En la riqueza y en la pobreza, al igual que en nuestras vidas, todo es relativo
David McMahon, varón blanco no hispano, tuvo en el 2017 un salario de $157.099,90 por su servicio como jefe de finanzas en el departamento de recursos humanos del estado de Arkansas. En ese mismo departamento, y durante ese mismo periodo, Shirley A. Jones, mujer blanca no hispana, ganó $8.534,78 por su servicio como asistente administrativa. Del momento en que se me ocurrió buscarlo, tecleando «arkansas salaries state employees» en el buscador en línea de Google, al momento en que pude obtener esos nombres y estadísticas no me tomó más de 15 segundos. Más tiempo me tomó escribir este párrafo correctamente.
Y, ¿para qué me interesa saberlo?
A mí no, pero estoy seguro que a sus pares en posiciones similares, ya sea en Arkansas u otros estados de la nación americana, les gustaría saberlo.
En el 2008 saber algo como esto no era fácil, y aunque de récord público no necesariamente era de conocimiento público. Esta contradicción llamaba a un experimento. Y a un grupo de cuatro economistas se le ocurrió hacerlo con los empleados estatales de California. El propósito de su experimento era probar teorías rivales de inequidad. Una teoría presume que actuamos racionalmente con información como esta, viéndolo como una oportunidad para mejorar, si ganamos menos, o desanimados porque llegamos al tope de lo que podemos ganar. La otra teoría presume una reacción emocional. Al descubrir que se nos paga menos lo interpretamos como evidencia de que no somos apreciados relativo a nuestros colegas. Si por el contrario, descubro que mi salario es superior me sentiré contento.
Los economistas enviaron un correo electrónico a miles de empleados estatales de California alertando sobre cómo y dónde conseguir información sobre sus salarios. Durante varios días observaron cómo ese aviso produjo un pico en las visitas al sitio web ya que, en efecto, miraban cuánto ganaban los demás.
Los investigadores habían dividido a los empleados estatales en dos grupos. El grupo «con nuevo conocimiento» que había recibido el aviso de salarios. Al otro grupo no se le envio ningún aviso, o sea, el grupo control el cual se presumía no había adquirido este «nuevo conocimiento». Unos días más tarde, los investigadores enviaron un correo electrónico a ambos grupos con una encuesta.
«¿Qué tan satisfecho estás con tu trabajo?»
«¿Qué tan satisfecho estás con tu salario en este trabajo?»
Luego compararon los resultados. Lo que encontraron no se ajustaba exactamente a ninguna de las dos teorías.
Molestos por ganar menos que sus pares, esta reacción se ajustó a lo que se esperaba como resultado en la teoría de reacción emocional o relativo. Comparados al grupo de control no estaban satisfechos con su trabajo e incrementó su inquietud por buscar otro. Para los empleados relativamente superiores en salario, sin embargo, el resultado no se ajustó a lo esperado por la teoría de reacción emocional. Los trabajadores que descubrieron que ganaban más que sus colegas no demostraron placer, fueron simplemente indiferentes.
El mensaje concluyente con el cual los economistas resumieron su investigación fue que los patronos «tienen un fuerte incentivo» para mantener los salarios en secreto. Asumiendo que los trabajadores estatales de California son representativos de la población estadounidense en general, el experimento también sugiere una conclusión más amplia y más inquietante. En una sociedad donde los beneficios económicos se concentran en unos pocos —una sociedad, en otras palabras, como la que vivo— no hay verdaderos ganadores y una multitud de perdedores.
¿Por qué solo perdedores?
La teoría de que siempre actuamos racionalmente no pudo prever la actitud de las personas y consecuentemente el potencial de acción de un grupo ante nuevos datos y hechos en su ambiente de trabajo. Eso deja a gerentes, consultores, científicos, y políticos —pocos, en posiciones de poder— con la excusa de que socialmente actuamos, en la mayoría de los casos, sin sentido, y por lo tanto es mejor ocultarnos las cosas ya que no hay valor en saber la verdad.
En una sociedad que está cada día más y más conectada no solo conocemos lo que otros hacen sino también cómo viven. Lo que comen. Lo que compran. Nunca ha sido tan fácil compartir —con la mejor intención— nuestros logros y avances. El auto nuevo, las vacaciones, el placer de una comida y los paisajes que disfrutamos. El privilegio de asistir a un concierto en primera fila. Elevan el espíritu para quienes lo experimentan o consumen y queremos que nuestros conocidos, familiares y asociados compartan ese sentimiento.
¿Pero realmente compartimos estos eventos con buenas intenciones?
Aunque en términos estrictamente económicos (y racionales) nada sucede por saber lo que tienen otros, o destacar lo que tenemos, es una forma de comparar nuestros logros y qué lugar ocupamos en la escala social.
En su libro La escalera rota: Cómo la desigualdad afecta la forma en que pensamos, vivimos y morimos, el psicólogo Keith Payne, profesor en la Universidad Chapel Hill de Carolina del Norte, expone que lo realmente dañino de ser pobre, al menos en un país como Estados Unidos, donde, como señala, incluso la mayoría de las personas que viven bajo la línea de pobreza poseen televisores, microondas y teléfonos celulares, es la experiencia subjetiva de sentirse pobre. Es posible ganar buen dinero y aún sentirse deprivado.
