Dragones bajo el mar

El terremoto de 1979 en El Charco, Nariño

Julián González
EÑES
17 min readMay 3, 2015

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(De oídas 1: relatos basados en conversaciones casuales con personas).

Bogotá, 23 de octubre de 2014 y Cali, 28 de abril de 2015.

Esperando en el flamante recién reinaugurado aeropuerto El Dorado, Bogotá, me puse a conversar con un hombre de unos cincuenta años. Lucía un traje sastre impecable, café tabaco. La tela de rayas verticales negras y grisáceas, los lustrosos ojales para mancornas (¿todavía alguien usa mancornas?) y los zapatos encerados y limpios eran los signos distintivos del funcionario público o del ejecutivo maduro que ha venido de lejos a Bogotá, por un día o dos, a reuniones de trabajo. La piel cobriza y el trato amable desde el primer saludo, revelan parte de su historia. Saluda con alegría. Sin duda, no vive en Bogotá y ha venido a la capital a alguna de esas reuniones importantes que obligan al afuerino a sacar del clóset el traje serio que, en el fondo, detesta. Lo imagino lidiando con la prepotencia de los funcionarios o ejecutivos bogotanos y esos pequeños gestos del capitalino dirigidos a poner en su sitio al visitante, a enseñarle que ellos sí, y él no, encarnan de manera natural el modo y buen gusto del que domina la ciudad y conoce sus reglas. Después del round, de las reuniones, de las tretas para hacerte sentir que esta no es tu casa y este no es tu lugar, este hombre está en el aeropuerto camino a su hogar. En la mano, una enorme bolsa de papel de alguna tienda de marca (¿Fallabela?) con regalos. A juzgar por los dos botones desabrochados en la parte superior del traje, un poco antes del cuello, el hombre —ya más relajado— se habrá deshecho en el taxi que lo traía al aeropuerto de la corbata que lo ahorcaba. Por eso la risa presta y amable del que ha pasado la prueba, se ha quitado de encima un peso y por fin se siente cómodo. Tiene la dentadura perfecta de quien, de niño, se cepilló con bicarbonato de sodio y comió abundante pescado. «Yo soy del Charco, Nariño, y voy para allá», me aclara, y comenzamos a conversar mientras permanecemos en la sala de espera para abordar un vuelo que ya lleva 20 minutos de atraso.

Este es un trozo de su historia.

Me cuenta que tenía 12 años y vivía en El Charco cuando el terremoto y posterior maremoto del 12 de diciembre de 1979 se cobró 450 vidas mal contadas y poco más de mil heridos en la costa pacífica colombiana. Cien de los 450 muertos eran de El Charco. También casi la mitad de los heridos. Tras el desastre, lo que hasta entonces había sido una migración graneada de charqueños hacia Buenaventura y Cali, se convirtió en éxodo puro y duro pues la mitad de las viviendas del municipio se desplomaron ese día miércoles con el primer remezón, a las 2:59 de la mañana. Esos 8.1 Mw le dejaron a este país, además de los muertos y heridos, el primer sistema de alertas tempranas para evitar que otro desastre similar terminara merendándose un millar de vidas o más en el futuro. Un estudio realizado por el Ministerio de Salud dos años después de la tragedia reveló que el sistema sanitario en El Charco y en Tumaco no estaba preparado para enfrentar este tipo de catástrofes. «No había un plan de desastres». Según el informe, la mitad de los lesionados jamás recibió atención médica alguna, y entre los que sí fueron atendidos el 25 % fue asistido por algún curandero local, y solo la mitad por personal médico.

La noche del martes habían estado él y sus compañeros de estudio preparando el decorado del salón para las celebraciones de diciembre. Su maestra orientaba las labores, y el modesto salón se fue engalanando hasta colorearse por completo maldisimulando la desgastada infraestructura educativa y pública de nuestras escuelitas. Detrás de los adornos de colores y el elaborado embellecimiento del salón quedaban dos o tres mapas maltrechos, la infaltable cruz encima del tablero verde y descascarado, unos pocos libros en los estantes apolillados de la biblioteca, los restos de un sistema solar de icopor en que el sol y la tierra apenas diferían de tamaño, y un par de pilas de cuadernos monocromos verde oliva, la mayoría a rayas horizontales, grapados y medio deshojados dispuestos sobre la mesa de la maestra. Estuvieron hasta pasada la media noche y vieron satisfechos su obra rica en motivos navideños y festivos. Luego de terminar, cada uno se fue a su casa tanteando un caminito reblandecido y a medio iluminar, porque en El Charco había energía eléctrica unas pocas horas al día. Aún hoy, con doce calles y cuatro carreras dispuestas en paralelo a lo largo del enorme río Tapaje, la luz eléctrica siguen siendo más bien tembleque e irregular.

