Evangelio económico

A los emprendedores: si me van a invitar algo, que sea una caguama

Gustavo González
EÑES
10 min readMar 1, 2017

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Entre todas las ocupaciones que existen en este país de trabajadores voluntariosos, la peor, sin asomo de duda, es la de emprendedor. Postrados ante el dios Dinero, sus frases motivacionales, sus doctrinas fútiles y su afán de imponer a los otros su moral de superación personal, los convierten en heterodoxos del mercado laboral: testigos de Jehová del sistema económico.

A esta altura de mi vida, en la víspera de los treinta, creo que ya he perdido todos los amigos que tenía que perder. Supongo que es porque estoy en esa etapa en que los amigos no se tienen, sino que se conservan. Diferencia imperceptible, pero que en la medida en que cada uno encuentra lo que le atañe, requiere un esfuerzo mutuo para que la simpatía no se pierda entre la multiplicidad de criterios.

Confieso que no me dolió tanto perder a ningún otro amigo como a aquel que adoptó con avidez la Teología del Emprendimiento.¹ Al principio, fue una conversación más en el automóvil, una de esas que manteníamos durante el trayecto a su casa después de una buena fiesta. Pero aquellas charlas noctámbulas subieron de intensidad de manera tan rápida que en mi memoria se mezclan en una misma. Como si las emociones generadas en el transcurso del diálogo se conservaran intactas en mi Volkswagen, cada pregunta suya se volvía más áspera que la noche anterior; mis respuestas cada vez eran más suspicaces. En un momento iracundo, aquel ingeniero electrónico famoso entre sus condiscípulos universitarios por ser uno de los mejores, me increpó preguntándome que para qué estudiábamos una carrera si la única finalidad de ésta era la de acumular dinero. «Te están lavado el cerebro, Cachorro», me defendí apelando a aquel mote perruno de la mejor temporada de nuestra desahuciada amistad. «Pues si me lo lavaron, qué bueno», sentenció.

No me atrevería a testificar que «el que persevera, alcanza» fue la primera idea que le metieron en la cabeza. Pero podría serlo: me insistió tanto con aquello de «por lo menos ven para que sepas de qué se trata», que accedí con tal de ponerle fin a tan agobiante homilía; aunque, de entrada, lo puse sobre aviso: «te acompaño, pero sabes bien lo que pienso». Más que una oportunidad de negocio, aquello me recordó a la iglesia protestante a la que asistí con mi familia hasta que, bueno, desarrollé mi propio criterio. En un restaurante de gofres con capacidad para unas doscientas personas, instalaron dos bloques de sillas divididas por un pasillo que remataba al frente en un pomposo escenario flanqueado a cada costado por proyectores, como un púlpito religioso al que lo único que le hacía falta era la sencilla cruz de los protestantes — la que no trae al mesías agónico—. Por fortuna, el conferencista-predicador al que con idolatría bobalicona denominaban «Diamante» —y que llevábamos media hora esperando— había tenido un percance en la carretera y tardaría otro par de horas en llegar. El suceso nos dio el pretexto perfecto para emprender la fuga,² no sin antes haber bebido un café soluble que sabía a lo que sabe el café soluble y al que ni su hongo ancestral de la sabiduría china salvó del calificativo de insulso. Aquel amigo que creí inseparable se interesó por mi «experiencia» con la bebida; también habló de un familiar cercano que se curó de no sé qué padecimientos mortales gracias a ese milagroso brebaje de café, azúcar y ganoderma. Insistí en lo que previamente le había advertido, pero fue inútil: era como hablar con un extraño.

Resulta necesario hacer énfasis en que ser emprendedor no es necesariamente sinónimo de ser autónomo.³ Aunque sus similitudes son innegables —ausencia de prestaciones y pagos periódicos, vulnerabilidad a la letanía motivacional—, su principal diferencia radica en el objetivo de sus esfuerzos: mientras que el autónomo busca convencer a potenciales clientes de adquirir sus servicios, el emprendedor busca persuadir a todo un planeta de adoptar su doctrina. No seamos ingenuos: si alguien encuentra un manantial de riquezas, no lo andará divulgando. Hasta el momento, no he conocido a un diseñador gráfico que, en su carácter de independiente, vaya por ahí diciendo: «¡Eh, tú! ¿Quieres ser rico? Los logotipos rojos se venden como el pan caliente».

Al igual que en el espectro del cristianismo, existen vertientes que van desde el catolicismo guadalupano hasta los cultos pentecostales, en la gama laboral distingo las siguientes ramificaciones: una mayoría asalariada⁴ a la que, para fines didácticos, compararé con el catolicismo; y el protestantismo, que a su vez se divide en emprendedores dependientes (vendedores piramidales y de catálogo), emprendedores independientes (con negocio o servicios propios, pero seguidores de la Teología del Emprendimiento) y, por último, los autónomos (con negocio o servicios propios, pero agnósticos si no es que ateos radicales).

