Hola
Se había convertido una rutina, al girar la calle donde vivían mis primos y después de dos paradas, ella se subía. Si había sitio se sentaba al principio del autobús y sino prefería quedarse en el descansillo de delante de la salida. Sacaba su móvil y no apartaba la mirada de la pantalla. Pasados unos diez minutos se comportaba como una suricata, alzando la cabeza y mirando a derecha y izquierda, intentando ubicarse. Cuando el conductor embocaba en la avenida 17 de marzo, apretaba el botón de parada solicitada y, sin despegar la mirada del teléfono, bajaba para perderse entre la gente.
Había creado un personaje para ella y me dejaba llevar por la historia que había imaginado. Si miraba el móvil era para enviarme un mensaje y cuando levantaba la cabeza era porque le había dicho que estaba por la zona y ella me buscaba con la mirada y cuando por fin me encontraba, bajaba sin dudarlo para ir a buscarme.
Me contabas tu último viaje o yo te contaba sobre el último libro que había leído, o quizás discutíamos sobre el último proyecto de ingeniería en el que trabajabas. Y cuando nuestros proyectos y aficiones habían saciado nuestro intelecto pasábamos a dar gusto a nuestro espíritu y nos embarcábamos en imaginar viajes: el transiberiano, una noche en el desierto de Australia, los Andes y una lista tan larga que necesitaríamos dos vidas para completarla.
Esta situación se alargo durante todo el primer año de universidad. Una rutina que se convirtió en mi periódico de la mañana, leer en mi cabeza el guión que había diseñado para los dos. Deseaba que fuera lunes, miércoles y viernes, que era cuando coincidíamos, para tener esas charlas donde el tiempo bailaba con nuestras miradas.
El curso pasó ya por su ecuador y sabía que esto se podría acabar si no hacía algo. Tarde o temprano uno de los dos cambiaría de rutina, de clases o de piso compartido y perdería ese momento mágico que ella me regalaba sin saberlo siquiera. Era sencillo, solo tenía que acercarme y decir algo, pero la inseguridad me ataba al asiento y vertía la semilla del miedo en mi conciencia.
Me paso por la cabeza que pensaría que era un loco que la perseguía, que gritaría nada más verme o cualquier otra reacción que hacía que me sintiera más inseguro. El listado de opciones era tan amplio y la capacidad del miedo de generar más miedo llegó a consumir todo mi espacio. Ahora ya no disfrutaba cuando la veía subir, ahora era una lucha conmigo mismo sobre si me levantaba o dejar de mirar y pensar en ella.
Ahora y con los años que me da la experiencia, se que perdí una oportunidad enorme de descubrir una amiga por dejarme dominar por mis miedos e inseguridades. En el fondo todo es mucho más sencillo, se trata de ir y decir algo tan simple, pero tan esperanzador como: «¡Hola!».