El Charco, Nariño. Fotografía de Kevin Contreras, publicada el 6 de diciembre de 2014, y disponible aquí. Publicada diciembre 6 de 2014.
Fotografía de Yineth Romero, publicada en enero de 2014 y disponible en aquí.
Malecón de El Charco sobre el río Tapaje (fotografía sin autor ni fecha referidos).

El primer sacudón sepultó una decena de edificios de tres y cuatro pisos construidos en cemento, y las aguas del río se mecieron tensas. Me dice que en ese entonces El Charco era un municipio humilde con alguno que otro negocio próspero. El día de mercado se agrupaban cientos de chalupas y potrillos cargados de pescado, plátano y mercaderías para vender y comprar, y un hervidero de hombres, mujeres y niños bullangueros se arrumaba alrededor del muelle para negociar. Portocarrero, el apellido de mi compañero de viaje y narrador, me dice que era bello ver tantos productos traídos de los ríos reunidos allí, en ese único rincón colorido, alborotado y ruidoso. Todo se vendía y todo se compraba. Los negocios de oro, los cultivos, la pesca, el comercio, el tráfico de puertos, los empleos públicos —incluidos los docentes asalariados— hacían que el dinero circulara y, de a poco, fue cuajando en edificios de tres o cuatro plantas, en casas de material o cemento, en motores fuera de borda y en negocios como el del papá de Portocarrero, una tienda bien abastecida de gaseosas, cervezas, pescado seco, harina y confites. «Mi papá era muy previsivo: siempre conservaba pescado seco y latas de agua lluvia, por si las moscas».

Cuando le pregunto por qué era tan previsivo su viejo, me cuenta una historia que enlaza sin más con la que viene narrando.

En los pueblos del pacífico colombiano los mayores hablan de la famosa Visita. La Visita es el nombre popular con que las personas del litoral designan al terremoto y posterior maremoto de 1906. Miércoles 22 de agosto de 1906 para ser exactos. (Los malditos sacudones parecen preferir los miércoles). La bisabuela de Portocarrero, la mamá de la mamá del papá de Portocarrero, era una niña en El Charco cuando sintieron un sacudón que silenció las aguas y por un instante las secó. Varios, asombrados, se treparon a las canoas temiendo lo peor. Un alemán tomó un catalejo y caminó montaña arriba para avistar a lo lejos, y en la distancia advirtió la masa de agua que comenzaba a desplazarse hacia las costas. Todo el que pudo oír sus gritos de alarma consiguió huir hacia adentro, alejándose de las aguas. La mamá de la mamá del papá de Portocarrero era una niña cuando atendió la alarma y corrió con él, pero antes de poder resguardarse sintió que un brazo de agua la elevaba cuatro metros y la sacudía sin piedad hasta perder el sentido. Cuando abrió los ojos se descubrió trepada en lo alto de un árbol y vio que alrededor solo quedaba la devastación del maremoto que se llevó a centenares. Entonces esta sobreviviente niña se hizo adolescente y luego adulta y tuvo hijos y nietos a los que instruyó sobre la Visita. Y esos instruyeron a su vez a sus hijos que instruyeron a sus hijos sobre los riesgos de maremoto luego de temblores fuertes y terremotos. El papá de Portocarrero sabía la historia, y en atención al horror de 1906 se hizo, siendo adulto, a provisiones regulares de agua y pescado seco. También supo arreglárselas para construir la segunda planta de la casa en madera cuidando de aislarla de la primera de cemento, y separándola de la enorme y pesada casa vecina que podría colapsar y sepultarlos en caso de terremoto. Sumó a las previsiones y provisiones una linterna, un radio de pilas y alcohol para heridas. Aunque largo, el listado del previsivo Portocarrero senior era precario. El estándar actual exige diez veces más objetos. Un galón de agua por persona y un set de purificación de agua por si se requiriera más. Botiquín de primeros auxilios. Extinguidor de fuego. Comida para tres días. Abrelatas. Linternas. Radio. Pilas de repuesto y mantas. Medicamentos. Artículos para bebé. Juego de llaves para el carro. Guantes. Un hacha. Una pala. Un cuchillo, destornillador, alicate y martillo. Llave de ajuste para desactivar el gas y el agua. Cuerda. Velas y fósforos. Luz de bengala. Ropa extra, papel y bolígrafos. Cinta plástica y adhesiva. Una pistola de grapas cerca en caso de que necesites cubrir las ventanas rotas. Bolsas de basura, botes de basura, jabón, champú, pasta dental y cepillos de dientes, papel higiénico, hipoclorito y productos de higiene femenina. Estufa de camping con propano u otro combustible, papel de aluminio, toallas de papel, platos desechables y utensilios plásticos. ¡Ah! y un silbato.

