Fantasía y realidad

Dos trenes en curso de colisión

Mauricio Acero
EÑES
7 min readOct 23, 2017

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Luisa conoció a Juan en casa de unos amigos. Después de un par de citas estaban oficialmente saliendo juntos. Los primeros meses fueron una especie de sueño para Luisa. Juan era todo un caballero, siempre atento a sus necesidades, siempre complaciente con ella, siempre con alguna idea interesante lista para ser expresada, siempre con algún plan genial para hacer juntos. Emocionada, Luisa comenzó a barajar la posibilidad de irse a vivir con él, algo que había soñado realizar desde hacía muchos años, solo que «no había encontrado con quién hacerlo». Una noche, habían quedado de ver una película en casa de él, reuniones que siempre acababan en sexo. Mientras preparaban la función de Netflix, ella le preguntó qué pensaba de buscar un apartamento para los dos. Él se detuvo con mirada perplejo y le preguntó por qué querría ella hacer algo así, si como estaban todo estaba bien. Le dijo que quería mantener su espacio, que era importante para él. Luisa no se enteró esa noche de que trataba la película y fingió quedarse dormida para no tener sexo, pero la verdad no podía dormir. Pasó la noche con una sensación sorda en su estómago y su garganta que pudo identificar claramente como frustración.

Cuando tenía 8 años, Pedro recibió de Navidad un regalo que esperaba con ansiedad desde hacía algún tiempo: un perrito. Lo nombró Paco y lo hizo su mejor amigo. Cuatro años después, Pedro y Paco eran inseparables. Pero un día, en medio de uno de sus paseos diarios, mientras Pedro paró frente a una vitrina a mirar una figura del Hombre Araña, Paco se soltó de la mano de Pedro y salió corriendo atrás de otro perro que pasó al lado. En su loca carrera, Paco fue atropellado, una imagen que el niño no olvidaría. Cuando cumplió 18 años, Pedro tomó la decisión de hacerse veterinario porque su «amor por los animales» le dejaba claro que esa era la carrera para él. Una tarde de su tercer año de carrera, un cachorrito entró en urgencias del hospital veterinario universitario. Había sido atropellado. Pedro, conmovido, se puso manos a la obra e hizo hasta lo imposible por salvarlo pero las lesiones eran graves y el cachorrito murió. Una sensación sorda en su estómago y su garganta comenzó a crecer y esa noche no pudo dormir. Él pudo identificarla como frustración.

Joaquín era un niño solitario. Su padre, un mayor del ejercito era frío y ausente, pasando varios días fuera de casa. Su madre pasaba largas jornadas frente al televisor o salía de casa, dejándolo solo la mayor parte del día. Desde pequeño había aprendido que llorar o pedir alguna cosa no funcionaría con sus padres, que poca atención prestaban a sus pedidos. Joaquín era frecuentemente retirado de las «conversaciones de adultos» que terminaban casi siempre en peleas que él escuchaba desde su cuarto. Así que se acostumbró a jugar solo en algún rincón apartado de la casa. En el colegio continuó con ese patrón de soledad. Poco hablaba y no hacía amigos, lo que desencadenó hostilidad de parte de sus compañeros que lo veían como un bicho raro. Con la llegada de la adolescencia, el deseo de encontrar un espacio en la vida social creció y por fin consiguió conectarse con otro muchacho, Germán, con el que compartía esa sensación de soledad que lo acompañaba. Sin embargo, esta amistad no duró mucho. Una tarde, Germán no llegó al rincón donde todas las tardes se encontraban. Después de un par de vueltas por el patio del colegio, Pedro pudo ver desde la distancia a Germán jugando fútbol con otros muchachos que él consideraba «sus enemigos». La rabia se apoderó de él. Una sensación sorda en su estómago y su garganta, que no pudo definir, comenzó a crecer y esa noche no pudo dormir. Unos cuatro meses después, Joaquín, quien no se hablaba más con Germán, sacó el arma de dotación que su padre guardaba en una gabeta de su escritorio y salió hacia el colegio, lleno de frustración y tristeza.

¿Qué tienen en común estas historias entre sí? Aunque parezca obvio que la respuesta es la frustración, la verdad es que puede ser más compleja que eso.

La frustración es una respuesta emocional que aparece ante un evento, situación o circunstancia cuyo desarrollo y/o resultado no era el que esperábamos. Ella llama otras emociones fuertes, como tristeza, ansiedad o rabia, y las instala en nosotros. Los tres ejemplos ficticios con los que abrí este texto nos muestran situaciones posibles en que la frustración se nos presenta, aunque pueden ser muchas otras. Todos, en varios momentos de nuestras vidas, sentimos y sentiremos esta sensación desagradable que puede despertar deseos de aislamiento, venganza o muerte, en diferentes magnitudes según quién la experimenta.

