Guy Montag no es Jesucristo
No, no lo es. No se sienta en el prado a dar el sermón ni cura con sus manos al leproso. Sin ánimo de insultar, sino todo lo contrario, Guy es simplemente ignorante, y en su ignorancia, el personaje central de la novela cumbre de Bradbury, no es ni mejor ni peor que todos nosotros, simplemente se deja llevar, es parte del engranaje de la sociedad hiperconsumista que todo lo fagocita.
Guy Montag es un triste bombero, y es difícil ser esas dos cosas a la vez, pues en la realidad distópica que el autor nos presenta en su cuento, los bomberos son aquellos que luchan para aniquilar la peor de las armas contra la felicidad, los libros. Los libros, llenos de ideas contrapuestas, llenos de personajes peligrosos que pueden ser referentes no válidos en una sociedad donde lo mejor es ser simple, saber lo mínimo y actuar mecánicamente.
Podríamos pensar que a esta situación los personajes del libro han llegado tras una imposición gubernamental, tras muchas guerras y batallas, pero lo más terrorífico es que no es así. Allí han llegado tras años de velocidad y progreso, años en los que lo importante era recibir el mayor número de estímulos, los más bonitos posibles, los más felices y lo más rápido que se pueda. En este ambiente la mente se colapsa al punto de que no vale la pena pararse a pensar, no hay tiempo ni ganas. Pensar es dejar de ser feliz en esa burbuja. Y así vive Guy, y su mujer Mildred, y sus amigos, encerrados en sus burbujas comerciales, de colores y ruidos penetrantes, en sus trabajos donde lo importante es lo manual y no salirse de la regla establecida.
Pero el ser humano es especial, su materia gris no es tan fácil de controlar y un solo clic consigue que todo se desmorone, por eso algunos se suicidan «accidentalmente», otros pierden el sentido de la verdad y los más osados esconden libros para no sentirse tan extraños en un mundo de único pensamiento. Es peligroso, pero ¿no lo es más la falta de libertad para elucubrar, para negociar con el yo y diferenciar entre el bien y el mal?
Esas son las premisas por las que Ray Bradbury navega en la original e imprescindible Fahrenheit 451. Escrita en plena guerra fría, con ese monstruo nuclear acechando y con el auge de la tecnología, la distopía de Bradbury cierra el círculo del trío distópico del siglo XX, junto a Un Mundo Feliz de Huxley y 1984 de Orwell, que a tantos autores ha influenciado, y que escribe con la maestría de autor que le caracterizó ya en textos anteriores como Crónicas Marcianas o El Hombre Ilustrado, obras maestras del relato. En esta ocasión escribe un cuento largo o una novela corta, según el prisma con el que se mire, donde principio y fin están completamente abiertos y dejan que el espectador use su imaginación para contextualizar la historia.
No sé decir si es lo mejor que he leído de Ray Bradbury pero sí que es lo que más tiempo ha permanecido en mi memoria, y ¿no era esa la finalidad?, ¿incrustar el texto en nuestro cerebro aunque creamos que lo hemos olvidado? Eso es lo que hace con Guy, su personaje central. Lo hace sabedor de secretos que cree que solo él conoce pero que, en realidad, son sabidos por todos aquellos que quieran, o puedan, escuchar al mundo que los rodea.
Montag no es Jesucristo, nadie lo es, pero todos lo somos en parte, todos formamos parte de un todo donde la imaginación y culturas colectivas nos envuelve, todos sabemos algo de lo que el maestro contaba en sus sermones, seamos o no creyentes. Y de eso trata este libro. Todos somos y seremos responsables de aquello, que como sociedad, nos ocurra en los años venideros.