La culpa es de Proserpina

Manu
EÑES
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7 min readDec 3, 2017

La culpa es de Proserpina... Yo sabía, yo sabía. Mariano repetía la frase como un mantra mientras las azafatas explicaban cómo colocarse el cinturón de seguridad.

Diez horas antes ni se le hubiese ocurrido que ahora estaría en un avión. Otra vez, subiéndose de apuro y lleno de incertidumbre. Sacó el pasaje a último momento, pagando su peso en oro como si fuera un equipaje extra. Es que no había tiempo. Cuando la azafata pasó cerca le preguntó nuevamente a qué hora iban a aterrizar. Como los chicos, que preguntan una y otra vez, no para saber la respuesta sino para que ésta cambie. En ese viaje iba a preguntar dieciséis veces en las 12 horas 50 minutos que duraba el trayecto Madrid-Buenos Aires.

También en las horas de viaje, ansioso y sin poder dormir, iba a recordar toda su historia con Proserpina como si fuera una película.

A Proser la conoció en una fiesta de la FADU, en el año 2007. Mariano se acordaba bien del momento en que le habló por primera vez. Lo había repasado mil veces en su cabeza y, curiosamente, también en un avión, pero con destino europeo. «Tenés nombre de remedio» le había dicho, con una sonrisa llena de Fernet. Qué pelotudo, por Dios. Ella había ignorado el comentario y le había explicado, como quien repite un discurso ensayado, que su nombre era por una diosa romana. Que el mito decía que, cuando Plutón (o Hades según los griegos) la raptó, dio origen a la primavera. Y que era la reina del inframundo así que no le rompa las pelotas.

Le había costado levantársela. Ella no quería saber nada. Ya tenía el viaje a Madrid planeado y no quería complicarse. Esa era la excusa oficial. Pero igual tuvieron algo. Tres citas. Ni la mejor carne de La Brigada alcanzó para convencerla de quedarse. Partió y, en tiempos donde Facebook no existía, le perdió el rastro enseguida.

Cuando le comunicó a su familia que se iba a ir a buscarla a Madrid lo trataron de loco. Sus amigos, con un diagnóstico más acertado, le dijeron pollerudo. Iba a tirar todo a la mierda por una mina que apenas había visto un par de días. Pero no le importó. Con la cabeza llena de historias hollywoodenses se sacó un pasaje de ida apenas se recibió.

Los primeros meses fueron difíciles. Se instaló en un cuartito mugroso en el barrio de Villaverde, en la calle Arenas. Lejos de todo y de todos, se dio cuenta que Madrid era una ciudad enorme y gris como esos edificios de mármol que la componen. Todo cambió cuando se la cruzó por primera vez, un domingo en el Rastro (como no podía ser de otra manera). Ella se alegró mucho de verlo. «Qué casualidad… es el destino» había dicho. Creía mucho en el destino. Él no le confesó que la había ido a buscar para no contradecir esa noción. Era de esos que pensaban que los sacrificios son más puros si son anónimos.

Empezaron de nuevo.

A los tres meses ya estaban conviviendo. Él seguía de lavacopas en un bar, en esa época nadie quería contratar a un arquitecto sin papeles recién recibido, pero ella con su pasaporte italiano había conseguido un buen laburo de diseñadora y se pudieron alquilar algo más o menos lindo en Chamberí. Ahora viene la parte de la película que pasa siempre en fastforward. La de los mejores momentos, pero la que se olvida más fácil. Mariano no quería acordarse de todos esos días en los que los gallegos del bar lo escuchaban decir, suavizando las ye, «lo que pasa es que allá no se puede vivir, no es como aquí, esto es otra cosa».

Ya no le importaba su familia, sus amigos, su club. Salvo un par de llamados protocolares de cumpleaños, en esos años casi no se comunicó con nadie de este lado del charco. En parte era por Proserpina. Ella se había ido mal, odiaba todo lo relacionado con «esa tierra de mierda» y la deprimía escuchar cualquier noticia. Él se hizo más español que nunca. Cambió el «che, boludo» por un «oye, tío». Parque Patricios por El Retiro. El Globo por el Atleti. Ahora, volviendo en el avión, se acordaba avergonzado del día que le dijo a sus nuevos amigos del bar que ir a la cancha era mucho mejor en España, más civilizado. Que en Argentina ya no se podía ir, que estaba lleno de inadaptados. Como si existiera en el mundo un estadio más lindo que el Ducó.

