La prosperidad del desierto
I
—A esta altura, ya no necesitamos la ayuda de Mario —dijo Diego.
—A esta altura no necesitamos la ayuda de nadie —respondió Ernesto.
—Solo necesitamos esta noche, que no llueva y hacer el pozo.
Perseo para algunos; Funes para otros, escupió. Cara de diablo que saliva la tierra.
Los pasos firmes de Varela en el barro. En el lodo pantanoso de esa noche casi lluviosa. Luces, faroles, linternas. Música de radio en la camioneta. Los borcegos de Varela pisando la lluvia pretérita. La montaña, quieta. El cuerpo desaparecido. Meses desaparecido.
A seiscientos treinta y siete kilómetros, a eso de las seis y veinte, Mario se levanta, prepara café y sale al patio. Las paredes, las tapias, cubiertas por la enredadera. Una enamorada del muro. El paso lento del barro levantándose por el único árbol de la cuadra. Casi nadie tiene un árbol así en la ciudad. En verano es nido de murciélagos y ratas. Mario mira como si ese patio ya no le perteneciera. Quizás porque Isabel ya no estaba. Creyó por un minuto que algún día dejaría de fumar y ese minuto junto con esa creencia le ennegrecieron el rostro. Todo lo que había en el mundo se le había prendido como una garrapata. Todo lo malo. —A vos se te prenden todos los vicios, Mario, eh—. La voz de Ernesto en ese tiempo era carrasposa y casi melancólica, como si al fondo de sus palabras hubiera una mesa sola, con un sifón verde de soda apoyado, y las puteadas de Ernesto sobre una mesa azul. La mesa de chapa. La pintura gastada. Corroída. Se habían hecho amigos en la escuela secundaria y ya no se habían separado.
Mario fuma despacio. Es siete de septiembre.
—¿Y para qué necesitaríamos la ayuda de ese pelotudo?
—No sé, él siempre sabe cosas…
—¿Cosas cómo qué? A ver, dame un ejemplo.
—No sé. Si él estuviese acá, seguro nos daba una mano con el pozo. Terminaríamos más rápido.
—No confío en él. Siempre tiene algún pero. Vos porque le sobás el lomo.
—¿Por qué salís con eso? Ves que sos, eh.
—Mario no tiene que saber nada de esto, ¿escuchaste? Na-da. Pelotudito. A ver si me ayudás un poco antes de que se largue la lluvia con todo.
Perseo Funes sabía que iba a llover, por eso luego de hablar agarró la pala y le dio duro a la tierra. No era fácil hacer un pozo en esa parte de la montaña, pero estaba convencido de que se podría. Qué pozo, una fosa común era. La pala golpea contra el piso. La tierra sale y parece brotar desde la misma tierra. Nacimiento del nacimiento del nacimiento. El caos, el génesis y la muerte en esa montaña, a seiscientos treinta y tres kilómetros del cigarrillo que Mario fuma solo en el patio. Tres hombres en la montaña no están del todo seguros si hicieron bien «el trabajo», si alguien los vio, si Varela sabe, si Mario ya se fue a trabajar al diario; el trabajo está hecho. María Luisa Guevara yace en el piso, muerta. La lluvia amenaza en forma de truenos. Remolinos de viento enlutan el lugar. Un hilo de sangre seca cuelga de los labios muertos de María Luisa Guevara. Pobrecita. Nadie merece morir así. Nadie merece morir. Nadie merece. Nadie.
—Dame la pala que sigo yo. Si sabía, ni hacía el trabajo.
—Callate y seguí que se larga.
Varela avanza hacia lo frondoso. Bosque en la montaña. El calor de diciembre le hace brotar la transpiración. El gobernador, pensar en lo que dice el gobernador le da más calor. Que tiene que encontrar el cuerpo. Que no puede seguir siendo una incógnita. Todo el mundo va a pensar que la policía de la provincia no sirve para nada. Y no se equivocan, piensa Varela. Como él no se equivocó cuando sacó a los pedos a Perseo Funes de su casa. Quién sería si no él. Pero no había pruebas. Lo llevaron a la comisaría, se lo interrogó y al no obtener respuesta, la policía de la provincia lo cagó bien a trompadas. En el pecho, en la espalda. Uno le dio un trompadón en la cara.
«Ya te voy a agarrar solo, Varelita», le dijo al otro día cuando lo vio en la puerta de salida. Salida para Funes. Puerta de entrada para Varela. Luego, agarró para su casa. María Luisa Guevara no lo esperaba. María Luisa Guevara esperaba que Varela o algún puto policía encontrara su cuerpo enterrado un metro y medio bajo tierra en medio de la montaña. Verde. Musgos, víboras.
Varela transpira. Busca algo que no sabe qué es. Suena el teléfono. El jefe le dice que por hoy dejen de buscar, que Perseo —para algunos— Funes —para otros— está en la comisaría y quiere confesar.
—Dale, dale, dale dale, dale, dale, metele.
—Esperá, no soy una máquina. Quetecré.
—No me creo nada, pero apurate que no llegamos más.
—Yo no tengo la culpa de que hayás discutido con tu esposa.
—Callate y seguí.
Las gotas de lluvia eran cada vez más gruesas. María Luisa Guevara había nacido en Yacanto, cerca de San Justo, y ahora las manos a su alrededor cargaban tierra y la sepultaban.
—¿Vo qué te pensaste? Que ibah a hacé lo que quería. No, querida, acá mando yo y a mí… ¡a mí nadie me pasa por encima! A mí se me respeta, ¿mentendé?
Perseo Funes le hablaba al cuerpo, a lo que quedaba de María Luis Guevara. También se hablaba a sí mismo. Se mentía a sí mismo. La sangre se espesaba en su voz. Un trueno negro salió en forma de coágulo de la boca de María. La lluvia arreciaba. Comenzó a llover de tal manera que tuvieron que subirse a la camioneta para irse. El cuerpo a medio enterrar.
La confesión de Perseo, que para ese momento era Funes, no duró mucho. Algunas personas en el pueblo dicen que la confesión no duró nada; otros, que no existió. Perseo llama por teléfono a la comisaría y dice que quiere confesar.
—Pero si usted es el culpable, va a decir dónde está el cuerpo.
—No, no soy culpable, solamente quiero confesar.
—Enseguida tiene que llegarse hasta la comisaría, señor Funes.
—Enseguida iría, pero no me puedo mover, ya saben. Esta pierna… ¿pueden venir a buscarme?