El arte de hacer un gran negocio
De nuevo la calma. Crear sin prisa. Decidir por convicción. Una hoja en blanco sin condiciones. La libertad del que nace que ya quisiera el que es grande. Crecer duele en la vida y en las empresas. Quita posibilidades esenciales y suma responsabilidades que minimizan el margen de maniobra. No importa cuánto valga un proyecto ni por cuánto te lo compren, la máxima felicidad está siempre al principio. Con el primer esbozo, con el primer post, con el primer diseño, con el guiño perfecto para que tu marca sea conocida por el mundo. Disfrutar una idea convertida en realidad. Después llegan las negociaciones, el dinero o la falta del mismo, los clientes, los cambios, los contratos, los imitadores, la frustración, el éxito. Resultados que se gozan o se padecen. Pero la magia está siempre en ese primer proceso de construcción, en ese hola mundo de los programadores que aún desconoce alcances, pero que anticipa oportunidades a partir de la adrenalina de un nuevo proyecto. La interrogante que es más dulce que la certeza.
Los pequeños gustos están en peligro de extinción. A los proyectos se les niega el derecho a disfrutar. Los artistas crean lo que el mercenario escala. En lo creativo y en lo cotidiano. Ahí donde uno encuentra un modo de sobrevivir mientras hace lo que le gusta, el otro se inspira para tejer maquinarias que involucran six figures. A mayor dinero, menor libertad para la idea que se hizo negocio. Lo acepta el empresario y lo padece el creativo. No es que uno esté del todo bien y otro del todo mal. El problema es que muchas estructuras colocan por encima al que sabe hacer dinero sobre el que genera las oportunidades para que ese negocio se produzca. Y entonces el hambre por vender se transforma en un vicio más que en una consecuencia. El dinero es como el cigarro, un gusto momentáneo que puede terminar provocando cáncer.
La del artista y el empresario es una fórmula que solo funciona cuando logra compartir ideales, que no objetivos. Porque si bien para uno siempre será más importante el negocio que la creación, tendría que entender que la puerta que abrió esas posibilidades surgió de un producto creado por otro. Que ese producto lleva una rúbrica intelectual que entiende los porqués de cada detalle. Que lo mejor que puede hacer es permitir que el otro se encargue de lo suyo y convertirse en un defensor de las medidas de seguridad que el artista ha decidido para su obra. Visto como un cuadro, cualquier proyecto que padece alteraciones reduce su valor. El cuadro es el que es. Que lo compre el que quiera. Y si no que se vaya a otro lado. Rechazar a un cliente no es una oportunidad perdida, es el respeto al trabajo propio, la emisión de un mensaje que tarde o temprano será aprendido por los clientes. El trabajo creativo es víctima de acoso. Está en los creadores de esos conceptos imponer un alto, aunque cueste millones y aunque sus clientes se vayan a otro lado. O eso o permitir que una obra de arte deje de serlo.
Pictoline puso el ejemplo. Primero creó una necesidad y después la explotó. Decidió ser el que ignorara a los clientes. El que no tocara a su puerta. El que no llevara presentaciones con un menú de alternativas comerciales. El que esperara a que las miradas curiosas se convirtieran en deseo y a que ese deseo se convirtiera en inversión. Ahí el arte le ganó al negocio. O mejor entendido, el arte convenció al negocio de que el nivel de ambición por tenerlo es directamente proporcional al precio que un cliente estará dispuesto a pagar. Los anunciantes llegaron por decisión propia. El proceso se invirtió. Para estar en Pictoline compraron un boleto que costó miles de dólares. Y ese boleto tiene códigos de conducta. El tamaño del logo, el número de publicaciones, el respeto al manual de identidad. Los beneficios de ser la más cotizada de la fiesta en medio de la urgencia evidente del resto.
Si las reglas no te gustan, cámbialas. Dicho en palabras de Einstein, si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo. Las marcas invierten en Netflix sin saber los números exactos de la audiencia. Ni siquiera los productores reciben esa información. Y aún en la opacidad, por haber roto el esquema de manos dobladas de los medios, generan ingresos que derivan en un creciente interés de realizadores por seguir desarollando contenidos para la plataforma. Este boleto es aún mejor que el de Pictoline. Incluye la categoría del que sabe lo que ofrece a grado tal que no está dispuesto a dar explicaciones. El sueño del storyteller.
Insiste mi psicóloga en que las relaciones terminan como empiezan. Que las primeras condiciones establecidas son también las del futuro. Que cambiar sobre la marcha siempre será más difícil. Y estoy convencido que aún más en el ámbito creativo. Si estás empezando un proyecto, no pretendas olvidar que lo creaste para tener un negocio. Necesitas que lo sea para seguirlo haciendo. Alíate con gente que sepa vender. Escúchala, contrátala, asóciate con ella. Pero hagas lo que hagas, garantiza que esa persona respetará las medidas de seguridad para tu obra. Que sabrá que protegerla es una mejor inversión que ponerla al alcance de cualquiera que quiera tocarla. Que será un perro guardián más que un proxeneta. Es posible crear por años con la libertad del que nace, solo necesitas recordar que proteger tu arte es el mejor negocio posible. Eso y que el mercenario también lo comprenda.
Nota del autor:
Piensa siempre en tu libertad. Si no te gusta la torre que has construido, entonces tírala y vuelve a empezar. O aprende a convivir con ella mientras preparas tu siguiente paso. Si ya estás atrapado en un proyecto, comienza el siguiente. Ahora sí, con las reglas, los objetivos y las jerarquías claras.
Contador: 60 de 60. Y sigo siendo libre, tanto que de repente me digo que debería haber un anunciante. O al menos un publisher que quisiera publicar mis textos. El problema es que muchos piensan que soy periodista deportivo. O lo que es lo mismo, que me paso la vida viendo a José Ramón.