«A diferencia de las columnas rígidas de números que conforman un libro mayor del banco, el estatus siempre es un objetivo en movimiento, porque se define mediante comparaciones continuas con otros», escribe Payne.
Hasta aquí podríamos decir «y qué», subestimando la sensación de sentirse pobre. Sin embargo, estudios psicológicos señalados en el libro del profesor Payne indican que tiene consecuencias más allá de un sentimiento sin mérito. Las personas que se sienten pobres toman decisiones diferentes y, en general, peores.
Por ejemplo, apostar en una lotería como Powerball solo te da aproximadamente una posibilidad en 300 millones de ganar. Cuando cada dólar cuenta para poder llegar al fin de mes sin coger prestado, todavía se prioriza jugar. Es tanto el afán de hacerlo entre las personas de bajos ingresos que se le señala como «el impuesto a los pobres».
Otro ejemplo viene de un estudio canadiense en donde participantes se auto calificaron en una escala financiera ficticia. Los investigadores entonces dividieron el grupo en aquellos que se les hizo creer que tenían más recursos o menos recursos que sus pares.
A cada participante se le dio $20 para quedarse con él o jugarlo a las cartas contra una computadora. Aquellos a los que se les indicó tenían menos recursos eran más propensos a jugar a las cartas.
En otro estudio, este realizado por Payne y algunos colegas, los participantes se dividieron en dos grupos y se les pidió hacer una serie de apuestas. A ambos grupos se les dijo historias (ficticias) diferentes de participantes anteriores y como les había ido con las apuestas. A un grupo se le dio una historia en donde jugadores con «suerte» ganaron mucho más que el promedio. El otro grupo se le dio una historia más representativa de la distribución estadística real de las ganancias en donde la diferencia entre jugadores no era significativa. Aquellos jugadores expuestos a la historia de «suerte» terminaron haciendo muchas más apuestas.
La escalera rota: Cómo la desigualdad afecta la forma en que pensamos, vivimos y morimos está lleno de estudios como estos. Las personas que se sienten pobres se ven a sí mismas como menos competentes. Son más susceptibles a las teorías de conspiración. Y es más probable que tengan problemas médicos que impactan aún más negativamente su situación financiera en países donde el acceso a los servicios de salud se considera un privilegio y no una necesidad. Un estudio de funcionarios públicos británicos mostró que como las personas se clasificaban en términos de estatus era un mejor predictor de su salud que su nivel de educación o su ingreso real. A menor estatus relativo, mayor los problemas de salud.
En términos de ingreso per capita, los EE. UU. se ubica cerca de la cima entre las naciones. Pero gracias a la creciente atención entre los que tienen y manejan la política pública para tener aún más y el resto de nosotros, el efecto subjetivo es de empobrecimiento generalizado.
«La desigualdad relativa es tan potente en nuestras mentes como la pobreza real en los Estados Unidos de América… que tiene muchas características que se asemejan más a una nación en desarrollo que a una superpotencia», escribe el profesor Payne.
Una explicación para esto es que las personas pobres se involucran en conductas de mayor riesgo, por lo que son pobres en primer lugar. Es el acertijo del huevo y la gallina: qué viene primero. Los huevos necesitan incubarse y protegerse. Las gallinas están hechas y derechas y aquellas con lindo plumaje lo exhiben para la envidia de todos, olvidando que una vez fueron un huevo.
¿No es el éxito en la esfera económica, en la esfera material, complementado por el éxito en la esfera social lo que la mayoría de nosotros anhela? Cuando vives rodeado de gallinas y no recuerdas que tus antepasados empezaron como huevos lo ves con una perspectiva conservadora donde prefieres la sociedad sin cambios o impuestos adicionales que pudieran interrumpir tu estilo de vida. Empollar huevos no es importante.
Si te crees un huevo, esperas ayuda de las gallinas y cuando no llega pudieras buscar ayuda en conductas no saludables como los juegos al azar, el fraude, el crimen y las drogas. Es una comparación, sin embargo, que yo trato con mucho cuidado porque pudiera interpretarse que con solo dejar a un lado las conductas detrimentes se puede salir de la pobreza. Es otra excusa que usan las gallinas para ponerle un precio a servicios esenciales y así reducir su responsabilidad comunitaria de empollar. Pero no es totalmente cierto. Yo creo en la responsabilidad personal y reconozco que el cambio empieza en nosotros mismos y solo prospera en la medida que nos esforcemos en hacerlo. De la misma medida, y con el mismo peso, creo en que solo al tener el respaldo social donde necesidades básicas como seguridad, techo, comida, y educación están cubiertas será posible alcanzar el mayor potencial humano y superar las barreras geográficas y de nuestro entorno que pudieran mantenernos al otro lado de la verja.
