La morada medieval de los infelices

Reseña de ‘El mundo de afuera’ (2014), de Jorge Franco

Danielle Navarro Bohórquez
EÑES
3 min readMar 19, 2018

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En la Medellín de comienzos de los años setenta, cuando aún no había estallado el fenómeno del narcotráfico y el país asistía a una relativa calma política por el pacto del Frente Nacional, ocurrió un desquiciado secuestro: Diego Echavarría Misas, el hombre que habitaba en el castillo medieval de Medellín, fue raptado por «tres antisociales», como señala el boletín informativo que emitió el Ejército Nacional el 9 de agosto de 1971, un día después del atentado.

Cuarenta y tres años más tarde, El mundo de afuera, la novela de Jorge Franco que ganó el Premio Alfaguara en 2014, recrea esta historia. Los jurados, y en general la crítica, le han dado una gran acogida: Laura Restrepo dice que es una «deliciosa sorpresa»; Sergio Vila-Sanjuán la califica como «fascinante y sorprendente»; Nelleke Geel como una «delicia de novela» y J. Ernesto Ayala escribe en El País que «es una novela de rara perfección, donde no hay un trazo equivocado, ni una frase que sobre o falte».

Por mi parte debo ser honesta: creo que la novela está sobrevalorada. Es una gran historia, pero es prestada. Y aunque el autor le añade elementos fantásticos que resultan fascinantes, una gran novela, además de las virtudes estéticas con las que nos seduce su escritura, no se acaba en la última página; por el contrario, se dilata con vehemencia y reclama un lugar en la vida del lector. El mundo de afuera es una historia entretenida que admite una lectura ágil, divertida y ligera, pero no despierta muchas inquietudes ni exige pausas de sosiego ante el peligro que padecen nuestras frágiles certezas cuando son confrontadas o desmoronadas por la literatura.

Es la historia del «desquiciado secuestro» de Diego Echavarría, como dice el acta del jurado del Premio Alfaguara, pero también es la de Isolda, princesa solitaria de un castillo medieval impostado en una ciudad del siglo XX, quien se salvó del encierro como se salvó el Wang-Fo de Yourcenar: con la imaginación, en un mundo fantástico inventado por ella en donde un montón de alebrijes juegan con su pelo. Es, además, la historia de doña Dita, una alemana culta que se embarcó hacia el trópico dejando atrás la cruda realidad de la posguerra para llegar al tercer mundo y encontrarse una vida no mucho mejor; y es, también, el relato de la otra Medellín, la de afuera del castillo —la verdadera—, cuyos personajes miran, a veces con recelo, a los «riquitos de mierda».

En esta novela se dibuja una ciudad fragmentada en donde un castillo, cual muralla, constituye la materialización de una frontera irrebatible. A las afueras del baluarte hay unos personajes que aparecen y desaparecen a lo largo del relato, que le dedican horas y horas a espiar a los otros, a los habitantes del castillo, a los que aparentan ser felices y que a la larga no lo son tanto.

Esta ciudad que pinta Franco también desvela los valores contantes y sonantes que sustentan la sociedad en la que habitamos, en la cual —creemos—, los felices son los ricos; sin embargo, el autor delata la tristeza y la soledad de unos personajes a quienes su pertenencia a la nobleza los excluye de los aderezos que solo ofrece la compleja y encantadora realidad del trastornado mundo de afuera.

El valor literario de la novela no reside, pues, en la invención de una gran historia ni en las brillantes digresiones del narrador, sino, más bien, en la construcción heterogénea de personajes memorables, infelices casi todos, y en la recreación de la Medellín de los setenta, goda como siempre, aparentosa y fanfarrona, con su particular aspiración de parecer otra cosa que no sea ella misma: «Medellín tenía un letrero a lo Hollywood pegado en la montaña […] con letras que de noche alumbraban de verde neón»; esa misma Medellín que en ideas, valores y aspiraciones, hoy sigue siendo la misma.

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