clairol, por tercera vez en esa semana te ha obligado a resolver raíces cuadradas al frente del aula. Te sientes incómodo; el trasero te pica. Otra vez tienes el «taco» metido. Pero lo que nadie te ha dicho es que no es de tu pobrísimo desempeño numérico de lo que el grupo se ríe. El remedio a tu incomodidad no está en las clases particulares de matemáticas que te paga tu madre. Simplemente, necesitas un calzón de tu talla y no esas ajustadas trusitas que te comes al caminar. Problema resuelto.

Desgraciadamente, no todas las situaciones incómodas se solucionan comprando calzones.

Los chimpancés democráticos

Si algo nos han enseñado los procesos electorales de este año (principalmente: el brexit, el no colombiano y el triunfo del déspota anaranjado) es que la democracia es un sistema fallido; sobre todo, cuando se trata de imponer a los menos la ética de los más.

Aprovecho este texto para hacer público lo evidente: pertenezco a esa minoría a la que no le gusta bailar. Por lo tanto, soy víctima recurrente del atropello democrático que la gente, a quien sí le gusta, me impone. Oportunidades sobran: fiestas de quince años, graduaciones y bodas (en ese orden cronológico, pero también a nivel itinerario: misa-recepción-cena-baile), pero basta cualquier borrachera común para que los cavernarios del grupo —que son mayoría— decidan cómo me debo divertir.

Alguna vez escuché, y lo creo, que no existe ser humano sobre el planeta al que no le guste la música. Mientras que millones mueven el culo al ritmo del reggaetón; otros, no tantos, moverán la rodilla al escuchar un Bebop de Dizzy Gillespie. Reaccionamos a la música igual que los chimpancés: empujados por el instinto primitivo que nos pone a bailar. Según el artículo «Música para animales» del National Geographic, en un experimento realizado en cuarenta y siete hogares con gatos domésticos, los felinos respondieron de manera positiva (esto es, frotándose contra el altavoz) cuando se reprodujo un par de canciones compuestas específicamente para ellos (Music for cats). La gama sonora es tan amplia, que el primitivo argumento de «siente la música» subsiste entre lo vulgar. Bailamos como consecuencia orgánica de escuchar un sonido rítmico. Sin embargo, desarrollar un gusto ecléctico requiere trabajo del intelecto; educar el oído. Para sentir la música basta con no ser una criatura exánime.

La presión que la sociedad ejerce sobre nosotros (minoría que se embriaga sentada cómodamente) cuando suena «El baile del perrito», «No bailes de caballito» o cualquier otro pinche animalito es tal, y está tan asimilada, que se asemeja a la que los hombrecitos de rancho practican a la hora de emborracharse: sin importar qué tan sensata sea la decisión de abstenerse, quien no le pega de tragos al destilado será señalado como marica. El que no baila, entonces, entre miradas reprobatorias y murmullos poco discretos, será etiquetado como amargoso.

El baile comparte abundantes similitudes con otra de nuestras motivaciones salvajes: el sexo. No negaré que bailar es una forma de seducción: cercanía de cuerpos sudorosos, movimiento rítmico de caderas, miradas febriles. Pero por más gozoso que ello resulte para uno mismo, sería descortés obligar a otras personas a copular. De hecho, en muchos países ha sido tipificado como delito.

Cuando una mujer sufre una violación, es recurrente que un sector ignaro de la sociedad atribuya a la propia víctima la causa de la agresión: «andaba sola en la noche». El mismo criterio de victimización se aplica en el bailoteo: «si no te gusta bailar, ¿para qué vas a fiestas?». La cuestión de fondo no radica en si uno se expone a la situación o no, sino en la propia incapacidad de la gente para comprender que lo placentero también es una elección personal.

Del anecdotario del testigo inamovible

(1) El verano del dos mil quince llegamos a Varadero después de un viaje de pocas horas desde La Habana. El taxista no paraba de hablar, como si el olor a aceite quemado del fotingo en el que viajábamos fuera el combustible de su conversación. La costera ciudad de una sola avenida fue el destino final de nuestro cortísimo viaje a la isla.

