Encuentro

Norber Tebes
EÑES
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8 min readMay 1, 2018

De Carlitos Córcega se decía mucho. Que era loco, que se hacía, que era huérfano, que había matado a la familia y luego dedicado a ser mendigo porque era más fácil, que había nacido mendigo. A los pocos días de aparecer en el pueblo, a los pibes del barrio nos aconsejaban andar lejos de Carlitos. Nuestras mamás lo habían decidido en una reunión casual, en la verdulería de Catalina. Lo decidieron ahí, y esa misma noche nos hablaron a cada uno en su casa con historias terribles de Carlitos y al final de cada historia venía la recomendación de alejarse de él. Al otro día, cuando nos juntamos con los chicos en el recreo de la escuela, supimos que todas las historias sobre Carlitos eran parecidas y que diferían en pequeños detalles de horror, lo cual supongo producto de la imaginación de cada mamá. Mi vieja solamente vino a casa y me dijo «Ariel Augusto, no te acerques a ese tipo» y se puso a planchar la ropa y dio por concluido el asunto. «O te reviento», me dijo luego, al rato, sin mirarme. Yo di por concluido el asunto. La mamá del Isma estaba en el club de lectura de la fundación, pero nos sorprendimos de que las historias sobre Carlitos que le contó al Isma tuvieran poquísimos detalles. La mamá del Eze, que no estaba en el club de lectura pero sí organizando las misas con el cura del pueblo, había sido la más imaginativa o la más fantástica. El Eze estuvo aterrado durante toda la noche. Solo se calmó cuando nos juntamos y comparamos las historias y comprobó que todas coincidían en los lugares en que se desarrollaron los hechos, en los protagonistas, pero que todo lo demás quedaba librado al carácter creativo de las mamás. A mí por suerte no me preguntaron nada, pero no me dejaba de resultar curioso que hubiera como un ensañamiento con Carlitos. Esto lo digo ahora, pero en ese momento no sabía qué quería decir la palabra ensañamiento. Solo la intuición, nomás.

Al cabo de los días, las viejas del pueblo repartieron las versiones más terribles sobre la vida de Carlitos. Los hombres del pueblo, incluidos los padres de los pibes, no daban tanta importancia a todo lo que se decía. Una vez escuché que mis viejos discutían sobre Carlitos y dejaban de lado, por ejemplo, las notas bajas que habíamos tenido mi hermana y yo. Escuché a mi viejo que le preguntaba a mi vieja que qué ganaba con preocupar a sus hijos de esa manera. Y mi vieja que le contestaba que son tus hijos también y que a mi viejo le chupa todo un huevo. Puse el grabador un cachito fuerte para no escucharlos. Luego escuché el cassette de Soda Stereo que le había sacado a mi hermana de su caja de regalos secreta. En esa caja había cartas, hojas cuadriculadas con dedicatorias, entradas de cine, cintas de cajas de bombones, pero el cassette de Soda era lo más lindo de todo eso. Me extrañaba que mi hermana hubiera tardado mucho tiempo en retarme. Se ve que no miraba seguido su caja secreta. O debían regalarle cosas seguido. Pero cuando me retó supe que la había hecho enojar mucho y que el cassette tenía un gran valor sentimental para ella. Yo tenía como un registro interno, digamos, de todas las veces que la hacía enojar, que constaba de volumen de grito, de si entraba mi pieza para gritarme o si lo hacía en el comedor, de si golpeaba cosas mientras me gritaba o no, de si me gritaba o si me amenazaba con la mirada; todo eso me servía para ver hasta dónde podía llegar con las bromas. Esa vez del cassette fue la primera vez que la cara se le puso muy roja y vi como nunca sus ojos azules, tan azules como los del nono, y cómo pateaba mi cama con cada grito. Esa vez supe de verdad que había pasado un límite y sentí sobre mí un odio real. Estuvo más de una semana sin hablarme.

Pero volviendo al tema, al día siguiente de la discusión de mis viejos, mi vieja, durante el desayuno, me repitió que me mantuviera lejos de Carlitos; mi viejo no dijo nada, ni siquiera la miró. Les tuve que ocultar que una vez, cuando ellos no estaban, Carlitos golpeó la puerta de casa y me pidió comida, y yo le dije que sí, que ya va, cerré la puerta y puse en una bolsita algunas sobras de asado que le daban a mi vieja en su laburo y se las di, y él me pidió un poco más porque dijo no era para él solo, me lo pidió con una sonrisa triste. Yo nunca vi una sonrisa tan así; me puso nervioso, así que le puse más y le cerré la puerta en la cara. Todo aquello se ponía como muy serio para mí, lo cual, naturalmente, me llevaba a sentir una curiosidad muy grande y me preguntaba qué cosas puede hacer una persona para que hablen de ella y le inventen otras. Se me ocurría que tenía que ver con su característica de mendigo. De nadie se inventaban cosas como sucedía con él. Y eso que en el pueblo se hablaba de todos. Del cura Roberto, que tenía hijos con una señora que vivía en Rosario; de la Margarita, que había tenido una familia anterior que abandonó así de golpe para juntarse con el Rolando y venirse a vivir al pueblo; del Ricardo Comessa, que era narcotraficante, porque nadie lo veía laburar pero andaba siempre de punta en blanco, aunque a pata; del comisario Martínez, que se chupaba y tiraba tiros al aire; de la vieja Cornali, que se cocinaba alguno de los miles de gatitos que tenía y hacía brujerías; de la vieja Pérez, que se escapó de un tren que llevaba a los indios a trabajar a no sé dónde; del papá del Eze, que había robado plata de los campos a sus hermanos y los había dejado pobres, aunque no mendigos como Carlitos.