Bueno, pero el listado de un tendero en El Charco no tiene que parecerse al del National Earthquake Hazard Reduction Program (NEHRP) de Estados Unidos donde los residentes tienen que prever en cuál de los autos aparcados en el garaje huir, hacia qué tipo de refugio dirigirse y cuántas latas de comida para gatos reservar, pues también hay que proteger el destino de los animales domésticos sobrevivientes. Lo extraordinario es que ni el listado del NEHRP ni el de Portocarrero senior incluía la pieza que resultó crucial y decisiva en sus vidas.

El sacudón de la madrugada los agarró a medio dormir y Portocarrero fue uno de los primeros en salir de la casa y advertir los destrozos en un paisaje oscuro y mal iluminado todavía. «Tengo grabado ese día en mi mente, cada detalle. Yo no he podido entender bien por qué a lo lejos se veía una luz roja, enorme, parecida al sol del final de la tarde, pero no era el sol», me dice. Como pudo salvó a su padre que se había quedado atrapado tras una puerta trancada. Y entonces recordó que tenían un mazo hecho de hierro sólido y mango de mangle que les serviría para abrirse paso entre los escombros y rescatar a las personas atrapadas. Se lo dijo al viejo. Los quejidos de los sepultados venían de todos lados y era urgente hacer algo. Él, más joven y hábil, entró a buscar el mazo y unos minutos después nuestro Thor adolescente consiguió salir de la casa maltrecha arrastrándose para reunirse de nuevo con su padre. Su madre y sus hermanos (una hermana mayor que él y dos hermanos menores) lloraban desconsolados y desorientados, quietecitos y clavados de miedo en mitad de la oscuridad y sin saber qué hacer. Habían escapado de las casa después que él y antes de su padre.

Con el mazo, padre e hijo empezaron a devastar los escombros y lo primero que rescataron fue un perro. Se trataba de una fiera enorme que cuidaba el convento. Los niños le temían a ese perro babeante que había mordido a varios, y preferían pasar por la otra acera. Pero ahora minado por el terremoto esperaba dócil el rescate, y en cuanto se encontró libre corrió a olfatear y bajo los escombros detectó a otro perro que también rescataron. «Usted no me va a creer, pero el segundo perro salió como una flecha a buscar a una mujer enterrada que ni se quejaba. Gracias a ese perro conseguimos localizarla, sacarla y salvarla». Desde ese momento comenzaron una agotadora labor de salvamento usando el mazo. Rescataron entre treinta y cuarenta personas esa madrugada.

Pero en medio de los rescates, el dolor. «Fue terrible ver los muertos, los que quedaron sepultados sin enterarse de nada. Primero vi a muchos de mis compañeros de colegio, algunos de los que habían estado conmigo en la noche decorando el salón. Y no había manera de llorar porque debíamos continuar salvando a los que podíamos», me dice y a mí se me salen par lagrimones. (Cuando uno es madre o padre le conmueven aún más los niños muertos porque son —de alguna manera— la prolongación de los hijos propios. Ser padre te emparenta afectivamente, en este tipo de situaciones y de una forma muy poderosa, con otros hombres y mujeres que son padres).

