Furgón

Tomás Richards
EÑES
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6 min readJan 4, 2018

El tren todavía no arranca y ya casi no hay lugar. El único espacio vacío del furgón es el que ocupa la loca con sus cosas, su silla y sus cajas. «¡Pasen a mi bar!», grita cada cinco segundos. Su bar es una silla puesta contra una de las ventanillas del furgón. «No me ensucien el piso con los puchos», vuelve a gritar. Y dice: «Soy Mariana Maradona, la hermana de Diego Armando Maradona, la que salió en la contratapa de Diario Popular; Diego está viniendo en avión a buscarme y me va a presentar a todo el plantel de Boca y a Riquelme». Alrededor todos se ríen y los que van entrando distraídos en seguida se alejan.

Cada tanto, desde la multitud enlatada del vagón, algún valiente grita que «¡Callen a la loca! Ella no contesta». La chica con cara de Bob Dylan en los años sesenta, la que tiene un bebé, le dice al rengo que la acompaña, que debe ser su novio, que así no va a aguantar el viaje, que se bajen ahora y esperen el próximo tren. Él se ríe y dice que no. La loca todavía encuentra lugar para pasar entre nosotros, gritando que la secuestró gendarmería en el Bajo Flores.

Está muy sucia. Tiene unos guantes de polar roñosos y fuma cigarrillos de filtro blanco. Cada vez que se agacha, el culo le queda al descubierto. Es algo que prefiero no ver. «Soy Mariana Maradona», dice a los gritos otra vez. Para cuando el tren sale de Once, el calor y el humo de cigarrillo son bastante insoportables. La mitad de los pasajeros debe estar fumando. La loca se revuelca por el poco piso que le queda disponible y se agarra de las bicis colgadas de los caños. Empieza el olor a faso. En Once nadie fuma faso, pero cuando el tren arranca al toque los prenden. A la mezcla aromática se suma la transpiración de todos nosotros.

Ahora la que soporta el acoso de la loca es Dylan. En realidad, su bebé. La loca grita que quiere un bebé como ese, que quién le hace un bebé. Muestra un poco el culo. También pregunta si los bebés vienen con la cigüeña. Todos nos reímos, en parte de ella y en parte con ella. Porque, hay que decirlo, el chiste es bueno. Y ella da pena. Y gracia. Todos damos pena, pero ella más. Le habla a Dylan sobre el bebé y Dylan sufre, se ríe de forma nerviosa, se va poniendo colorada. El rengo no hace nada, medio que se caga de risa mientras las manos mugrientas de la loca le tocan la cara al bebé, que debe ser su hijo. La loca agarra el chupete del bebé. Al mismo valiente de antes le parece inadmisible que nadie haga nada, ni siquiera el rengo, así que grita: «¡Loca, dejá al bebé!». Ella contesta que quiere un bebé con los mismos ojos que ese. En Caballito, Dylan se baja con su bebé y el rengo. Primero tienen que luchar contra todos los que tratan de entrar, contra las bolivianas tetonas de edad indefinida e indefinible que cargan bolsas enormes, más grandes que ellas, contra las bicis puestas sobre su rueda trasera, contra los diez mil pibes que quieren entrar para fumar faso o base o puchos.

Misteriosamente, Dylan y su familia logran salir antes de que arranque el tren. Ya sin lugar para transitar, la loca se vuelve a su bar y se trepa al caño. Ahora, desde arriba, domina con la vista todo el furgón. A los recién llegados les grita otra vez su historia, les explica quién es ella, los invita a su bar y les ofrece sexo oral. Las nuevas risas de todos demuestran que nadie, ni el más drogado del furgón, osaría aceptar esa oferta.

Estamos cada vez más apretados y, sin embargo, a pesar de la falta de espacio y aire, cada pasajero encuentra lugar para realizarse, para llevar a cabo sus propias actividades recreativas: enfrente mío unos pibes toman merca. Se la ponen en el ángulo entre el dedo índice y el pulgar y aspiran. No se ve de dónde sale la mano, pero la mano está ahí, frente a sus narices y con merca. Cuando ya aspiraron se chupan la mano como si fuera la sal del tequila. Después se pasan la lengua por el paladar con ganas, como saboreando lo último de su ración de polvito. Otros fuman, se gritan cosas, se pasan el faso, toman birra en botellas de gaseosa, escuchan música en el celular. Las minas son las que van más apretadas, porque todos quieren estar cerca para rozarlas, apoyarlas, tocarlas o chamuyarlas. De todas formas, parece que les gusta, porque la mayoría de ellas no para de sonreír. Una mina que se sube al furgón nunca se queja de nada. Nadie se queja en el furgón. Si te vas a quejar del manoseo o del servicio de trenes, te subís a cualquier otro vagón con cara de indignado.

La loca grita una y otra vez que su marido la dejó por un puto. El tren va cada vez más rápido. Parece que en el furgón no entra nadie más, pero cuando frena en la siguiente estación queda demostrado que entra más gente todavía. Ahora el tren vuelve a acelerar. Se escucha la cumbia de un celular mixturada con el ruido de las ruedas contra los rieles. De allá de la punta llega una llamarada fuerte. Son los pibes que fuman base. Casi al instante de la llamarada llega el olor fuerte, amargo, metálico, de la pasta que se quema. El olor a porro es más suave, más soportable. Entre los dos perfumes, el ambiente se enrarece, la atmósfera se vuelve más amable, el calor desaparece. Uno ya no sabe si son sus manos las que le ponen la birra en la boca, si es su pie el que se apoya en el suelo o el que se apoya en otro pie. Trepada al caño, la loca pide birra y no le dan. Alguien le pasa una Sprite tibia, se toma un trago y el resto se lo tira en la cabeza. El que está debajo de ella la putea, pero como no se puede mover sigue mojándose y jodiéndose. Aunque está en campera, ella dice que tiene calor. Enseguida se olvida del asunto porque descubre a un chabón alto de pelo largo a su derecha, de espaldas a ella. Desde lo alto, le empieza a tironear de la colita, a hacérsela bailar. Él sacude la cabeza y logra apenas darse vuelta para putearla, pero ella sigue y el chabón se resigna. Sigue la llamarada tremenda desde la punta. Una boliviana muy petisa se escurre por debajo, por entre las piernas de todos nosotros, y no vuelve más. Puede estar desmayada o sentada. O muerta. Pero no se puede hacer nada por ella. De todos modos, no vale la pena hacer nada por nadie.

Ya los gritos de todos juntos van tapando a los de la loca. En algún momento se bajó del caño y debe estar hostigando a alguien por ahí cerca. Solamente se oye la furia del tren corriendo por los rieles, la cumbia del celular y los gritos de todos. Los miembros de los cuerpos ya no existen o son autónomos. Es todo carne contra carne desarmándose de a poco. Empieza a parecerme que nos vamos fundiendo todos en un solo cuerpo drogado. Muchas cabezas y un cuerpo solo. Un cuerpo blando, carnoso y transpirado que se adapta a la forma oblonga del furgón y rebalsa piel y huesos como forúnculos por las ventanillas y las puertas que no cierran nunca. El tren ya no para. Del paisaje exterior no se distingue nada, son todas rayitas horizontales de colores apagados. Solamente importa el ruido que generamos nosotros y el vapor tóxico que nos va poniendo más contentos cada vez. Eso es el mundo. Es la felicidad. El tren acelera tocando bocina.

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