Luisa, la chica enamorada, colocaba sus expectativas amorosas en la esperanza de una vida en conjunto con Juan. La frustración viene en el momento que Juan comparte con ella sus propios deseos de espacio e independencia. Pedro, el veterinario, se siente frustrado e impotente al no poder salvar la vida del perrito, un recordatorio de su experiencia de infancia y la culpa propia que sintió al no poder hacer nada por Paco, su perro. Joaquín, el solitario, se frustra al sentir como su único amigo le es «arrebatado» por las personas que secretamente odia, lo que despierta en él un intenso deseo de venganza.

Todos ellos, y todos nosotros, que no somos muy diferentes, nos frustramos básicamente porque al enfrentarnos a ciertas circunstancias esperadas, no obtenemos el resultado que esperábamos. Y la mayoría de las expectativas nacen de las fantasías.

Aquí tenemos que hacer un paréntesis necesario para diferenciar la imaginación de la fantasía. La imaginación es un resultado directo de la observación de la realidad. Sus cimientos están profundamente enterrados en la realidad, a la que la imaginación modifica, con el objetivo de crear algo nuevo o resolver un problema. La imaginación no tiene más límites que la realidad misma, a la que transforma. Así, podemos imaginar cómo vamos a conseguir el dinero que necesitamos para pagar una deuda o cómo vamos a modificar una pieza que no funciona en un objeto que estamos creando. Podemos imaginar qué color podríamos agregar al cuadro que estamos pintando para expresar mejor nuestros sentimientos o podemos imaginar cómo le diremos a nuestros padres que nos vamos a casar con esa persona que ellos no aprueban. Podemos imaginar qué pasaría si caminamos por cierto barrio peligroso de la ciudad, lo que nos ayudará a tomar la decisión de si tomaremos ese camino. La imaginación es proyectada desde el mundo externo.

Por otro lado, la fantasía cumple la función básica de darnos placer y/o alimentar nuestros miedos e inseguridades. La fantasía es muy limitada y suele reproducirse en una especie de bucle, creando imágenes repetitivas que nos complacen o nos asustan. Así, podemos fantasear con conquistar aquella chica casada de la oficina, una noche en que ella, por casualidad, se queda encerrada con nosotros en un ascensor durante un apagón de energía electrica. O que de repente, como por arte de magia, somos unos ases del balón y, como buenos hinchas de un equipo, acabamos humillando al equipo adversario (claro, ganando un muy buen salario de crack). O podemos fantasear que al salir de casa y pasar frente a un bar de mala muerte, una pandilla completa de motociclistas exconvictos nos va a someter, golpear o violar. La fantasía nos confina a una imagen repetitiva, proyectada desde nuestro mundo interno, desligada de la realidad y, sin embargo, hace parte inherente del ser humano.

A estas alturas podría pensarse que fantasear es malo, pero la verdad es muy diferente. Las fantasías cumplen con lo que prometen: otorgar placer al que las usa. Normalmente nos dejamos llevar por las fantasías. En la noches antes de dormir, durante una reunión o clase aburrida o cuando esperamos a alguien o algo, en esos momentos de soledad, nos embarcamos en fantasías que nos protejen de verdades difíciles de digerir y tienen el poder de transformar el dolor en placer y de justificar nuestros miedos. El problema básico es que pocas personas las reconocen como lo que son, fantasías.

Al no reconocer tus fantasías, al confundirlas con la realidad, alimentamos una visión del mundo desligada de la realidad y ligada fuertemente a nuestros deseos y miedos. Así, Luisa, que creció soñando con una relación de cuentos de hadas, donde una relación perfecta se define con la frase «y vivieron felices para siempre», se choca duramente con la realidad de los deseos propios de la persona que ama. Pedro, que se hizo veterinario, tal vez con la intensión inconsciente de purgar su culpa salvando la vida de animales anónimos, se choca con la dura realidad de la muerte inevitable. Y Joaquín, maltratado y solo, fantasea con la muerte que vengará la «traición» del amigo que, simplemente, vivía su propia vida y tomaba sus propias decisiones.

Entender que muchas de nuestras creencias y decisiones se basan principalmente en la fantasía, en el deseo profundo de que el mundo se doblegue ante nuestro deseo, es un factor clave para enfrentar con mayor atención a la realidad, para modificar nuestro mundo, en la medida de lo posible, a nuestro favor, para superar las pérdidas, la culpa y la frustración con más facilidad.

Entender que nuestras fantasías y la realidad son dos trenes que no pueden cruzarse en las vías de nuestras vidas nos dará, con seguridad, más control sobre nuestras vidas.

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Mauricio Acero
EÑES

Psicoanalista, psiquiatra, geek, amante de los misterios biológicos del amor y los físicos del universo.