Engaños y tretas de la mente
Guiño neuronal
Cali, 6 de agosto de 2016
Hago el crucigrama de El Tiempo del día 2 de agosto de 2016. En el 5 horizontal, tres letras, aparece la siguiente definición: «poderoso insecticida cuyo uso ha sido restringido». ¿Poderoso insecticida? Comienzo a darle vueltas al asunto y durante casi media hora barajo alternativas. Sé que es una sigla y empieza por D. El eco de su nombre resuena por allá en lo profundo de mi memoria caprichosa, pero no doy con él. Manipulo la D combinándola y pasándole revista a todo el abecedario para que la memoria suelte la presa. DA…, DB…, DC…, DD…, DE…, DF…, DW…, DX…, DZ… Nada. Pasadas dos horas finalmente renuncio.
Elena Ferrante. Bello nombre. Parece el de un perfume caro, el de una casa de moda milanesa en Vía Monte Napoleone, el de una amante festiva de la Dolce Vita o el de alguna variante de Tiramisú, postre de burdeles italianos que terminó aureolado y aristócrata en la mesa de nuestros restaurantes arribistas.
Hay una estela de conjeturas acerca de quién se esconde tras Elena Ferrante. Y es tan poderoso el enigma que si haces una búsqueda restrictiva en Google se cazan cerca de 400 mil entradas bajo este seudónimo. (No hay más de 500 mil entradas para Gabriel García Márquez, Miguel de Cervantes Saavedra apenas recluta 400 mil entradas, y Roberto Bolaño, un cuarto de millón. ¡Shakespeare encaja 35 millones de entradas!).
Empiezo a leer Crónicas del desamor, Ediciones Lumen Futura, 2016, una compilación de tres novelas de Elena Ferrante: El amor molesto (1992), Los días del abandono (2002) y La hija oscura (2006).
Y entonces ocurre el pequeño milagro. En la página 25 del libro, la segunda página de la novela El amor molesto, en el primer párrafo, leo: «Ese cuartito era un antídoto eficaz. Me inspiraba un terror que frenaba el ansia por la suerte de mi madre. En la oscuridad intensa, asfixiada por el DDT, era agredida por formas coloreadas que durante unos pocos segundos me lamían las pupilas y me dejaban sin aliento».
Mierda. Allí estaba la palabra que estaba buscando en la mañana para el crucigrama:
DDT. 5, horizontal. Poderoso insecticida cuyo uso ha sido restringido.
Sorprendente, ¿no?
Se rizaron los pelos de mi espalda cuando lo vi. Y un regocijo como de déjà vu me envolvió firme porque supe, en ese instante, que tanto los ya visto como mi DDT no son más que una nueva celada del cerebro juguetón. El cerebro es una compleja red neuronal destinada, entre otras, a evitar que suframos demasiado. Nos ofrece todo tipo de señuelos para que nos sorprendamos y experimentemos singularidades, epifanías, sueños, revelaciones, encantamientos, conjeturas y contenturas.
Repasemos el asunto. En la mañana, haciendo el crucigrama, reparé en una palabra perdida. Pero al mismo tiempo saboteé a mi memoria para que no me ofreciera una respuesta fácil: tendría que esforzarme. Sabía cuál era la palabra pero me las arreglé para velarla a través de capas y capas de desvíos, atajos y distracciones que la enmarañaron. Y luego, en la tarde, la veo sembrada en la novela de la Ferrante, destacada en mayúsculas en medio del párrafo. La recompensa fue ese regocijo, ese pequeño Eureka arquimediano. Las llaves perdidas en el fondo del cajón. Un billete de 50 mil pesos refundido entre la ropa sucia. Un déjà vu extraño. En el déjà vu lo que no buscas te encuentra. En mi DDT, te encuentra lo que ya no buscas.
El déjà vu y mi DDT están hechos de la misma argamasa mental de «lo tengo en la punta de la lengua, justo estaba pensando en esa canción que empezaste a tararear, crucemos los dedos que todo va a salir bien, tengo un pálpito, tuve un mal presagio o siento que alguien me está mirando». Todos, delicados guiños del cerebro.
3, vertical. Poderosa red neuronal creadora de trucos y engaños para seres que anhelan milagros. Siete letras.