Pero mejor no pensar en eso. El avión estaba lejos de Buenos Aires y todavía faltaba mucho. Mariano prefería acordarse del día en que le picó el bichito por primera vez. Habían discutido con Proser por alguna boludez, de ésas sin importancia. Bajó al bar de la esquina a calmar la bronca con una San Miguel. Y ahí fue cuando vio en el televisor, después de mucho tiempo, unos minutos de su querido Globo. El locutor decía que el Huracán de Cappa era el equipo sensación. Que había goleado 4 a 0 a «el River» y que se acercaba a la cima. No podía ser, tenía que ser un error. Pensó en sus amigos, y por primera vez en mucho tiempo los extrañó. Días más tarde encontró una excusa cualquiera para llamar a su padre y como quien no quiere la cosa, antes de despedirse, le preguntó por Huracán. El padre, que siempre en los llamados navideños lo despedía estoicamente, no pudo contener las lágrimas. «Tenés que venir, no sabés… es como el 73.»

Esos días Mariano los sufrió un montón. Se dio cuenta de lo mucho que duelen las distancias cuando son urgentes. A pesar de la implícita prohibición de Proserpina, volvió a estar temporalmente con la cabeza en Buenos Aires. El 21 de junio de 2009 fue un día muy importante para él. Fue el día que decidió volver. Durante la tarde le había dejado en claro a Proser que se iba a escuchar el partido por internet a un cibercafé. A ella no le gustó nada pero él se fue sin darle tiempo a pelear. Un empate de Vélez y una goleada de Huracán lo pusieron de buen humor. Faltaba solamente una fecha y el Globo había trepado a la punta y acariciaba la hazaña, como le gustaba repetir al relator cada cinco minutos. La vuelta al departamento fue dura. Discutieron un montón. Proserpina le preguntaba angustiada: «¿Por qué me hacés esto? Tan bien que veníamos». Él respondía ofuscado: «No entendés nada». Sí que entendía. Ella sabía muy bien que si él se volvía a Buenos Aires no lo iba a ver nunca más. Se lo dejó en claro y él no supo cómo responder.

Dos días más tarde se reconciliaron. Él le juró nuevamente amor eterno, y le prometió que no iba a mirar más noticias de Argentina, ni de fútbol ni de nada. No iba a tirar a la basura dos años de relación así nomás. Ese mismo día sacó unos pasajes a Cuenca, para irse a pasar el fin de semana a un pueblo lejos de la ciudad.

Así podría terminar la película, con final feliz.

Pero el destino es muy puto y no se deja torcer tan fácil. Lo que no tuvieron en cuenta es que ese fin de semana no se definía el campeonato. Por ser día de elecciones en Argentina, no había fútbol. Todo se pasó para el domingo siguiente. Y él lo tomó como una señal. Sin decirle nada sacó un pasaje. Por un error de cálculo (o una traición del inconsciente) lo sacó para el sábado. Como para no tener que decírselo hasta el último momento posible.

A pesar de que le juraba que iba a ser temporal, después de todo era un pasaje ida y vuelta, por las dudas puso todas las cosas que no se llevó en una caja para evitarle el mal momento. Dicen los vecinos que esas cosas volaron por la ventana segundos después de que el taxi dobló la esquina.

Cuando el avión tocó tierra en Ezeiza eran las cinco de la tarde, del domingo cinco de julio de 2009. Desde que Mariano tenía memoria siempre los partidos importantes se jugaron a las seis y media. Este era una final pero por alguna razón se jugó a las 15:10. Salió del avión apurado y apenas se encontró al primer ser humano, en el control de equipaje, le preguntó por el partido. Medio indignado y medio resignado, el hombre de migraciones respondió: «Pobre Huracán, no sabés cómo los cagaron».

Mariano no esperaba esa respuesta. Él se imaginaba llegando con el tiempo justo, pero con la posibilidad de tomarse un taxi y aparecer por el barrio. Llegar a su casa, como quien viene de comprar cigarrillos, acomodarse en el sillón y sin decir otra cosa preguntarle a su viejo: «¿Ya empieza?».

Pero el destino no siempre se deja cambiar. Mariano ya lo sabía, y Proserpina también. En ese momento él se acordó de ella. De su enojo. De su puteada final, casi como una maldición. De su historia mitológica y sus condiciones incumplibles. Después de todo, en el mito griego de Orfeo, fue Proserpina la que le impuso la condición de que solo podía sacar a su amada del infierno si no miraba para atrás en todo el trayecto. Orfeo no había podido evitar mirar para atrás. Y Mariano tampoco.

El empleado del aeropuerto seguía hablando y, mientras Mariano pensaba en esto, él seguramente le habrá contado que Huracán jugó mejor. Que el arquero había atajado un penal, que le habían anulado un gol válido y que el gol de ellos había sido foul al arquero. Que merecían ganar y que había sido un robo grande como una casa. Pero a él no le importaba. Cuando volvió a prestarle atención al empleado, éste estaba concluyendo que la culpa era del árbitro.

Mariano sonrió y le dijo que no, que de Brazenas no, que él ya sabía que la culpa era de Proserpina.

Porque rara vez los personajes mitológicos escapan a sus destinos.

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Manu
EÑES
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Viajando por ahí. Tratando de escribir boludeces por el camino.