No me entero de nada

¡Jaime Rubio!
EÑES
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5 min readSep 29, 2017

Lo paso muy mal en el dentista. No es que duela, porque doler, no duele, pero estoy siempre en tensión, preguntándome qué estará tocando y si me va a romper algún diente. Por eso apenas me lo pensé cuando mi doctor me ofreció la posibilidad de sedarme.

— Nada, solo tienes que inhalar óxido nitroso y enseguida te entrará una sensación de tranquilidad y bienestar. No te vas a enterar de nada.

— ¿Pero es anestesia general?

— Qué va. No llegas ni a dormirte.

— Pues venga, probemos.

Desperté desnudo en un descampado. Estaba mareado, pero logré ponerme en pie y avisar a una señora para que llamara a la policía, cosa que hizo sin dejar de arrearme con el bolso.

— Pero no me pegue.

— ¡Es que está desnudo! ¡No lo puedo evitar!

— Tiene razón, me hago cargo.

La policía me llevó al hospital, al verme una cicatriz en el costado. Allí me hicieron unas radiografías y, para mi espanto, descubrí que tenía un tercer riñón.

— Ostras, perdona —se disculpó mi dentista en cuanto le llamé, ya desde casa—. Es que he empezado a trabajar para una mafia rusa y no me aclaro. Tendría que haberlo hecho al revés. Quitarte uno. Mira que me lo apunté y todo. De todas formas, ni te preocupes: ese riñón está medio muerto y no te va a molestar para nada.

— ¿Por eso me sedaste?

— No solo por eso. ¿Verdad que estuviste más tranquilo?

— Sí, eso sí.

— Pues ya está. Por cierto, durante la limpieza te he visto dos caries. Deberías venir la semana que viene.

A alguno igual le puede sorprender que acudiera a la cita, pero es muy difìcil encontrar a un dentista de confianza. No, en serio, mira qué dientes. Cuando vuelvo muy cargado del súper acostumbro a llevar una bolsa en la boca. Y no me hace nada de daño. Como para arriesgarse con vete a saber quién y acabar llevando una dentadura postiza en dos semanas.

— ¿Quieres la sedación? —me preguntó cuando volví a su consulta.

— No sé, la verdad.

— ¿No estuviste cómodo?

— Sí, no me enteré de nada.

— ¿Entonces?

— Es que desperté en un descampado. Con un riñón de más.

— Todo tiene sus pros y sus contras. Si prefieres la anestesia local, son dos pinchazos y listo. La decisión es tuya.

— Mira, paso de agujas. Dale a la sedación.

Desperté desnudo en un descampado. Casualmente pasaba la misma señora, que me reconoció y, nada más verme, me despertó, me saludó, comenzó a sacudirme con su bolso y llamó a la policía. Tenía otra cicatriz, esta en el otro costado, así que me llevaron de nuevo al hospital.

— Joder, ya te vale —le dije a mi dentista algo más tarde.

— ¿Qué ocurre? ¿Te molesta la boca?

— No, es que ahora tengo cinco riñones.

— Sí, sí. Los estoy guardando ahí. Es que estoy de obras en casa y mañana cortan la luz. No los puedo tener en la nevera porque se pondrían malos. Pero, vamos, no hay peligro. Vida normal.

— Me paso el día meando.

— Vida normal, pero meando mucho. El caso es quejarse. Por cierto, una de las muelas la tenías fatal y habrá que hacer una endodoncia. ¿Puedes venir la semana que viene?

No quería cambiar de dentista a mitad de tratamiento, que eso siempre es un follón, así que acudí a la cita.

— ¡Hoy no quiero que me sedes! —grité nada más entrar a la consulta. Pero mi dentista se lo imaginaba porque me atacó por la espalda y me colocó la mascarilla en la boca. Se había escondido detrás de la puerta y había pegado un salto como un ninja. Como un ninja de cincuenta y dos años y tirando a fondón.