A todas estas, la mamá de Portocarrero seguía impasible y atiesada abrazando a sus hijos que lloraban desconsolados, mientras, mazo en mano, el esposo y el hijo de doce años continuaban con los rescates. Algunos cadáveres ya infestaban las aguas del río Tapaje haciéndolas impotables. Debajo del recodo en que se amarraban los potrillos y canoas en el mercado se iban juntando los muertos que descendían por el río, y cuando la mañana clareó vio a varios hombres y mujeres sumergidos —los ojos bien abiertos— bajo las aguas medio turbias. Todo era silencio y desconsuelo. Los 450 muertos de 1979 murieron ahogados, no destripados. A 200 de los 276 muertos registrados oficialmente por el Ministerio de Salud los mataron las aguas del maremoto y el resto falleció por traumatismos o fracturas asociados al terremoto. Muchos de los que sobrevivieron murieron pocas horas después esperando ayudas y medicinas sencillas que nunca llegaron.

Los sobrevivientes estaban sentados e impotentes, los brazos caído, alelados por completo, me dice Portocarrero. «Nadie quería hacer nada, nadie quería cocinar ni moverse; nadie quería hacer algo para sobrevivir». Un poco como si los muertos de afuera se les hubieran metido dentro a los sobrevivientes. «Parecían zombies».

Por fortuna don José Luis Portocarrero, creo que así se llamaba el padre, recordó los depósitos de agua dulce en reserva, el pescado salado, las cervezas y gaseosas, y comenzó a distribuirlos entre decenas de personas en shock que, quizás, hubieran preferido morirse a tener que lidiar con lo que se venía. «Varios se murieron horas después, más de tristeza que por las heridas».

Localización de El Charco, Nariño. Imagen tomada de «Colombia — Nariño — El Charco» de Shadowxfox — Trabajo propio. Disponible bajo la licencia CC BY-SA 3.0 vía Wikimedia Commons.
Imágenes del Terremoto de 1979. Tumaco. Tomada aquí.

La escala Richter o escala de magnitud local (ML) tiene un rango que va de 2 a 6,9, y de cero a 400 kilómetros de profundidad. Los terremotos mayores a 6,9 se miden en una escala con nombre y apellido largo: escala sismológica de magnitud de momento (Mw). Esta reemplazó a la Richter por obsoleta y corta. La Richter estaba basada en un sismómetro de torsión de la década de 1930 –el Wood-Anderson-, que no permitía calcular registros mayores a 6,8. La escala sismológica de magnitud de momento (Mw) va de 7,0 a 10 y más. En la escala ML o Richter, durante un sismo de 2 grados no percibimos nada. De 2,0 a 2,9 difícilmente se menea un vaso o cae un tenedor al piso. De 3,0 a 3,9, sentimos el meneo como un breve aleteo de mariposas en el estómago, y dudamos: ¿está temblando o me lo estoy imaginando? De 4,0 a 4,9 grados los cuartos tiemblan y se escucha una tromba de caballos correr bajo tierra. De 5,0 a 5,9 se vienen abajo las casas maltrechas y los cuadros mal clavados, aunque en ocasiones estos sacudones sepultan ciudades centenarias como Popayán en 1983. De 6,0 a 6,9 algunas poblaciones pueden desaparecer en 160 kilómetros a la redonda del epicentro como ocurrió con Armenia en 1999. Luego vienen los sismos de grandes magnitudes o en escala Mw. De 7,0 a 7,9 el desastre se extiende varios cientos de kilómetros más allá del epicentro. De 8,0 a 8,9 el paisaje se puebla de muertos, casas destruidas y mares embravecidos como en El Charco hace 25 años (8,1 Mw) o se transforman en una herida mítica en la memoria de la gente que decide darle un nombre mágico para conjurar los temores. El maremoto de 1906 en las costas del pacífico en Ecuador y Colombia, llamado la Visita, se desató algunos minutos después de un sismo de 8,8 Mw, equivalente a 70 millones de bombas nucleares estallando juntitas bajo tierra. De 9,0 a 9,5 el cielo se cae, las mares se tragan ciudades, y nos recuerdan que nuestras magníficas construcciones, búnkeres y murallas blindadas son papelillo endeble y celofán para las fuerzas de la naturaleza: pudimos verlo durante el terremoto y tsunami de 2004 en el océano índico (Sumatra e Indonesia), escala 9,3 Mw, o en el de Japón en 2011 (9,0 Mw). Las aguas arrastraron como basura y confetis decenas de barcos, casas, autos y enormes astilleros. De 9,5 Mw ha sido el mayor terremoto registrado por sismógrafos y sismómetros en la Tierra: fue un domingo 22 de mayo de 1960 en Valdivia (Chile). 2 mil muertos.

