Lo que todos deseamos en realidad no es la felicidad, ni el amor, ni el dinero, ni la suerte, ni, muchísimo menos, la salud.
Lo que queremos, muy fuerte, es llegar hasta el final.
A veces, es de una exposición, otras es de una película, de una conversación que parece interesante, de una noche de farra que acaba en churros. De un polvo, de un libro, de una soporífera comida familiar. Al final de la Navidad, de la temporada de la seriecita de Netflix. Al final de la carrera. De las vacaciones. De la hoja donde están escritos todos los platos del menú del día. Al puto final del lunes. Al del trayecto.
Hasta el fondo.
¡Tráenos más pan!
Rebañemos.
Antes pensaba que el suicidio era cosa de impacientes porque querían llegar al final a toda hostia. Ser los primeros de la fila. No quedarse sin entrada.
Ahora sé que, llegar al final es incompatible con morir.
Odiamos la muerte no por el hecho de morir en sí (que también), sino porque no podemos comentarla con nadie. No podemos decidir si reflexionar sobre ella o no hacerlo.
No podemos hacer zapping de la vida, quejarnos de los anuncios, desactivar los datos porque queremos estar solos un ratito, ni pedir sushi por Just-Eat. Queremos llegar hasta el final, pero no que se acabe. Que es distinto.
A los que empezamos por el final se nos olvidan nuestros principios.
Fue así como comencé este relato. Ahora solo me queda decirte hola.