Desperté en el mismo descampado. Esta vez vestido. Con un riñón en la boca. La señora me estaba pegando igualmente.

— Pero, mujer, que llevo los pantalones —dije, mientras me guardaba aquel órgano en el bolsillo de la chaqueta.

— Ya lo sé, hijo, pero es la costumbre.

Llamé enfadadísimo a mi dentista desde el autobús.

— ¿Pero qué cojones haces? ¿A cuento de qué me metes un riñón en la boca? ¿Pero quién sale ganando con esto?

— Calla, calla. Resulta que vino la policía a la consulta y tuve que actuar rápido.

— ¿Pudiste hacerme la endodoncia, al menos?

— Sí, por supuesto. La boca de mis clientes es mi prioridad. Esto de los rusos está bien como sobresueldo, pero quienes realmente pagáis mis facturas sois vosotros, los clientes de confianza. Por cierto, vente la semana que viene, que le echaremos un vistazo a ver qué tal están esas dos muelas.

— Me vas a drogar.

— No, no. Solo vamos a comprobar que todo está bien.

— Pero no me drogues.

— Que no, hombre, que no.

— Si me drogas no vuelvo, te lo digo en serio.

Desperté en una cárcel de Tailandia. Me habían robado los zapatos y la camisa. Tenía varias cicatrices por todo el cuerpo. Gracias a la ayuda de mi compañero de celda, un proxeneta austriaco, conseguí que uno de los guardias me dejara hacer una llamada. No me salió gratis: a cambio, tuve que escuchar su propuesta para solucionar el conflicto catalán. Me tuvo tres horas atendiendo, pero he de reconocer que lo que decía tenía sentido. ¿Aunque de dónde iban a sacar los mossos a cincuenta o sesenta conejos gigantes?

— Joder, Jaime, lo siento —me dijo mi dentista en cuanto me reconoció la voz—. Todo iba muy bien: te saqué los tres riñones que no eran tuyos, uno de los tuyos, un trozo de hígado… Pero nos confiamos. El mafioso ruso y yo pensamos que podríamos usarte para meter cincuenta kilos de heroína en Europa.

— ¿Pero qué…?

— Tranquilo, tranquilo. Soborné al juez y lo ha tenido en cuenta.

— ¿Ya me han juzgado?

— Estuviste unas semanas en coma. Pero no te preocupes: veinte años pasan rapidísimo.

— ¿Veinte? ¿No has dicho que le sobornaste?

— Sí, pero en pesetas.

— ¿Pero cómo me haces esto?

— Cuando salgas, tienes un cuarenta por ciento de descuento en el blanqueamiento por el que preguntaste el otro día. Para que luego digas.

— ¿Pero tú crees que con eso vas a compensar veinte años de mi vida?

— Con buena conducta podrías salir en doce.

— Quiero un setenta por ciento.

— Cincuenta. Que algo tendré que sacarme.

Por supuesto, no soy idiota. Cuando fui a verle, doce años más tarde, no dejé que me sedara. Para el blanqueamiento, claro. Pero sí para todo lo demás. Porque después de aquellos años en la cárcel acabé con la dentadura y las encías hechas un desastre. En el economato había poca fruta fresca y menos seda dental. Un desastre.

— ¿Te sedo, entonces?

— Sí, dale.

— ¿Estás seguro?

— Hombre, mucho más cómodo.

— La última vez te enfadaste.

— Ya se me ha pasado. Hace doce años de eso, no soy tan rencoroso.

Desperté desnudo en un descampado.

— Oiga —dijo la señora de siempre, algo mayor, pero sacudiéndome con el bolso igualmente—. ¿Usted no tenía piernas antes?

— Joder, pues sí.

— Ya, lo siento. ¿Y cómo ha sido?

— El desgraciado de mi dentista. Me seda y se aprovecha.

— Nunca he probado la sedación.

— ¿No? Pues lo recomiendo. Es lo mejor. Yo no me entero de nada.

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