Terremoto de Valdivia y Tsumani, 1960. Por «Hilo after Tsunami 1960» de US Navy. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons

Pero la escala no se detiene allí. Un meteorito extraviado de 2 mil metros de diámetro y a una velocidad de 90 mil kilómetros por hora provocaría un sismo escala 10 Mw. ¡Bye bye, una parte importante del planeta! A escala 12 Mw, es decir, un millón de millones de toneladas de TNT, la Tierra casi se puede partir por el centro. A 13 grados, un cataclismo machaca a los dinosaurios y expulsa a los seres humanos del paraíso. A 25 Mw, algo así como la colisión de un pequeño planeta contra otro, se desprende un trozo tan grande como nuestra única luna y se produce la extinción casi completa de la vida en el planeta. A 32 Mw, que es el estremecimiento que produce el estallido de una estrella, todo nuestro sistema solar queda achicharrado y los casi 5 mil millones de años de la Tierra serán una anécdota menor, una notita de línea y media al final de infinito libro cósmico.

Vista aérea de El Charco, Nariño. Fotografía sin autor ni fecha referidos. Disponible aquí.

Pero no es necesario que un terremoto sea intenso para que resulte devastador. Y el de El Charco es un ejemplo. Portocarrero senior no podía creer lo que escuchaba en la radio de pilas: las noticias decían que El Charco había desaparecido por completo, que no quedaba nada de San Juan de la Costa, que las poblaciones de Iscuandé, Curval, Timiti y Mulatos estaban muy afectadas, y que las aguas lo habían sepultado todo. El mar se movió 45 kilómetros costa adentro. «Esas noticias retrasaron las labores de rescate. ¿Quién iba a venir a atender una tendalada de muertos?», me dice. Estaban agotados el segundo día de martillar y levantar lozas. A la pestilencia y la impotencia se sumaba la conciencia de abandono. No vendría nadie a ayudarlos. Estaban solos. Los sobrevivientes gritaban de miedo ante cada nueva réplica. «En esos días, nadie tenía el concepto de réplicas y cada nuevo movimiento nos parecía un terremoto». Hubo al menos 10 nuevos temblores. Y para agravar las cosas, empezó una resolana que duró varios días seguidos. No llovió. La tierra se resquebrajaba de la resequedad. Y si las aguas mataron a cientos, el sol infernal amenazaba con hacer el resto. «Quemaba», me dice.

Portocarrero no me cuenta nada del racismo charqueño, no me confiesa cómo persistía aún en esos días la vergonzosa herencia del sistema colonial de castas raciales que distinguió por siglos entre menos negros y más negros, entre mulatos claros y más oscuros, entre cuarterones y moriscos, entre mulatos y saltoatrás, entre castizos y lobos, y jíbaros, y zambiagos, y tentenelaire, y albarazados. Allí, en El Charco, donde no había más que una multitud de niñas, niños y adultos, unos más pobres que otros, unos más llenos de ínfulas que otros, existía antes del terremoto del 79 un barrio en el que solo residían negros. Ahora, igualados por la devastación, todos los sobrevivientes —los negros claros, los más oscuros, los zambos, los blancos charqueños que a los bogotanos les parecen negros, en fin la variada gama de sobrevivientes de pieles, formas de pelo, tono de ojos y apariencia multicolor— no eran más que gente abandonada a su suerte y abatidos.

Portocarrero senior entendió que no los rescatarían y una semana después decidieron irse río arriba a la finca de la familia. Allá, al menos la resolana los dejaría tranquilos y podrían comer de los pequeños cultivos. Tendrían una casita donde guarecerse.

Pasaron casi quince días para que un barco pequeño capitaneado por uno de los tíos del joven Thor llegara al pueblo. Venía a recoger los cadáveres y cuando descubrió que los muertos estaban vivos casi lloró de alegría: no podía creerlo.

