Las externalidades positivas del turismo

Una mirada crítica al caso japonés nos enseña que el turismo sirve para conservar nuestro modo de vida y nuestro patrimonio sin que apenas nos demos cuenta

Fito
EÑES
5 min readAug 5, 2017

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Voy a hablar de turismo, ahora que arrecian los movimientos «antiturismo» en España. Y lo voy a hacer criticando a uno de los países que más admiro y quiero: Japón. Específicamente voy a hablar de sus externalidades positivas, que quizás no son tan evidentes desde un país acostumbrado al turismo como España. Mi tesis es la siguiente: la importancia del sector turístico repercute sobre la calidad de vida, los servicios y las cualidades estéticas de nuestras ciudades.

Habitualmente tenemos tendencia a pensar en la secuencia lógica inversa: es precisamente nuestra calidad de vida y la belleza del país la que atrae el turismo. Pero la cosa no es tan fácil: detrás de una industria turística potente hay mucho más que monumentos bonitos y un estilo de vida atrayente. El turismo ha requerido —y requiere— de esfuerzos del poder público que tienen repercusiones positivas sobre la calidad de vida. Y es dudoso que estos esfuerzos tuvieran sentido económico en todos los casos si no se hiciesen para favorecer el turismo.

Pondré algunos ejemplos de a lo que me refiero:

(1) un urbanismo caro que aspira a mantener la tradición arquitectónica,

(2) la construcción de más y mejores medios de transporte,

(3) políticas más intensivas de seguridad pública,

(4) una preocupación acrecentada por la limpieza y el esplendor de los espacios públicos y, por supuesto,

(5) una política activa de protección y adaptación del patrimonio histórico y cultural del país en todas sus formas (monumentos, museos…).

Ahora bien, ¿nos hemos preguntado lo suficiente por qué son países como España o Francia los que destacan en el poderío de sus sectores turísticos? Para entender mejor cómo de interrelacionado está el turismo con la preocupación de los poderes públicos por estos asuntos miremos a otro país. A Japón.

A primera vista, Japón es un país de gran solera: una tradición e historia únicas, buen transporte, monumentos centenarios y una cocina reputada. Sin embargo, si miramos a las estadísticas de la Organización Mundial del Turismo (OMT), Japón ni se encuentra entre los diez países que más visitantes reciben, ni entre los que más ingresos generan. De hecho, en 2014 Japón solo recibió unos 14 millones de turistas, menos de una cuarta parte de los recibidos por España, tercer destino mundial.

¿Qué ha hecho Japón diferente de otros países europeos que pueda explicar este desfase a priori sorprendente?

Pues una de las razones es que Japón, al contrario que la mayoría de los países europeos, no ha abandonado su modelo de economía desarrollista. Las ciudades japonesas han sido prácticamente desmanteladas, a excepción de ciertos reductos y de sus monumentos (templos y santuarios principalmente). Cierto es que muchas de ellas quedaron arrasadas en la II Guerra Mundial. Sin embargo, otras tan importantes como Kioto quedaron prácticamente intactas en la guerra.

Kioto, después de la II Guerra Mundial (izquierda) y en la actualidad.

Uno de los campos de conocimiento experto más reputados en Europa ha sido la restauración arquitectónica. Cuando en España hay un edificio céntrico antiguo se procura restaurarlo conservando su esencia estética. Y el Estado suele coadyuvar generosamente a ello.

Eso no ha sido siempre así en España. De hecho, durante la época del desarrollismo de los 60 muchas ciudades se vieron despojadas de edificios históricos. Un ejemplo podría ser el Paseo de Almería que solía lucir muy diferente antes de esta época. El resultado de desarrollismo es la postal actual.

El Paseo de Almería en la primera mitad del s. XX (izquierda) y en la actualidad.

Pues bien, en Japón este fenómeno del desarrollismo no acabó cuando el país adquirió un nivel económico alto. La mentalidad desarrollista determinó que se buscase la solución de construcción más barata, al margen de otras consideraciones.

Algunas consecuencias —quizá anecdóticas pero representativas— de esto son, por ejemplo las siguientes:

  • En Japón la línea eléctrica de las ciudades no está, excepto en zonas muy concretas, soterrada.
Una calle típica de una ciudad japonesa.

Y no, este look postapocalíptico no tiene «encanto asiático». Es feo. Punto.

  • Las tradicionales viviendas japonesas, las machiyas, están en verdadero peligro de extinción en ciudades como Kioto.
Casa tradicional japonesa.

Estos son solo algunos ejemplos entre muchos de los efectos de esta mentalidad. Sea como sea, la consecuencia es que, a excepción de ciertas zonas muy reducidas, apenas se puede encontrar en Japón una postal de su arquitectura y urbanismo tradicional.

Una calle del barrio de Gion, en Kioto. Este barrio es uno de los pocos que aún conservan la arquitectura y el urbanismo tradicional japoneses.

Para los japoneses, sale más a cuenta derruir estas viviendas tradicionales para levantar complejos de apartamentos.

O para instalar parkings en medio de las ciudades, que deben ser muy rentables.

Por supuesto, el Estado nunca dio incentivos suficientes para acabar con este fenómeno y apenas existe una política urbanística que merezca su nombre. En la obsesión desarrollista industrial del gobierno japonés y su concepción «Japón S. A.», no cabía el turismo. Y la inexistencia de una política urbanística y de conservación del patrimonio arquitectónico era consistente con ese punto de vista.

El resultado es que las ciudades japonesas están masificadas y han perdido prácticamente todo su encanto tradicional.

Y si bien hay muchas consideraciones, que se salen de mi propósito aquí, acerca de lo que esto significa para la calidad de vida en Japón, de momento es llamativa la conclusión a la que llega el muy japonófilo Alex Kerr en su —muy recomendable— libro Dogs and Demons: Tales From the Dark Side of Modern Japan: la obsesión de los japoneses por el desarrollismo a toda costa ha conseguido desconectarlos de su tradición cultural.

De vuelta a España, pues, creo que nuestra preocupación por el turismo ha hecho que tengamos incentivos para conservar nuestras ciudades. Y que protejamos con gran ahínco —a un coste alto a veces, cierto— nuestro urbanismo y nuestro patrimonio tradicional.

Posiblemente este es un efecto poco visible del turismo. Pero en mi humilde opinión, y espero haberles convencido de ello, es real y muy valioso.

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Fito
EÑES

Los hechos son hechos y las opiniones personales.