Ocupación poética

Una invectiva en tres asaltos

Gustavo González
EÑES
7 min readMay 31, 2017

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1. Me fastidia la extrema facilidad con la que algunos sujetos, a quemarropa, se atreven a autodenominarse «poetas». De entrada porque la poesía, como género literario, es el más riguroso de todos los géneros existentes; pero también porque la actividad de escribir se considera un oficio, precisamente, porque demanda un aprendizaje arduo: nadie alcanza el rango de comandante en jefe sin saber cómo manipular un fusil. De lo contrario, se dispararía en un pie al garrapatear su segundo verso.

Escribir es el perfeccionamiento perpetuo de la lectura. El entrenamiento necesario para adentrarse en las hondonadas ríspidas y los inextricables senderos que supone la literatura genuina. Desde mi propia trinchera ensayístico-narrativa, puedo asegurar que decidí que sería escritor — título del que, además, entre más escribo más distante encuentro — en el momento en que la lectura, más que entretenimiento, se convirtió en una incursión. Es decir, cuando rompí el cerco que las emociones generadas por el hilo argumental de una novela, por ejemplo, me imponían. El lector neófito no es más que un títere en manos del escritor: un señuelo emocional al que los verdaderos artífices tratan como si odiaran: lo emboscan con empatía, lo conducen por superficies minadas, ametrallan su esencia. Como lector, no existe un momento más arriesgado para emprender la campaña de la escritura; no obstante, algunos ingenuos — terroristas literarios — enarbolarán una causa que terminarán transgrediendo: todo entrecomillado-poeta será secuestrado por los excesos de la oscuridad frívola o el rimar edulcorado. Y, como decía Witold Gombrowicz, el exceso poético cansa.

Recuerdo que en su fugaz taller de novela, Antonio Ortuño inició con una advertencia táctica: «La literatura está hecha de decepciones: si pretenden escribir para presumirlo, para cautivar a alguien, escogieron el camino más lento y difícil». Una semana después de aquel ultimátum, del grupo inicial quedábamos menos de la mitad. Me permito la digresión porque, para muchos, el primer encuentro con la poesía sucede durante la adolescencia, como un paliativo para las inquietudes del primer (des)amor. Si el interés es auténtico iniciarán su propia búsqueda literaria; si no, serán incapaces de distinguir, ya no la buena poesía de la mala, sino un poema de una barbajanada. Sin embargo, conviene admitir que estos púberes no están perdidos del todo: en su inquietud reside el dilema de desertar o alistarse en una tradición inabarcable. Lo que aporten a esta, si acaso lo hacen, será el resultado del empeño con el que escriban — el ahínco, se deduce, con el que lean — . Más preocupante es la situación de los optimistas incompetentes: embusteros armados con una docena de lecturas — incluida alguna atroz traducción de Así hablaba Zaratustra — que no diferencian notoriedad de calidad literaria. Lo que buscan es la popularidad y la fama que asedia a todo autor consagrado, más les repugna el inexorable trabajo que implica ascender en esta escala de mando. En ese sentido, el mayor defecto de la poesía radica en su sencillez aparente: su brevedad atrae a los haraganes.

2. En una conferencia impartida en la Université des Annales en 1927 y recopilada en A propósito de la poesía, el ensayista y poeta francés Paul Valéry establece la ambivalencia que existe en el vocablo poesía: «Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona. Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra. Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido».