Días antes, todavía en la capital, se suscitó una escena de baile que en buena medida motivó esta proclama. De las cinco personas que viajábamos juntas, cuatro querían bailar. Mientras lo hacíamos en un viejo bodegón de la parte vieja de la ciudad, buscaba pasar inadvertido en la rueda, a pesar de las Bucanero Fuerte y de varias caladas a un cigarrillo Cohiba «regular» que de regular tuvo muy poco —fueron como una cuchillada por dentro—. En algún momento que por borracho pasé inadvertido, se integraron algunos argentinos y cubanos a nuestra rueda de baile, o nosotros a la de ellos —la memoria es un recurso indócil—. Lachi, un tipo como de tres metros que se decía integrante de Los Muñequitos de Matanzas —lo que sea que ello signifique—, me llevó, con sus enormes manos de negro, al centro del círculo para que bailara solo. Mi desempeño fue lamentable, me sentí ridículo y, por supuesto, furioso. A pesar de negarme dos o tres veces, fui forzado a mover la cadera estúpidamente al cómplice grito de «¡ehh!, ¡ehh!, ¡ehh!».

(2) El pasado doce de noviembre se casó Beto, un muy buen amigo. La juerga empezó temprano y, a pesar de la lluvia y el lodo, la gente —trescientos invitados— se mostró tan contenta con las carnitas (¡mataron dos cochis!) que hasta organizó su propio «payaso del rodeo» (el di-yei jamás la tocó). Cerca de la medianoche, Leonardo, el Gordo y sus respectivas parejas se despidieron argumentando que estaban cansados. De algo me perdí, porque lo siguiente que escuché es que Leonardo se refería a mí como un «testigo que, sin sueño y sin hacer nada, se amanece en las fiestas». Deduzco que por «hacer nada» se refería a bailar. Y sí, prefiero el papel del testigo de las satisfacciones básicas del gentío.

(3) Pero volvamos a Varadero. Una noche, después de fumar un Reloba en la Bodeguita del Medio —cosa que no habíamos hecho en La Habana—, terminamos en la calle cincuenta y cuatro, o cincuenta y seis, o cincuenta y cinco, una suerte de botellón pero con mucho, muchísimo reggaetón. De nuevo, había cedido a la democracia la decisión de dónde seguir la fiesta, y al principio no fue tan terrible. Incluso, toleré que un par de cubanos con lentes y trenzas estilo Sean Paul me dieran lecciones de baile que no les solicité. Después de dos horas de lo mismo, estaba tan aburrido que terminé sentado en la clásica silla de plástico blanco. Le hice saber a mi novia el estado de hastío catártico en el que me hallaba. Ella se limitó a decir: «¿Cómo crees? Los demás sí nos la estamos pasando bien» o algo similar. El problema era que yo no. Por eso, la segunda ocasión no fui tan amable, pero el resultado fue el mismo. Reflexioné un poco sobre el asunto: ¿qué derecho tenía yo de arruinarles la fiesta? Y todavía más: ¿qué derecho tenían ellos de obligarme a permanecer en un sitio que aborrecía? Tomé un taxi al alojamiento. Sobra decir que, a la mañana siguiente, tuve una de las peores peleas que recuerdo en siete años de relación.

Brevísimo incordio (dialéctico) a modo de despedida

El asunto de las habilidades motrices también influye. Algunos sencillamente no nacimos para ciertas actividades físicas que exigen, en partes iguales, agilidad y coordinación. Reconocerlo y no hacer ridículos innecesarios es una cuestión de cariño propio. Ustedes, cursis malévolos, dirán que eso no importa, que lo bonito es bailar. Pues sí, ver al Ballet Mariinski en el Royal Opera House debe ser algo hermoso para una mente bien educada. Pero, para nuestras molleras agrestes, ¿qué hay de belleza en verlos a ustedes bailar la «vaina loca»?

¿A quién le puede gustar que desconocidos ataviados con ridículos antifaces y lentes enormes le suministren empujones constantes? Bailar en «bolita» parece una actividad más propia de los payasos; hay que hacer un poquito el imbécil para conmocionar en la médula de la rueda. Además, requiere una tolerancia enorme a las muchedumbres que no tengo y no me interesa desarrollar. Así que el amistoso comentario de «el chiste es divertirse» queda excluido por la sencilla razón de que no me divierte hacerme el simpático.

Que se entienda este texto como una declaración de principios: no me gusta bailar aunque ustedes, que no están en mis torpes zapatos, pretendan que sí. Sin embargo, cuando lo haga —y lo haré—, obedecerá a cuestiones pragmáticas: una concesión en la interminable negociación que son las relaciones personales. No por ello claudico en mi derecho de no bailar. Pues en la pista de baile, soy el niño del eterno taco metido.

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