La casa donde crecimos

Carolina Ardila
EÑES
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6 min readNov 13, 2017
Imagen: @photolina

La casa donde crecimos está en venta. Nadie la habita desde hace meses cuando los últimos miembros de mi familia la dejaron casi vacía a mediados de año para establecerse en otros países. Pero como si fuese un ente con vida, desde entonces se ha ido deteriorando, como si de tristeza se estuviera entregando a morir.

La última vez que la vi fue en una foto que me enviaron con un cartel de «en venta» colgado en las rejas del frente.

En la mitad de una calle cerrada en Valencia (Venezuela), estaba el inmueble de dos plantas que compraron mis padres a principios de los 80. Una estructura espejo de la del vecino diseñada por el mismo arquitecto, minimalista y sin nombre —la casa, no el arquitecto.

Paredes y rejas blancas con detalles en gris verdoso era la fachada, la cara de nuestro hogar a visitantes y vecinos. El estacionamiento con pisos de caico desgastado por los efectos del agua y el sol con un murito que separaba el área del jardín de donde iban los carros era también un área frecuente para hacer la visita.

La puerta de entrada era de madera, pesada, que sufrió alguna vez de termitas, que iba de piso a techo y con una serie de ventanillas en línea vertical que dejaban pasar la luz al interior de la casa. Abierta siempre como nuestra familia y sostenida por una piedra que nunca supe de dónde salió, al cruzar el umbral te recibía un larguísimo pasillo que desembocaba en un patio delimitado por paredes blancas texturizadas con un frisado rústico, escenario para las infaltables parrillas familiares.

Al cruzar el umbral, a la derecha el estudio de mi papá, el baño de visitas, dos puertitas que camuflaban un depósito profundo debajo de las escaleras, dos salas, un jardín interno, un bar en una familia que practicamente no bebía sino vino, cocina, comedor y el área más concurrida, la sala de la televisión.

La casa tenía ventanales grandes por todas partes e incluso algunas áreas estaban separadas por puertas de vidrio tintado, que en épocas de temblores hacían un sonido tan particular que retumbaba y anunciaba el movimiento tectónico antes que ocurriera.

Nuestra familia estaba compuesta por mamá, papá, tres hijos varones, una única hija, la tercera pieza del set, y un perro que suponemos era mezcla de poodle miniatura con maltés. Joe tenía 13 años, 91 en años caninos, cuando tuvo que dejar su hogar.

Para ninguna especie, humano o animal, es fácil una transición de magnitud tal como mudarse de país, menos aún estando en la tercera edad, es por eso que Joe no emigró con ninguno de nosotros, se terminó quedando con una familia muy amiga que lo quería tremendamente, sin embargo no sobrevivió sino un par de meses la separación.

Pero volviendo a la casa, nuestra casa, en la que crecimos, que está en venta por poco menos de la mitad de lo que costó hace más de treinta años cuando se compró. El monto a estas alturas es irrelevante, aunque sería un logro si se vendiera a un precio ¿justo? vista la situación agravante y a pasos acelerados que atraviesa Venezuela, sin indicio alguno de que se le pueda poner freno, comparable a ser testigos de un accidente automovilístico mientras ocurre.

Pero yo no voy a explicar la situación de mi país. El tema es esa casa, de un costo calculable pero de valor inmensurable. ¿Será por eso que es tan difícil ponerle un precio a los recuerdos? ¿Por lo que le imprimimos a esas paredes de ladrillo y cemento lo que nos hace tan difícil dejarla ir?

Hace más de un año, cuando yo me fui de Venezuela, ya no vivía en esa casa, pero esas paredes están marcadas por nuestras vivencias.

En la casa en la que crecimos había una terraza techada inmensa, mucho más grande que mi habitación. Allí jugué con la casa de muñecas que me trajo San Nicolás, Santa Claus, el niño Jesús, escoja usted el nombre del personaje ficticio designado a traernos regalos los día 24 de diciembre de nuestra infancia. Recuerdo especialmente un conejito plástico azul lavanda que no era parte de ese set al que llamé Conny —estaba desbordante de creatividad en aquél entonces.

Mi memoria enlaza irremediablemente una escena, la veo casi como si yo no la viví, como una espectadora de mi propia vida. Una niña tal vez de unos 5 años, sentada en el suelo haciéndole las voces a los protagonistas plásticos de sus historias inventadas y que su hermano mayor se acercara sigilosamente por su espalda a asustarla.

