Papeles viejos

A veces me gusta escribir.

Dabalche
EÑES

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Maps me mandó por el camino más corto, pero no el más seguro en una ciudad bastante lejos de casa.

Sin teléfono ni efectivo, y para evitar «que vayan a pensar que soy un idiota porque me metí en la peor parte de la ciudad» me puse una camisa para que no notaran los raspones en los codos y busqué el otro par de gafas, las que llevaba me las rompieron. Esa tarde, los organizadores del congreso habían dispuesto un ágape de bienvenida, o algo por el estilo. Pedí un celular prestado para mandarles un mensaje a mis padres por WhattsApp para decirles que no se preocuparan si recibían una llamada «medio rara» de mi número.

Pero de eso no quería escribir. En realidad, y como no se me ocurre de qué escribir voy a transcribir. Un garabato ficcional que, obvio, nunca terminé pero sirvió para morigerar el mal trance.

Está escrito en un cuaderno que siempre llevo de viaje pero nunca uso. Eso no sé qué tiene de relevante pero bue... El cuaderno es amarillo.

10 años antes del nacimiento de Giordi había muerto el último niño inmunizado del vecindario. Antes, rebelión era una palabra noble…

Me fui, al interior, a un pueblo chico. Quizá allí pudiera sentarme a tomar mates tranquilo y no encerrarme en el cuchitril lleno de camas que era la residencia universitaria que no lucía igual sin mis compañeros.

Las 60 horas que sus padres dejaban en la fábrica de látex se traducían en poco. No tenían hambre, no andaban descalzos ni faltaban los elementos que solicitaban los docentes. No había regalos ni vacaciones y los cumpleaños eran apenas una modesta reunión de tíos y un puñado de compañeros del colegio que había podido llegar.

El que peor vivía era el Celíaco. Los siempre flacos bolsillos de sus padres y sus cinco hermanos imponían férreas limitaciones a las prescripciones médicas.

La hospitalidad caracteriza a los pueblos pero acá, el dueño del lugar que alquilé era demasiado hospitalario. Tanto que iba a visitarme para ver si me hacía falta algo, me presentó a su familia y ok… A lo que vine a este pueblo y me voy al siguiente.

Giordi ya había leído casi todos los libros de la biblioteca de El Santísimo, un pueblo del interior profundo. Profundo es un eufemismo de marginado. A El Santísimo no llegaba ninguna de las líneas de autobuses de la Ciudad pero el camión de víveres llegaba los lunes. A veces, el Celíaco no iba al médico y no podían ir a la escuela. En el verano era impensable recorrer a pie la distancia entre El Santísimo y la Ciudad y no siempre conseguían quien los alcanzara.

Tampoco llegaba el Estado: terminaba en los muros de la Ciudad y era un ensayo de democracia decadente. La gente de la Ciudad ya se había cansado de votar iniciativas para que parte de sus impuestos fuera a los 11 asentamientos satélites. El muro que los burócratas habían edificado era inexpugnable, no tanto para las personas pero sí para el dinero. Casi siempre terminaban en cuentas fantasma de bancos sin nombre.

Hubo un tiempo en que la palabra fue dueña de un alma henchida de nobleza pero las posverdades se encargaron de bastardearla hasta que solo le quedó su música. Hoy los rebeldes eran ellos. Los parias. Las rebeliones eran sofocadas no con armas ni violencia sino con desinformación y colosales campañas de enajenación.

No hay nobleza, ni altruismo, ni lealtad en la rebelión. Exige trocar la mitad de la vida por alimentos y otras necesidades básicas.

No conocían el mundo más allá de la Ciudad pero osaron imaginarse juntos, como siempre hacen los adolescentes. Nunca les cupieron dudas de que esa vida sería diferente.

Dos años después nació Cairel, se separaron y sus prioridades se reestructuraron. Ellas se mudaron a la Ciudad y Giordi empezó a trabajar. Es una suerte de curadora. Se encarga de resguardar la verdad para los autorizados a consultarla.

Se angustia por el recuerdo de esos que la amaron, porque sabe que se quedaron, se olvidaron y se murieron en El Sacramento para que ellas pudieran salir.

Ya a varios cientos de kilómetros, llegué a un hostel con una sola habitación compartida, de 15 camas. Con olor a humano mojado. Nunca me había sentido cómodo entre tanta gente. Esa noche hicimos asado. Y los mejores vinos del mundo son muy baratos en Argentina (quizá de acá a unos años esté diciendo que nos sale más barato el vino que el agua).

Al final, lo que hasta hace diez minutos me parecía un garabato incompleto, no quedó tan mal.

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Dabalche
EÑES
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Escribo, viajo y hago fotos. Tengo una web seria donde hablo de sustentabilidad, marketing y turismo.