Cuento

Libertad

Jesús Arriola Rivera
EÑES
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3 min readFeb 22, 2018

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Ahí está otra vez nuestro carcelero. Inmóvil. Sus hostiles ojos negros, propios de su raza, recorren la celada de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba abajo, de abajo arriba. Luego se detienen en mí. Me mira por lago rato, como examinándome. A mí, que soy de ojos verdes, la negritud de los suyos me produce desconfianza. Quiero abalanzarme sobre él, despedazarlo, sacarle los ojos; pero los barrotes lo protegen. ¿O acaso nos protegen a nosotros?, como asegura Stepánovich… No, no es así. Stepánovich es un idiota. Pero aquí viene, ha dado dos pasos hacia adelante. Saca unas oxidadas llaves de su bolsillo. Volteo a ver a Stepánovich, esa sanguijuela rubia cuyo verdadero nombre ignoro. ¡No puedo creerlo, el muy cobarde se ha arrinconado! En su temor, ha comenzado a musitar algo en una lengua extraña. «¡Cállate, estúpido!», le digo. Guarda silencio, para después reanudar su jerigonza «Se gnorízo apó tin kópsi. Tou spathioú tin tromerí, se gnorízo apó tin ópsi, pou me viá metráei ti gi…Ben ezelden beridir hür yaşadım, hür yaşarım, hangi çılgın bana zincir vuracakmış? Şaşarım». Escucho un chirrido y me giro de golpe: nuestro carcelero ha abierto la puerta. De pie bajo el umbral, guarda sus llaves en uno de los bolsillos de su pantalón y toma su garrote. Abre la boca. Las palabras salen de ella arrastrándose, incomprensibles. Una rabia inexplicable comienza a apoderase de mí. Si no se va, me abalanzaré sobre él y lo devoraré. ¡Cómo se atreve a perturbar la tranquilidad de esta celda! Stepánovich tiembla y chilla. Nunca lo había visto tan asustado. «Du wirkst nicht. Alles bleibt so stumpf. Der Stein in Sümpf. Sei guter Dinge! Macht keine Ringe». «¡Silencio, sabandija!», bramo. Stepánovich por fin se calla. Nuestro carcelero no ha dejado de mirarme en todo este tiempo. Vuelve a abrir la boca. Las palabras fluyen con ligereza y se arremolinan en mis oídos. ¡Por fin las comprendo! «Eres libre, Eleuterio». No lo creo. Me acerco a ese hombre gris vestido de negro y le exijo que repita la sentencia. «Eres libre, puedes irte.» ¡El terror, el terror! El terror se apodera de mi cuerpo poco a poco. No me engañan; sé cuál es la verdadera sentencia. ¡He sido condenado a muerte! «¡Muévete, Eleuterio, ya eres libre!» ¡No, no, no! Me tiro al suelo y me aferro a sus pies. Siento cómo las lágrimas abrasan mis mejillas. «¡Tengan piedad de mí!», suplico. El carcelero sonríe. Mi desgracia lo hace feliz, lo sé. Así son todos, solo pueden alcanzar la felicidad mediante el sufrimiento ajeno. «Allá afuera te comerán los caníbales», me dice Stepánovich entre risas lúgubres. Lloro. El carcelero me ase de un brazo y comienza a arrastrarme. «¡Vamos, levántate!», su ronca voz taladra mis tímpanos. No tengo opción, tengo que matarlo; solo así podré volver a la celda. Me pongo de pie… ¡No, no puede ser! Hay otro carcelero frente a mí. «¿Y a este qué le pasa?» «No quiere ser libre». Ríen a carcajadas; sus equinos rostros se deforman. Entre los dos me toman, cada uno de un brazo. Caminamos por un largo y estrecho pasillo flanqueado por celdas, todas oscuras. Comienzo a vislumbrar una luz a lo lejos. Se hace más grande conforme avanzamos. Es la muerte. Los caníbales están allá, al otro lado, esperando. Despedazarán mi cuerpo. Engullirán mi carne cruda. Grito. Suplico. Todo es inútil. Hemos llegado a la salida. Soy libre. Soy hombre muerto.

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