Quedé traumatizada para siempre, nerviosa y con desconfianza a la vida y a las personas, por esa mala maña de mi hermano. Esos son los sucesos que nos moldean luego la adultez. Lo dejo acá por escrito para que quede constancia. Juan Manuel, sí, es contigo.

Esta escena se repitió a lo largo de los años, en todas los ambientes de la casa: el estudio, la cocina, la sala de televisión o mi cuarto.

En la casa en la que crecimos nunca tuve televisor. Yo al menos, mis hermanos eventualmente sí. Durante mucho tiempo hubo uno para compartir entre nosotros cuatro y otro en la habitación de mis papás. Ellos tenían una cama inmensa donde cabíamos todos, sin embargo yo insistía en acostarme en el suelo cubierto por una alfombra marrón en la que probablemente vivían todos los ácaros y todas las migajas de nuestra historia que nunca se lograrían sacar de allí.

De niña usé alguna vez esas paredes como lienzo. Mis dibujos eran inconfundibles: un círculo para la cabeza, palitos para el cabello, otro círculo más grande para el tronco y dos pares de palitos más para las extremidades.

Cuando mi mamá se dio cuenta de mi obra y me preguntó que si yo había sido la autora, negué con total seguridad. No me creyeron, a pesar que se me daba mejor eso de mentir en esos primeros años de vida que ahora.

Antes que naciera mi hermano menor, mi habitación era la más pequeña ubicada en un pasillo a la izquierda de la segunda planta. Allí tuve mis primeros delirios, no de grandeza o locura, sino por una fiebre alta que me hizo ver seres de sombra atravesando de un lado a otro como si no existieran paredes.

Cuando me hicieron upgrade a una habitación más grande, ya de adolescente, una vez me encontró Jose, el segundo de mis hermanos, acostada en el suelo. Probablemente él cambiaría el término «acostada» por «tirada», porque no esperaba caminar por ese pasillo y encontrar a su hermana en el suelo de ojos cerrados y luces apagadas. Yo sufría de migraña y ese era el tercer día con dolor constante y agudo.

En la casa en la que crecimos, en la cocina desproporcionalmente pequeña en relación al resto de la casa, se quemaron teteros en ollas metálicas, explotó el horno a gas, mis padres charlaban en las noches acompañados de una copa de vino de los conflictos y desacuerdos laborales del día, se sacaban las cuentas de la rentabilidad de la línea de producción de la fábrica que él dirigía, se cocinaba a cuantas manos quisieran participar y religiosamente me senté en la esquina del tope del mueble entre el fregadero y el microondas apoyando los pies en la puerta del gabinete de las ollas hasta descuadrarla.

En la casa en la que crecimos se hicieron pijamadas, fiestas de cumpleaños dobles para mi hermano y para mí con payasos, se organizaron reuniones familiares, karaokes, e incluso tocó el grupo de música que tenía mi hermano mayor en aquel momento y por el cual los vecinos llamaron a la policía.

La casa en la que crecimos tiene grietas probablemente de tanta música que retumbó entre esas paredes, siendo de hecho el principal intérprete mi papá. Algunas épocas el instrumento de su elección fue la flauta, otras mucho más largas fue el saxofón.

En la casa en la que crecimos peleamos como perros y gatos, nos gritamos, nos lanzamos puertas, me machucaron un dedo, me mordieron una mano (y no fue el perro), lloramos, nos perdonamos. Y esas son solo mis memorias, algunas. ¿Cuántos recuerdos más no alberga esa casa? ¿Cuántos sueños y planes de futuro? Allí dio sus primeros pasos mi hijo, en esas escaleras de filos de piedra me debo haber hecho mis primeros raspones, una iniciación o preparación para todos las caídas que sufriría después en la vida.

Escribo todo esto como me llega, como olas, como si subiera la marea y se estuviera llenando el cuarto de agua, porque de repente me golpea la posibilidad que pueda olvidarlo todo y naufragar. Porque aunque no planeemos volver o aunque lo hiciéramos, la casa en la que crecimos está en venta. ¿Cómo se vuelve a la ciudad en la que creciste si ya no puedes volver a tu hogar?

La casa en la que crecimos tiene su pintura desgastada. En algunos sitios se cae a pedazos, se marchita, como quien muere porque el corazón que bombeaba la sangre a cada rincón de su cuerpo, ya no está.

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Carolina Ardila
EÑES
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Como diría Alicia, la del país de las maravillas: A duras penas se quién soy. Se quién era cuando me levanté, pero he cambiado varias veces desde entonces.