Y finalmente me cuenta dos cosas más: la mona, así bautizó a su mazo milagroso, desapareció para siempre en los días de la tragedia; y varios años después El Charco sufrió un incendio, justo cuando él recién había regresado a su pueblo después de graduarse profesionalmente. En esa ocasión le tocó improvisarse como bombero. Portocarrero —que heredó la vena previsora de su padre— había adaptado una pequeña central de energía hecha con paneles solares que le permitía iluminar su casa toda la noche cuando el resto del pueblo solo disfrutaba de cuatro horas de luz al día. Durante el incendió debió conectar su central eléctrica a la motobomba del pueblo, instalada en el hospital, para surtir el agua necesaria para sofocar el fuego. Un negociante paisa le entregó a las personas decenas de baldes para enfrentar las llamas. Nunca volvió a recuperarlos. «Se los robaron, ¿puede creerlo?». Portocarrero recuerda que una señora parecía feliz viendo el fuego agitarse. Decía que el incendio era bueno porque estaba quemando el barrio de los más pudientes: «así todos quedamos iguales». Pero luego el viento cambió de dirección y el incendió se extendió hacia los barrios pobres también, dejando a los ricos un poco más pobres, y los pobres, más pobres aún.

El Charco, Nariño Tomado aquí.

El pueblo que sobrevivió a La Visita de 1906 (8,8 Mw), a un terremoto en 1942 (7,8 Mw), a un incendió arrasador en 1953, a otro terremoto en 1958 (7,7 Mw), a uno más en 1979, y a masivos desplazamientos por la guerra en 2007 y 2010, hoy tiene 28 mil habitantes. Y el 16 de octubre de 2016 cumple 130 años.

George Pararas-Carayannis, experto de la Tsunami Society International, destacada en Honolulu, Hawaii, USA, y autor en 2001 del libro The Big One (El Gigante): The Next Great California Earthquake (El próximo gran terremoto de California), Why, Where and When, It Will Happen (Por qué, dónde y cuándo ocurrirá), dice que no pasan más de 36 años entre un terremoto y otro en el litoral pacífico colomboecuatoriano. Y la tatarabuela de Portocarrero lo sabía. Y lo saben los charqueños que ya en noviembre 23 de 1979 habían sentido un temblor (6,7 en la escala de Richter), la cuota inicial del terremoto del 12 de diciembre. Pararas insiste en que esta es una zona altamente tsunamigénica debido a las poderosas placas y cordilleras submarinas. Habituados a pensar en las cordilleras visibles, olvidamos las montañas sumergidas, auténticos dragones dormidos que se sacuden perezosamente de cuando en cuando bajo el mar. En un documento de 22 páginas, llenas de términos técnicos, mediciones y gráficos que no entiendo, Pararas-Carayannis describe a la máquina tsunamigénica, a nuestro, por ahora, amodorrado nido de dragones. Habla de la deformación y subducción de la litosfera en la cordillera Carnegie cerca del golfo de Guayaquil-Tumbes. Subducción quiere decir que una placa comienza a empujar y penetrar por debajo a otra desplazándola. Habla de la placa de Nazca, de la cordillera de Cocos, de la Zona de Fractura de la Mendana, de la zona de Fractura de la Grijalva y de la cordillera de Malpelo. He ahí la cola, lomo, fauces y lengua de estos dragones milenarios, tumbados bocarriba y estirándose con pereza.

Y Pararas concluye con las siguientes palabras, usando el lenguaje cauto y frío de la ciencia, que los políticos y burócratas de la prevención prefieren ignorar y que la gente del litoral comprende bien:

Tumaco se encuentra en un banco de arena en una isla costera con elevación máxima de 3 metros sobre el nivel del mar. Si el tsunami es de 5 metros de altura, como el de 1906 y se produce una marea alta, toda la ciudad se inundará por completo. Dado que la densidad de población ha aumentado considerablemente a lo largo de las zonas costeras de Ecuador y Colombia, el número de muertos será grande. Por ejemplo, la población de Tumaco en 1979 era de alrededor de 80.000 personas. Actualmente, la población ha aumentado a 120,000.

Algo parecido le cabe a El Charco. Portocarrero senior lo entiende perfectamente. Y lo grave es que Thor perdió su mazo en el terremoto del 79, hace 36 años.

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Julián González
EÑES
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Diseñador de juegos de mesa, comunicador social y educador. Puede descargar gratis Todo está tan raro en el siguiente link: https://bit.ly/3BiGjMB