Carlitos se puso a vivir en la casita abandonada que estaba en un terreno baldío que antes había sido la balanza de los camiones. Al lado de la casita estaba el hueco donde se pesaban los camiones, con los pastos altos y muchos escombros. Habían llevado todo a otro lado y dejaron la casita ahí, con los vidrios rotos y una mugre terrible. Yo lo sabía porque sabíamos ir ahí con los pibes a jugar a las escondidas a veces y a hacer sesiones de espiritismo. A los pocos días Carlitos le puso unas lonas a la casita donde faltaba los vidrios, porque el sol le daba de frente en las horas en que está más fuerte. Y días más tarde, se le apareció un galgo negro muy flaco que después lo seguía por todos lados. Cada tanto, Carlitos salía a la mañana con un carrito y unas bolsas y el galgo flaco y volvía de noche, con varias bolsas más, llenas. Con los pibes jodíamos de ir a ver alguna vez la casita cuando él no estuviera, ver qué podía tener o cuidar alguien como él ahí adentro. Nosotros teníamos los álbumes de figuritas, las bolitas, cosas así. Pero ir a mirar la casita era como una prueba de valentía que ninguno se animaba a llevar a cabo. Un miércoles feriado («fereado» escribía y pronunciaba el Eze, pobre) el Isma dijo que había visto a Carlitos salir temprano con el carrito y el galgo. Decidimos que o íbamos todos o no íbamos nunca más. En realidad podíamos ir cualquier día, pero la curiosidad que teníamos nos hacía ver como única aquella oportunidad. Nos juntamos en el campito tipo 5 de la tarde, luego de hacer los deberes de Lengua. El Eze vino a casa y avisó a sus padres que se quedaba a comer. El Isma trajo la pelota Golegol que le habían regalado hacía poco. Hicimos como que estábamos jugando muy seriamente al tenis fútbol, dando gritos un poco exagerados, como salen las cosas cuando las estás fingiendo; se fue oscureciendo, en un momento yo tiré la pelota cerca de la casita, como para disimular y aprovechar eso como excusa. Les guiñé un ojo a los chicos, en señal de que ese gesto había sido correcto y que estábamos engañando a cualquiera que pudiera estar mirando. No había nadie en toda la vereda de enfrente, ni siquiera el Tito lavando el auto, pero uno tenía que pensar que siempre podía haber alguien, como la vieja Cossini, espiando detrás de las cortinas. Nunca se sabe. Nos arrimamos a la puerta de la casita, que era una lona manchada de barro y pintura, con una publicidad borroneada de Coca-Cola, nos miramos seriamente, dándonos ánimo. Pero dudábamos. En eso me pareció escuchar como un ronquido, como esos que da mamá cuando se duerme mirando la novela de los venezolanos, bah, no sé si son venezolanos, pero son esos que tienen varios nombres graciosos como el mío. Pero como tenía miedo no les pregunté a los chicos si ellos también habían escuchado. Como no dijeron nada, pensé que había sido idea mía. Me hice el boludo enseguida y sentí que era en ese momento o no era nunca; chisté molesto, como para darme valor, «chistt» fuerte hice, exagerando un poco, actuando, y me vi a mí mismo haciendo todo eso, es decir, me vi a mí mismo tomando la iniciativa antes que todos ellos, chistando, adelantando la mano para tocar la lona y correrla, separando una acción de la otra lo suficientemente lento y decidido como para que notaran cada uno de esos movimientos a pesar del miedo y creo que me salió bien, porque mientras hacía todo eso pensé en Al Pacino en Caracortada, que era una película que a mi hermana le gustaba mucho, y para ella era como el patrón de medida con que comparar otras películas. Mi hermana también hablaba de que la calentaba Al Pacino cuando se reunía con sus amigas en el comedor de mi casa y la Pitufa le decía que era una pajera y mi hermana retrucaba y le decía que cómo no la iba a calentar esa cara y decía aayyy, boluda, con muchas «y» exclamaba pero ponía el acento en la «a». Acento prosódico me parece que se llama eso. Eso a mí no me pasaba, lo de calentarme, digo, y de hecho cuando miré la película no me pareció gran cosa; una vez se lo dije a mi hermana y me dijo que qué sabía yo de cine y de actuación, Al Pacino es Dios, me decía, y que había estudiado con un tipo re famoso del que nunca me acuerdo el apellido pero era parecido a la marca del piano de la señorita Mabel, la profe de música, que tampoco me acuerdo nunca la marca. Mi hermana tenía razón en eso de que yo no sabía nada de cine, pero a mí me reventaba saber que tenía razón antes que nada, y entonces yo le decía que no era cuestión de que te gustara Al Pacino físicamente para decir que actuaba bien o que la película estaba buena. En este punto yo cedía un poco y le decía que la película estaba bastante linda, para que no pensara tampoco que no sabía nada de cine, aparte el hermano mayor del Isma también dijo una vez que «esa peli está bárbara» y no convenía llevarle la contra a gente más grande que uno, o que pudiera saber, en todo caso, más que uno que solo miraba los dibus. Entonces mi hermana se reía como sobrándome y a mí me daba más rabia y le decía que era una calentona de mierda y ella se reía más fuerte y me decía que era un pendejo de mierda y que tenía que crecer de una vez, que fue finalmente lo que nos pasó de golpe cuando abrimos la puerta de lona de la casita de Carlitos y miramos lo que había adentro.

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