La espera en tres momentos

Fernanda Rio
EÑES

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29 de julio, 2014, 6.4Mw. Oaxaca.

Esa noche llegamos a la tercera posada. Tenía una decoración barroca en donde todo, hasta sus habitantes, era ornamental. Peces de plástico, suéteres de perro, vasijas de barro, zapatos hechos maceta. La promiscuidad de los objetos era asfixiante. En el fondo, trazando un semicírculo, estaba el jardín en una penumbra espesa y húmeda que nos absorbía como agua profunda. Nuestro cuarto era inmenso pero solo tenía camas y una mesa inestable recargada en una pared naranja oscuro. Podíamos ver las arañas colgando de sus telas atrás de las cabeceras y las lagartijas en las esquinas. Era más fácil extrañar nuestras casas abrazadas de esa lluvia invisible y los colchones anónimos utilizados por quién sabe cuántos cuerpos. A pesar de todo nos quedamos dormidas.

Abrí los ojos en la oscuridad. El silencio de la montaña era absoluto, no entendía porqué había despertado, así de golpe, sin razón. Me concentré en las tablas del techo, en la ventana a mi lado, en volver a dormir, pero sentía que algo se acercaba, como el vómito que trepa hasta la garganta sacudiendo los músculos, pero la convulsión venía desde fuera y la sentía con un tacto ajeno, apenas adivinándola. Una vibración comenzó a sacudir la ventana, ascendió al tejado y bajó a los soportes de las camas, la lluvia dejó de escucharse y de pronto solo había un zumbido. Los adornos empezaron a caer. Yo intentaba entender eso que había visto llegar, pero toda la montaña rugía. Grité y desperté a todas. Grité y corrí hacia la oscuridad dulce y tibia del jardín. Cuando salimos y nos encontramos con esa posada que habíamos conocido horas antes, hasta entonces, entendimos que habíamos visto la tierra temblar.

15 de junio, 1999, 7.0Mw. Puebla.

Una vez que se ha visto la tierra trepidar es difícil sentirse en casa, sentía muy vagamente a los ocho años, en calzones, mientras observaba mi garage ondearse como una bandera. No era mi casa a lo que le tenía miedo, ni a los postes de luz que tronaban, ni a los perros haciendo un solo ladrido al unísono. Era esa vulnerabilidad tan súbita, tan feroz, que mordía los dedos de mis pies descalzos sobre el pavimento. Un golpe. Una trepidación. Una oscilación. Aquel cerrarse de lo abierto y abrirse de lo cerrado de Carpentier. La tierra ya no era una casa, sino un desajuste de capas, un reloj imposible de leer. Las casas de Dios habían colapsado, los cruces se habían desviado, el Centro Histórico se había derrumbado. Pero antes, mi hermana y yo corrimos el extenso pasillo que separaba nuestro cuarto de la puerta principal como una caída eterna. No parecía posible que las paredes pudieran doblarse, crujir, ir y venir como árboles en otoño. Pero así era, iban y venían. Y cuando logramos salir nos encontramos con ese mundo extraño del esperar: esperar a que termine, a la réplica, a que papá conteste, a que esté bien, a que esta escena apocalíptica vuelva a ser un día de escuela común, a que el estremecimiento se borre de la memoria y las construcciones. Esperar a que llegue la amnesia y se lleve esta fragilidad o la conciencia de ella. Esperar a tener, de nuevo, el control sobre la vida.

19 de septiembre, 2017, 7.1Mw. Ciudad de México.

1.
Tomé mi cabeza entre las manos y esperé a que se detuviera.

2.
Esperábamos los tres alrededor de una radio de pilas en un bar oscuro. No esperábamos la luz que se había ido hace cuatro horas, no esperábamos llegar a casa. No sabíamos qué esperábamos. Los reporteros hacían énfasis en las palabras más alarmantes de sus frases: colapsó, murió, se derrumbó, desapareció. Parecía, por lo que relataban, que la parte sur de la ciudad ya no existía. Antes de perder la luz y las redes telefónicas habíamos visto decenas de vídeos de edificios cayendo, gente gritando, azoteas que explotaban y subían al cielo en una humareda. Nos servimos más cerveza y esperamos a que se terminaran las pilas de la radio también.

