El día de la bandera

Juan Manuel
EÑES
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7 min readFeb 5, 2018

Hoy es el día de la bandera. Mamá me puso la escarapela y me peinó. En realidad, me hizo trenzas. Odio las trenzas. O quizás odio que ella elija qué peinado tengo que llevar. A Camila no le hicieron trenzas, pero igual ella es fea. Camila es la segunda escolta.

Mamá me preparó para que no me faltara nada en el acto. Salvo ella, que dice que no puede venir porque tiene que trabajar. ¿Justo hoy tiene que trabajar? Si nunca trabaja. Me hizo unas trenzas a las apuradas mientras preparaba el café con leche y las tostadas del desayuno y me dijo: «Beatriz, más vale que hoy estés presentable, más vale que no hagas otro escándalo en la escuela porque te juro que esta vez te cambio». ¿De qué?, le pregunto, ¿de ciudad, de país, de continente, de mundo? Ojalá me cambiaran de mundo, este ya me parece bastante aburrido. Sobre todo, con el silencio que hace mamá cuando le pregunto de qué me va a cambiar. «Comportate, Beatriz», es lo único que escucho.

El café con leche ya está frío, al igual que las tostadas. Mamá me obliga con la mirada a tomarlo. Le hago caso, total ya sé que después me va a doler la panza —como casi siempre— en la escuela, y la tía Mariela me va a tener que ir a buscar y repetirme una y mil veces que soy su princesita, que cuide a mamá que está sola, que hace muchas cosas por mí. Pero quién cuida de mí. Quiero preguntarle, pero no me sale. Hoy es el acto por el día de la bandera y si me llega a doler la panza justo en medio del acto, voy a revolear todo a la mierda. Perdón por esa palabra. Ya es el último año; no es como el año pasado que me hicieron firmar el libro de disciplina por haberme sacado el moco en la clase.

Vamos a la escuela en el auto. Mamá maneja sin mirarme. Parece que tampoco ve hacia adelante, es como si mirara hacia la nada, como si fuera ciega, la imagino con ojos de nictálope. Esa palabra descubrimos esta semana en clase, con la nueva señorita de lengua. Me gustó cómo sonó y comencé a pronunciarla hasta que perdió el sentido. Después, la busqué en el diccionario y me di cuenta de todo. Papá es un nictálope que vive en la noche y me cuida, o más bien me protege de la maldad del mundo. De eso estoy segura, mientras él pueda mirar en la oscuridad —porque me dijeron que la muerte es solo oscuridad, por eso nadie puede hablar de ella— voy a estar a salvo de cualquier mal del mundo.

—Haceme el favor de dejar ese cuaderno, Beatriz, comportate.

—Pero a mí me gusta escribir mientras vamos a la escuela.

—Ya sé, pero la última vez te llenaste las manos de tinta.

—¿Y?

—Y hoy es el día de la bandera, querida, no quiero que te vean con las manos así, van a pensar que tenés una mala madre.

¿Acaso no la tengo?, pienso, o escribo. Y hago un dibujo. Y escribo la frase otra vez. Pero mi madre toma el cuaderno —me lo arranca de las manos— y se lo guarda en el bolso. Enseguida grito que no voy a ir a ningún acto hasta que me devuelva el cuaderno, que es ahí donde escribo todo lo que me pasa, y sé que por este cuaderno ustedes me pueden leer, y no me guardo nada. O sí, capaz algunas cosas pero no tantas, no tantas como quisiera. Y no debería hacerme tantas ilusiones con esto del día de la bandera, porque Facundo me dijo que no iba a ir. Ya casi no nos vemos desde que él se fue a vivir a otro barrio. Yo lo extraño y le mando mensajes todos los días. Pero no sé por qué él me responde a las diez horas o a veces a los dos o tres días. No importa, sé que tengo que ser perseverante, como me dijo la tía Mariela, solo así se puede conseguir algo. Y le creo, aunque aún no haya probado su hipótesis. Esa palabra también la aprendí esta semana, en la clase de ciencias con el médico del pueblo que nos da clases. Pero esa palabra no me gusta, es demasiado seria, y creo que no puedo usarla libremente como me gustaría. Todavía no estoy preparada. Si estuviera papá, seguro me la explicaría de pe a pa, con ejemplos y todo. La última vez que lo vi él estaba… bueno, no. Hoy es el día de la bandera. Debo estar presentable, como dice mamá. Aunque ella no esté para ver si lo estoy o no.

