La luz que no se apaga, Rosario Castellanos

Lou Parra
EÑES
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4 min readApr 10, 2017

El reloj dicta que es de madrugada, la noche me envuelve mientras leo la última carta que Castellanos (1925–1974); le escribe a su hijo Gabriel. La lágrima parte como partió una madre y una maestra, y en su correr se asoman las últimas palabras de aliento que Castellanos le dicta a su descendencia putativa. Transcribo, entonces:

¡Somos tan poco! ¡Nos consolamos con tan poco! Yo, por ejemplo, borro todas las cicatrices del pasado, desatiendo todas las presiones presente, me olvido de todas las amenazas del porvenir con sólo mirar una tarjeta postal a colores que representa el Calendario Azteca y que dice: estoy muy contento. Saludos. Y firma Gabriel.

Y la escritora se nos va, pero nos deja con la máquina del pensamiento en marcha. ¿Qué sería de la vida sin esos detalles minúsculos que le dan sentido a nuestra existencia? En un día cualquiera, el chispazo de lo cotidiano llega con una voz cadenciosa al celular, las formas corrugadas en la pared del baño, o la canción pretérita y vigente que suena en la radio. En otras palabras, el momento justo en el que la cabeza del fósforo toca la lima de la caja y el fuego empieza.

Cuando Castellanos escribe sus últimas palabras, es embajadora de México en Israel, y en ese momento, su hijo se encuentra de vacaciones en México. Ella apunta sin saber lo que pasará después, y con ello, deja una caja de cerillas, un contenido selectivo al que se puede volver, una y otra vez, solo para prender la noche interior. Y es que hay que decirlo, después de sor Juana y junto a Elena Garro, Rosario deviene la guía por generaciones para escritoras y escritores. Sus ojos abisales, que resguardaban el arco de sus cejas, y sus labios compactos, regresan la luz memoriosa de la mujer que nos recita al oído.

Hace un año, en una cena con unos profesores de literatura, a donde llegué de «colada», hablábamos de los últimos días de Castellanos. De la duda surgió el cotilleo: ¿piensas que se suicidó?, ¿la mataron o fue un accidente? Recuerdo que contesté que si se leían cuidadosamente sus últimos artículos periodísticos, de 1971 a 1974, salía a relucir la entrega con la que Castellanos vivió su vida personal. No solo era embajadora de México en Israel, sino también una escritora consagrada, una maestra de literatura en la Universidad Hebrea de Jerusalén, y una madre que ante las puntadas de su hijo, disfrutaba. El suicido me parecía innecesario. Y en el ámbito político, este fue el momento más conservador de Castellanos —muy probablemente por su cargo como embajadora—. Para mí, finalicé, estos artículos mostraban a una escritora que disfrutaba su quehacer profesional. Aunque, claro esta, ¿quiénes somos nosotros para juzgar más allá de sus letras?

En este año escolar me tocó dar clases sobre la chiapaneca, y estaba feliz de compartir con los estudiantes esos chispazos literarios. Me fascinaba la idea de que Balún Canán (1957) fuera parte del currículo de una universidad inglesa y que los estudiantes quisieran saber más acerca de esta escritora. Les expliqué por qué en dicha novela el punto de vista de la niña era significativo para entender las divisiones innecesarias y lacerantes de clase, etnicidad y género, en un México que no ha quedado tan atrás. Discutimos la lectura que la mexicana había hecho de Simone de Beauvoir y Betty Friedan, para preguntarse, ¿cómo se llega a ser mujer? Y recitamos una hipótesis:

Debe haber otro modo que no se llame
Safo ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.
Otro modo de ser.

Imagino a Castellanos prendiendo, en esos segundos eternos, esa lámpara que nunca se apagará. Hace cuarenta años de aquello y Rosario sigue presente, desde su última tarde en Tel-Aviv, hasta cada mañana en la Rotonda de las Personas Ilustres en la Ciudad de México.

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Lou Parra
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Medioescribo mientras ando, el resto es edición y réplica. Twitter: @Lou_Parra_