A veces pensamos que mirando a nuestro alrededor podemos identificar «pobreza» y limitarla a un vecindario o región. O a una clase racial o cultural. La realidad es que la mayoría de nosotros hemos experimentado pobreza temporalmente debido a la pérdida de empleo, una enfermedad, o ruptura familiar, por dar unos ejemplos. Pero porque alguien no caiga dentro de la medida técnica de pobreza no quiere decir que está libre de problemas; la medida técnica no captura los sentimientos de inseguridad y desigualdad. Está claro en estudios gubernamentales que las familias que no son oficialmente pobres no son necesariamente económicamente seguras con respecto a la renta, el cuidado infantil, el transporte, y la comida. Lo que muchos enfrentamos casi universalmente es una nueva norma de inseguridad económica persistente: una sensación de que el proximo mal evento nos llevará a la devastación.
Las medidas de pobreza tampoco incluyen la deuda.
La educación colegial en Estados Unidos se estima esencial como una herramienta de progreso e igualdad. Es irónico, sin embargo, que para muchos la única forma de alcanzarla es endeudándose de una forma que limita lo que pueden hacer con su título universitario. Por ejemplo, si la deuda no te permite pagar la renta no puedes mudarte a donde están las oportunidades. O comprar un auto para llegar al trabajo a tiempo.
El investigador Mark Rank señala que debemos replantear la pobreza como una forma de exclusión social y privación.
«La pobreza tiene un significado más amplio que la falta de ingresos. Es muchas veces no participar en cosas que damos por sentado en términos de conexión con la sociedad, sino también el crimen y la esperanza de vida», argumenta Rank.
En una era en la que la mayoría de las muertes por armas de fuego son suicidios, las tasas de adicción aumentan y la esperanza de vida en EE. UU. disminuye y cada vez es más desigual según la raza y el nivel de educación, capturando el bienestar de las personas y diseñando soluciones más allá de las dificultades materiales es la única forma de empezar a hacer progreso en la lucha contra la pobreza.
Como cualquier padre sabe, los niños observan cuidadosamente cuando se dividen los juguetes. Hace unos años un equipo de psicólogos se propuso estudiar cómo niños demasiado pequeños para entender la palabra «injusto» responderían a la injusticia. Reclutaron a un grupo de preescolares y los agruparon en parejas. A los niños se les ofreció bloques para jugar y luego, después de un tiempo, se les pidió que los guardaran. Como recompensa por poner todo en orden los niños recibieron pegatinas. No importa cuánto hubiera contribuido cada niño al esfuerzo de limpieza, uno recibió cuatro pegatinas y el otro dos.
De acuerdo a estudios psicológicos, no se espera que niños menores de cuatro años puedan contar. Pero incluso niños de tres años parecían entender cuando tenían menos. La mayoría de los que recibieron dos pegatinas miraban con fijación a los que recibieron cuatro. Algunos dijeron que querían más. Varios de los destinatarios de cuatro pegatinas también parecieron consternados por la distribución, o quizás por las protestas de sus socios, y entregaron algunas de sus ganancias.
«Podemos… en confianza asumir que estas acciones fueron guiadas por una comprensión de igualdad, porque en todos los casos ofrecieron sólo una pegatina, lo que hizo que el resultado final fuera igual», informaron los investigadores. Los resultados, concluyeron, muestran que «la respuesta emocional a la injusticia emerge muy temprano».
El que los niños pequeños experimenten esta respuesta emocional sugiere que puede ser innata, producto de la evolución más que de la cultura. Los científicos del Centro Nacional de Investigación de Primates de Yerkes, en las afueras de Atlanta, trabajan con monos capuchinos marrones nativos de Sudamérica. Los científicos entrenaron a los monos para cambiar una ficha por una rebanada de pepino. Luego emparejaron a los monos y le ofrecieron a uno una mejor recompensa: una uva. Los monos que seguían obteniendo pepinos, que antes comían alegremente, estaban indignados. Algunos dejaron de entregar sus fichas. Otros se negaron a tomar los pepinos o, en algunos casos, se las tiraron a los investigadores. Al igual que los humanos, los monos capuchinos, escribieron los investigadores, «parecen medir la recompensa en términos relativos».
Los preescolares, los monos capuchinos marrones, los trabajadores del estado de California, los estudiantes universitarios reclutados para experimentos psicológicos, todos, al parecer, resienten la inequidad. Esto es cierto a pesar de que lo que se considera desigual varía de sociedad en sociedad y de época en época.
Yo veo en todas estas historias y estudios dos lecciones: el poder que tienen las historias en influenciar nuestra actitud mucho más allá de lo que indican los hechos, y la realidad de que no somos el animal lógico y racional que economistas y científicos modelan en sus predicciones.
Es con el tiempo que he realizado la influencia (positiva y negativa) de las emociones en mi vida. El estudiante universitario que empezó sobre cuarenta años atrás a estudiar Ingeniería por el amor a las ciencias, las matemáticas y el pensamiento lógico es hoy en día quien busca la realización de una vida completa en donde tanto el raciocinio como las emociones se complementen. Todo es relativo en este mundo, lo vivo y lo veo cada día. Lo que funcione para mí no necesariamente funciona para otros, y por eso, curioso, busco oír y aprender de otras voces.
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