Nos acomodó la maestra en fila y nos llamó a Camila, a Victoria y a mí. Fuimos las tres a la dirección mientras las otras señoritas acomodaban todo para el acto. En la dirección nos dijeron todo lo que teníamos que hacer: cómo entrar al acto, cómo cantar el himno, cómo pararnos, y que bajo ninguna circunstancia —esto lo dijo levantando el dedo índice y sacándose los anteojos culo de sifón— se nos ocurriera reírnos, que debíamos permanecer como soldados durante todo el acto. Como soldadas, le dijo Camila, y la maestra no le dijo nada. Vayan, murmuró, y miró por la ventana, con los dientes apretados. Era un día de lluvia horrible, de esos que hacen que no puedas salir a jugar con tus amigas al parque. «Anoche soñé con vos», le dije a Facundo apenas lo vi, pero él ni me miró o se hizo el que no me vio cuando entró con su mamá de la mano. «Fijate que tenés una trenza desatada, Beatriz», me dice Camila; la perdono, no le digo nada y corro hasta el baño para acomodarme. No tengo nada, las trenzas están perfectas, mejor de lo que imaginaba. Esa Camila siempre me hace bromas, todo para hacerme perder el tiempo para que después la señorita me rete. Vuelvo del baño y pasamos las tres. Primero, me acomodo la bandera, noto que es un poco más pesada que la del acto anterior. Camino unos pasos hasta el centro del salón de actos y la bandera me pesa cada vez más. No sé cuánto tiempo voy a poder sostenerla. La señorita Gabriela se acerca y me dice que ponga cara de seria, que no me ría. Cómo me voy a reír, si esta bandera pesa como mil kilos, pesa más que el cajón de papá. Cuando lo llevamos a la capilla del cementerio les pedí que me dejaran ayudarlos; hice tanta fuerza que creí que adentro habría ladrillos y no mi papá muerto con su velo negro. Hasta hoy, que sostengo la bandera, creo que el cajón de papá está lleno de ladrillos y él está en alguna parte del mundo. Seguro escapando de los retos de mamá, que no lo dejaba ir al bingo los domingos porque sabía que… bueno, no sé. No estoy acá para juzgar a mi papá, ya demasiado tiene con no verme y con no estar en casa. La bandera —el asta— es tan pesada que miro de reojo a Camila y le hago una mueca: tuerzo la boca hacia un costado y revoleo los ojos. No creo que ella entienda, me mira con asco y vuelve la cabeza hacia adelante, donde la gente aún aplaude cuando dicen «hace su entrada la bandera de ceremonias». Por fin dejan de golpear las manos y puedo apoyar la bandera en el piso. El asta es tan pesada que quiero renunciar a ser abanderada, o mejor, renunciar a la escuela y salir y viajar por el mundo como la tía Emma. Primero, ir al cementerio y ver si realmente el cajón está lleno de ladrillos, estoy segura de eso, pero quiero comprobar mi hipótesis, como me dijo Lucía: «tenés que comprobar tu hipótesis, sino, nadie te va a creer, ni vos misma». Después, irme por el mundo.

A continuación entonamos las estrofas del Himno Nacional Argentino. Vuelvo a poner la bandera en la cuja y la sostengo con fuerza. La banderola me atraviesa el guardapolvo y me quema. Casi no puedo cantar. Todas las personas en el salón me miran. Ya no aguanto más, pienso, ya no aguanto más, ¡por qué me dieron esta bandera con el asta tan pesada! Seguro es un castigo por lo del moco. La señorita Gabriela me mira de reojo y sigue balbuceando el himno. «¡No aguanto más!», grito, y dejo caer la bandera hacia el costado, justo sobre la cabeza de la directora Alicia. Enseguida todos se tapan la boca, incluso los testigos de Jehová que ni habían cantado el himno y tampoco quieren ser abanderados y aspiran, a los sumo, a casarse entre ellos y ser electricistas o albañiles. Una vez fue uno a casa a arreglar unos cables y le habló a mamá todo el día sobre el «Reino de Dios». Las madres y algunos padres se reúnen alrededor de la directora. Yo sigo llorando sin parar, no tanto por el horror sino porque el asta me lastimó la panza y me sale sangre, claro que no tanta como le sale a la directora Alicia. El himno sigue sonando de fondo: «ya a su trono dignísimo abrieron, las provincias unidas del sud»; yo no sé qué hacer. Alguien llama a una ambulancia, los pies de la directora se mueven de arriba abajo, como si solo sus piernas tuvieran convulsiones y el resto del cuerpo quedara quieto. La última vez que vi una convulsión —y ahí aprendí el significado de la palabra— fue cuando mamá vino con un amigo —según dijo— y cuando me levanté en mitad de la noche a tomar agua lo vi recostado en el futón, las piernas moviéndose como si quisiera correr y no pudiera. Enseguida salió mamá de no sé dónde y me explicó que era una convulsión, que subiera a mi cuarto, que eran cosas que las nenas no pueden ver, que me tapara los ojos «de inmediato». No entiendo, entonces, cómo me dejó en esta escuela donde estoy viendo cómo convulsionan las piernas de la directora Alicia.

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