La irreversibilidad del tiempo

Fernanda Rio
EÑES
Published in
4 min readSep 6, 2017

Nada queda
de la casa en la que nací
Luciérnagas.
. Taneda Santoka

1.

Desperté y mi padre ya había muerto. Su cuerpo dejaba salir bocanadas de aire como golpes. Me acerqué a él y recorrí su rostro con mi mano, parecía estar dormido con mucha fiebre, estaba tibio. Le hablaba muy bajo pero no me respondía. Todos alrededor me miraban con algo de pena, como si entendieran un concepto básico que yo no. Le di un beso y esperé a su lado. Cada minuto su respiración era menos constante, los gemidos pasaron a ser susurros, los susurros a ser silencio. Su piel se fue azulando y enfriando muy lento.

Estoy segura de haber reconocido a mi padre cuando me levanté esa mañana y toqué su cara, recorrí su frente, era mi padre y era su piel; podría decir que vi convertirse a la persona en cuerpo, al cuerpo en cadáver, vi escaparse la energía y la sustancia que lo hacían ser él. Pensé en los rosales que cuidaba de niña, en hallarlos marrones y secos después de un largo invierno e intentar alimentarlos de nuevo, revertir el frío, recuperar la energía que guardaban en sus tallos. Él estaba ahí acostado, era él porque era su rostro, era él porque era su cuerpo, pero no era mi padre. Era una vasija, un almacén vacío. Quería hacer lo mismo que con mis rosales, pero no sabía qué había cambiado, qué había escapado ni a dónde había ido.

2.

La energía no es recuperable, según la termodinámica, si un proceso se invierte. Es decir: toda energía que se extraiga a un sistema físico no volverá a este. Si una piedra se lanza desde el punto más alto de una montaña, la energía se convertirá en calor al rozarse con el suelo rocoso y crear fricción. Esta energía es irrecuperable, la piedra no puede exigir esa fuerza para subir de nuevo la montaña, el proceso es irreversible. Esta energía irrecuperable se llama entropía. Toda acción o intercambio energético genera entropía: mover un brazo o caminar en la calle o alimentar un molino de agua; la energía se transforma pero no vuelve a ser la energía del río ni el cuerpo vuelve a su equilibrio anterior. Así es como se descubrió la dirección del tiempo: nos dirigimos a un momento con mayor entropía que el anterior. El desgaste de los cuerpos, el acercamiento al caos y la pérdida de energía es lo que delimita el sentido del universo. El reloj corre en la dirección que aumenta la entropía, es la flecha del tiempo: el hecho irreversible por antonomasia es la muerte.

3.

Dos años después volví a pasar por la calle en donde vivíamos. Hay mucha paz en saber que existe un lugar en el universo del que conoces cada centímetro. A pesar de la mudanza fugaz, de los viajes, del no volver, del tirar todo, ahí estaba la calle, sus mismos hoyos en el pavimento, los mismos vecinos, las mismas palmeras, las banquetas. Una geografía que guardo en mí como un país entero. Me acerqué al número 12, a los ladrillos oscuros, al pasto que nunca crece y al garage inclinado que me dio tantos problemas cuando aprendí a usar la bicicleta. Mi casa se había convertido en una escuela primaria, con una reja blanca y un letrero de lona en la azotea que anunciaba inscripciones del siguiente periodo. Mi casa se convirtió en otra vasija, otro almacén que ahora generaba otros recuerdos, probablemente esta estructura sería el escenario de miles de infancias como la mía. Esta vez era evidente qué había cambiado, a dónde había ido. Aunque hubiera querido volver, hubiera vuelto a un cuenco, a un cascarón.

El lugar al que vuelvo ya no existe.

4.

De pronto el tiempo dejó de parecerse a una flecha y se convirtió en un montón de capas que se sobreponen, como si se pudiera construir una casa sobre otra, un recuerdo sobre el otro o untar voces sobre las voces como nuevas manos de pintura que encubren los restos de un color anterior. En esa casa de mi infancia pinté la pared del jardín con mi mamá; un muro viejo y húmedo que tiraba la pintura como piel seca. Había que retirar uno a uno los pedazos de pared que se hinchaban y vencían sobre el concreto y después pasar la nueva pintura con el rodillo y la brocha, pero cada vez que lo hacíamos el color anterior brotaba y traía consigo la conciencia de un tiempo pasado. Esos muros parecían resistirse al presente y al futuro, eran testigos mudos de la evolución de mi familia, de mis pasos, de mis juegos y mis mascotas y yo era testigo de su existencia, de cómo se erguían a mi alrededor protegiendo y delimitando el diminuto universo del jardín.

¿Qué pasa cuándo ya nadie se fija en la existencia de esa pared? ¿La memoria será también irreversible?

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