La fracción ortodoxa acapara el denominado trabajo formal. En su inmensa mayoría, son operadores de producción recluidos en parques industriales, pero también una élite autodenominada «administrativa» que ocupa sillas y cubículos en los corporativos empresariales, con sus extensiones telefónicas, laptops y máquinas de café. Este sector privilegiado se caracteriza por un pensamiento crítico poco desarrollado y una noción brumosa de la política. Suelen ser obedientes, responsables, tolerantes a la frustración y no se merecen nada que no les sea dado por la cúpula directiva: «¿Supiste que a fulano le dieron la jefatura?». Ven en el despido una forma de excomunión y soportan la jornada laboral con la resignación de un mártir. Además, entre ellos se gesta un fanatismo malicioso que invita a mirar con desprecio a los herejes que concluyen labores a la hora de la salida. Trabajadores inmersos en la rutina, venerarán un yogurt en el refrigerador del mismo modo en que un preso valoraría un cigarro. Y se harán pedazos, de ser necesario, para averiguar quién se lo comió. Por necesidad o por convicción, se hincarán ante el dios Dinero; pero su redentor, sin duda, será el viernes.

En el sector más borrego del cristianismo económico encontramos a los emprendedores dependientes. Débiles mentales que no suelen destacarse del resto de sus colegas y son vistos como una masa de distribuidores de licuados Me siento galáctico, pregúntame de a cómo. Empeñan una fe ciega en el producto que venden y lo consumirán hasta por los ojos.⁵ También, seguirán a su líder allá donde vaya y ovacionarán cualquier charlatanería que éste predique. El anzuelo con el que las compañías multinacionales reclutan a estos emprendedores es bastante paradójico: «Sé tu propio jefe», les dicen. Si bien no es una mentira — los «asociados» carecen de la figura jerárquica de jefe-subordinado — , tampoco son independientes como se les hace creer: siempre precisarán los servicios que la cadena de fabricación y distribución de la empresa les proporciona; y también sus descuentos en función del volumen de compra. Además, deberán acatar los esquemas de comisiones cambiantes que, cuando la compañía así lo determine, afectaran sus ingresos. La realidad es que no son más que un triste ejército de vendedores carentes de las prestaciones sociales más básicas derivadas del trabajo remunerado — empezando por el salario—. Lo demás es aparentar altos ingresos y salir a evangelizar el mundo (cinco mil pesos para iniciar en categoría «Bronce»).

Como ya lo dije al arrancar del ensayo, los emprendedores constituyen la heterodoxia. Sin embargo, los más irritantes son los independientes. Me explico: los dependientes componen un mazacote flotante que puede considerarse como un solo bloque. Si bien es cierto que intentan ganar adeptos, se mantienen flotando con la corriente en busca de la iluminación monetaria; es decir, cambian de negocio piramidal sin remordimiento alguno. Los independientes, por el contrario, se pretenden dueños de una verdad absoluta. Conciben que la única manera feliz de ganarse la vida les pertenece y reniegan de los beneficios que el oficinista recibe mientras lo miran con la misericordia con que se mira a un niño descalzo. Se autoengañan: suponen que hacen más y mejores cosas que los demás y terminan creyéndolo. A partir de entonces, en sus sobremesas reincidirá el mismo tema: La Chamba (así, con mayúsculas). A continuación, convertirán su muro de Facebook en un templo de la revista Expansión y fluirán cascadas de artículos: que si las mujeres mexicanas son más emprendedoras, que si los mexicanos trabajan más horas al año, que si esto, que si aquello, etcétera, etcétera, etcétera. Como todos, son proclives a la memética y compartirán algunos memes graciosos; aunque, la mayoría, no lo será tanto. Recuerdo en especial uno en el que se compara la supuesta agenda de un empleado contra la supuesta agenda de un emprendedor: el emprendedor dedica, según generalizan, dos horas diarias a la lectura; mientras que el empleado tan solo tiene una para el entretenimiento y, además, la gasta viendo televisión. Bueno, pues siento decirles que yo leí Crimen y castigo, 1984, El amor en los tiempos del cólera, Post Office de Bukowski, entre otra docena de libros más, en la oficina.⁶ Sinceramente, lo único que estos seguidores del éxito quieren leer, son los versículos de la Teología del Emprendimiento que circulan en las redes sociales sobre un fondo de cielos azules y nubes blancas.