A lo largo del texto, Valéry revela la divergencia que existe en el espectro lingüístico que, sostiene, es el único instrumento con el que el poeta cuenta para satisfacer no sólo los aspectos melódicos del uso de la palabra, sino también sus aspectos intelectuales: «Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro». Vuelvo a mi trinchera ensayístico-narrativa: al escribir prosa he descubierto que los procesos mentales que me llevan a encontrarle solución a una oración subordinada dentro de un texto, son los mismos que utilizo para encapsular una fórmula matemática en una hoja de cálculo. Por supuesto que esto no tendrá ningún sentido para quien, por un lado, no escribe y, por el otro, tampoco trabaja con algoritmos. Pero es sin duda una muestra categórica de las implicaciones del trabajo con el lenguaje. En contraste — creo que ya queda bastante claro — , la frontera entre la música y la poesía es en exceso ambigua. Pero, para pasar de trovador errante a consagrarse como poeta, el sendero de lecturas es abrupto e interminable. Así que no se confundan: no basta con componer algunas canciones, tampoco importa si estas son más o menos célebres entre los amigos o, por el contrario, completamente perecederas. Todavía menos pesan la popularidad, los likes o los follows. Porque lo primero es leer; y la literatura, disciplina fundamentalmente solitaria, es antitética a todo ello.

Pero regresemos al discurso de Valéry. En él, el autor de El cementerio marino arremete con gran lucidez contra el escribir poseso; en otras palabras, contra aquellos entrecomillados-poetas que sólo son capaces de escribir un par de versos cuando les son dictados por insólitos instantes de inspiración: «Esos momentos —de un valor infinito—, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale sólo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior». Lo que significa, entonces, que la creación poética consiste en capturar ese instante, que el propio ensayista denomina «la esencia de la poesía», para subyugarlo dentro de los límites de la estética a través del trabajo con el lenguaje. Y no las frasecillas abstrusas que algunos incautos escriben en la imprecisa pero descomunal frontera entre la estulticia y el culteranismo. Previo a cualquier tentativa de innovación literaria es esencial entender los distintos parámetros contenidos en el lenguaje, así como la diferencia entre lo poético y la poesía; de otro modo, no se pueden romper las estructuras clásicas — por rígidas que estas sean — si no se conocen.

Termino este asedio con una apostilla: el conflicto de la poesía — y el de la literatura misma — no se limita al manejo de ese fusil de asalto que puede ser el lenguaje. Resulta determinante para todo escritor mantener en la mira el potencial revolucionario de lo que escribe (en el sentido innovador pero también subversivo de la palabra) y su carácter político. Lo primero no es más que honestidad literaria: se ha escrito tanta poesía que es casi imposible ofrecer algo que valga la pena de ser leído; lo segundo, una disyuntiva: elegir bando o asumir el riesgo de verse en medio de un fuego cruzado: canónicos contra inconformes; académicos contra irracionales; antipoetas contra nerudianos.

3. Enfrentemos la mala poesía, o mejor dicho, las huestes de entrecomillados-poetas. Esos que a la más ligera provocación se entregan gustosos a los lugares comunes y las frases prefabricadas: para no batallarle, para ahorrarse el esfuerzo que significa la búsqueda de propuestas legítimas e ideas propias, en sus textos se multiplican estereotipos como las garrapatas que invaden el pelaje de cualquier bestia desahuciada. Indoctos pero entusiastas, recurren al escribir oscuro no por profundidad poética sino por falta de contenido. Sus poemas, pues, no dicen nada. Ese vacío — el de la falta de contenido — sí que es profundo: sus textos carecen de imágenes y metáforas no por falta de voluntad, sino por ignorancia. O redundan en estas por el mismo trastorno, que no es abundancia de estilo. Y es eso lo que camufla — o pretende — su ausencia de claridad. Amparada, por supuesto, en concatenaciones verbales inadmisibles por la desmesura de sus pretensiones excéntricas. Además de su terrible escritura; es decir, su fraseo mutilado que juzgan verso. Pero por mí no se disciplinen, sepultureros de la poesía, porque finalmente yo escribo prosa y ya en ella carezco de potestad alguna. Entonces sería oportuno citar el apotegma de Gombrowicz, aquel que advierte que de la poesía no se debe «escribir en tono poético». Por eso, parapetado en mi trinchera ensayístico-narrativa, ametrallo citas: para defender la República literaria de tanto falsario blindado de pretensiones.

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