3.
Luto nacional, se le dice, a esos míseros tres días en los que callamos la tristeza por haber perdido hasta la seguridad de quedarnos en casa, bajo nuestro techo. Las personas en el metro por la mañana parecían contener el terror a que los túneles se rindieran sobre sus cabezas. Hay que saber que si un mexicano no hace chistes ni chismes es porque —lo que sea— le caló hondo. Nadie se hablaba, nadie se veía a los ojos. El hipocentro del mexicano estaba herido, triste. No había que declarar luto nacional para que se sintiera en cada centímetro de asfalto y aire.

4.

¿Y Dios?, se preguntaban las personas en las calles. No vi a nadie rezar ni durante ni después del temblor. En un templo cholulteca se leía: «Por daños en nuestra iglesia la misa se cancela. Recuerden que lo único que no puede derrumbarse es la fe». Y no se había derrumbado, solo llevaba forma de cascos y palas y botellas de agua. Al siguiente día se supo que casi todas las iglesias habían perdido sus cúpulas —como en el 99— y ese domingo no había a dónde ir a misa. Parece un mensaje, tal vez del fin del mundo, tal vez del nuevo orden mundial o de la ira de dios, decían creyentes y ateos mientras pasaban latas de atún entre sus manos.

5.

Toco los monumentos de la plaza y siento que hay algo en las piedras, un camino imposible de acortar entre el principio y el presente, como si para comprender el lenguaje de esos escombros tuviera que correr interminablemente. La distancia enfurece. No puedo extender los brazos y tocar el recuerdo. No puedo acortar la distancia con el pasado. Lo que haya pasado quedó ahí, en la ruina del tiempo, firme entre las cintas que acordonan las estucturas dañadas. Pero los edificios hablan y cuentan mucho más que la Historia. Quién diría que el cemento derramado en el adoquín empezaría a hablar de corrupción, de negligencia y amiguismos. Que nuestros adorados edificios, nuestro patrimonio, nuestras casas, nuestras oficinas nos dirían con tanta elocuencia la podredumbre del país entero y que de sus entrañas de varilla herviría la rabia de toda la sociedad civil. La distancia enfurece. Enfurece no poder recordar como iban todos esos azulejos en las fachadas, los detalles perfectos en las cornisas, pero enfurece más todo esto que brota de los escombros, enfurecen los cuerpos, los permisos falsos, 19 niños que ya no están, decenas de trabajadoras anónimas y barridas como si solo fueran ruinas. Todo duele.

6.

Entonces recuerdo esa ceremonia a la bandera en la primaria un 19 de septiembre de dos mil y algo. La directora lee las efemérides de la semana y se detiene en el terremoto de 1985. Su voz rota cruza el patio y nos confunde a todos. Pensamos que también hemos sentido temblores y que no es para tanto. Pero ella nos cuenta sobre los derrumbes, los cuerpos en las calles, en los parques, las familias buscando de un punto al otro de la ciudad, el caos absoluto. Cuando comienza a llorar le arrebatan el micrófono y termina la ceremonia. Eso es lo único que recuerdo del 85, las lágrimas de un adulto y el miedo a vivirlo algún día.

7.

Ya pasaron dos semanas y los edificios de mi calle siguen acordonados, en vilo, sin ser derrumbados ni habitados. Quisiera caminar sin pensar en el temblor pero no puedo, quisiera dormir pero no puedo. Es esa sensación de nuevo, la que tuve a los ocho años, que no me permite volver a ese momento previo, es esa vulnerabilidad, esa sacudida. No me queda más que esperar a que desaparezca. Entonces me repito: nadie más perderá su casa, no habrá más cuerpos fluyendo sobre las manos y el asfalto, nadie más perderá su casa, no más cuerpos apilados, cierra los ojos, nadie más perderá su casa, no más familiares mudos esperando cuerpos con vida, nadie más perderá a nadie.

La tierra no nos va a devorar.

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