Crecí en una familia que oscilaba, en función de las circunstancias, entre la clase media y la clase baja. Situación económica tan cambiante me dio una noción tupida de lo que es el trabajo. Mi abuelo materno fue ferrocarrilero; mi abuelo paterno, campesino; mi padre, un exvigilante que desde hace décadas repara lavadoras a domicilio; mi madre pasó de ser la contadora regional de Banobras, a trabajar como capturista a destajo para, finalmente, administrar desde casa la contabilidad de dos de mis tíos. A estos últimos los he visto trabajar como electricistas, tablarroqueros y fontaneros; formar una empresa de construcción, llevarla a la quiebra; volver a empezar el ciclo. Su constante ha sido la autonomía. Por mi parte, he trabajado como chalán de esos electricistas, tablarroqueros y técnicos de lavadoras; he sido mesero, repartidor, parrillero, pinche; también proyectista, ingeniero de procesos, ingeniero de costos. Sé perfectamente lo que es trabajar: por eso escribo; para que, cuando mis cuentas bancarias rebosen de regalías, pueda aprender sin prisas el noble oficio de panadero.

Los verdaderos autónomos son una especie instintiva que no se guía por quimeras del éxito, sino por el empuje de su carácter indómito: la necesidad. Se les encuentra en los más diversos oficios, que van desde el comercio informal (merolicos, verduleras, vendedores de fayuca), hasta pequeños negocios establecidos (restaurantes, bares o gestorías); asimismo, están en todo tipo de talleres (de carpintería, laminado, panadería o hasta de escritura) y, por supuesto, en nuestros domicilios (jardineros, pintores, cerrajeros). También los hay con estudios universitarios: arquitectos, diseñadores, programadores informáticos; el listado tiende al infinito. Por su naturaleza insubordinada, todos ellos renuncian a las seguridades que brinda un salario fijo; aunque, en ocasiones, no tienen alternativa. Trabajadores solitarios, prefieren ir a su ritmo y no les gusta la competencia (intenten vender algo en un tianguis a ver cómo los reciben). No buscan salir de su «zona de confort», sencillamente porque no existe tal. Y, lo más importante, no tratan de convencer a nadie de nada.

Tampoco yo. Porque como ya lo puso Marguerite Yourcenar en palabras del emperador Adriano, en todo combate entre el fanatismo y el sentido común, pocas veces logra éste último imponerse.⁷

  1. La Teología del Emprendimiento, como ya se intuye, no es una religión; aunque no dista de serlo. Es una filosofía excesivamente demandante que requiere de mucha fe para leerse los textos completos de Los cuatro acuerdos, El secreto y alguno, cualquiera o, de preferencia, todos los libros de Robert T. Kiyosaki. También exige el uso de la memoria, pues sus feligreses habrán de aprenderse numerosos enunciados como: «Eres el promedio de las cinco personas con quien más te relacionas», «El camino al éxito es la actitud» y otras tantas de esa misma índole. Todo debe ser medido en puntos porcentuales y sus militantes siempre ofrecerán el 110 % de sí mismos. Además, al no emplearse en los «sueños de otro», su concepción de un día será de veintiséis horas e incluso algunos se jactarán de ser «buenos» lectores mientras los demás se pudren en sus oficinas. Estos entusiastas, no se ponga en duda, sacrificarán su vida en pos del trabajo, que es el único y verdadero camino del éxito — que, también se intuye, es el del dinero—. Pero sólo algunos iniciados, legítimos emprendedores, saldrán a predicar la palabra del éxito y hasta construirán sus propias oraciones.
  2. Paola, mi novia, me acompañaba en la ceremonia. Por cierto que un fulano de la fila posterior intentó convencerla, según recuerdo, de los beneficios digestivos del ganoderma. Argumento, como mínimo, cuestionable, pues tenía el vientre idóneo para tocar la tuba en una banda.
  3. Vocablo de origen hispánico que prefiero sobreponer al anglicismo freelance.
  4. Evito el peyorativo Godínez no porque me parezca denigrante, ya que la vida del buen perro de oficina puede llegar a serlo, sino porque se me antoja un chiste saraguato.
  5. Por cerca de tres años trabajé en el área de finanzas de una multinacional cuyo modelo de negocio pertenecía al de los suplementos alimenticios de distribución piramidal. Dos veces al año, en nuestro carácter de empleados, debíamos presentarnos «voluntariamente» a trabajar como staff en un congreso ofrecido para los mejores «empresarios» de toda América Latina y España. La única ocasión en que lo hice —entre el gentío era sencillo evadirse—, recopilé testimonios en un stand destinado específicamente para dicha actividad. Las «historias de éxito» me dejaron maravillado: iban desde un tipo que se curó la conjuntivitis aplicándose determinado producto en los ojos, hasta otro que se salvó de perder un dedo que se había mutilado entre el engranaje de una máquina de tortillas, introduciéndolo durante una semana en el sobre metalizado de otro de los productos. Su índice cicatrizó como un Cheto: torcidito y colorado.
  6. También impuse récord en PAC-MAN Doodle.
  7. Lean Memorias de Adriano. Su delicada prosa les dejará lecciones mucho más enriquecedoras que el Pequeño cerdo capitalista, del que tanto se les antoja beneficiarse.

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