Recuerdos

Persaeus
EÑES
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6 min readMay 29, 2017

Su casa. La de la derecha. La que se está prendiendo en fuego. Me trae recuerdos. Ella está como siempre, algo cambiada pero sigue igual. Amable es lo primero que se me viene a la mente para describirla, pero supongo que hay más. Nunca le dije lo que esperaba de mí porque esperar está sobrevalorado. Veo líneas diagonales que van hacia la nada y ella está ahí, al final de una. Esperándome y sentada en las escaleras de la entrada. Apenas llego me saluda con un beso y un abrazo, me recuerda que me extrañó y que sigo estando igual de lindo que antes. Amable. Me invita a pasar y hace calor por fuera de las llamaradas que consumen su living; el sol golpea fuerte a esta hora en otra parte del planeta y ella está como siempre: amable y su casa se prende fuego.

—¿Querés algo diferente para tomar? —me pregunta y cierra los ojos en señal de simpatía.

Digo que no y ella asiente. Noto que aún sabe lo que me gusta. También veo que para llegar a la alacena se sube a una silla pequeña de madera sin una pata y pintada de celeste. No sé distinguir las tonalidades pero creo que es un celeste pálido, como el primer color que toma la piel cuando la estrangulás. La cortina está en otra temperatura y el empapelado de flores de las paredes me recuerda a la cocina de mi abuela, ese lugar donde, de noche, me daba un vaso con leche y justo antes de apoyarlo sobre la mesa le ponía un chorrito de whisky porque, según ella, hacía bien a la salud. El alcohol y la amabilidad hacen bien a la salud.

—Hay galletitas.

—No, gracias, ya comí unas antes de entrar.

—Estás transpirando.

—Perdón, ¿te jode si me saco el buzo?

No me responde, solo apoya agua que sacó de un dispenser que sirvió en un vaso que sacó de la alacena a la que se subió con la sillita color celeste pálido sin una pata. Antes de apoyarlo sobre la mesa lo mira, para vigilar que no haya nada adentro, tal vez whisky, y lo posa suavemente, con amabilidad. Con los dedos índice y pulgar me tapo la nariz, agarro el vaso y tomo el agua de un sorbo, sin respirar. Me ayuda porque hace calor y las flores del empapelado empezaron a tener otro color. Algo entre anaranjado y lila o entre violeta y rojo. No sé distinguirlo con exactitud.

—Ayer vino a cenar mi mamá, la que murió. Dice que está feliz, que ni loca vuelve, y te manda saludos. Disculpame pero no pude resistir contarle que ibas a venir.

—Está bien, tengo un buen recuerdo de ella.

—Ella también tiene uno tuyo.

No sé por qué habrá utilizado una unidad de medida para los recuerdos pero, si existen formas de contarlos, entre la madre y la hija puedo contar ocho o diez, nunca lo sabré.

—También me contó que allá tienen recuerdos. Por si eso te preguntabas —me dice como adivinando los pensamientos.

Desde que empezó la pérdida masiva de recuerdos me cuesta incluso recordar que recuerdo. Nos dejaron entre cinco y diez por persona, sin incluir nombres. Nos dejaron con sensaciones y pocas emociones. En uno coincidimos casi todos y es nuestro nacimiento. Algo inservible, en mi opinión, pero ellos dicen que es útil para saber a qué vinimos. Supongo que a morir o a vivir, alguna de esas. Nos dijeron que descubrieron en los recuerdos un peligro: pueden modificarse, pueden implantarse, se pueden generar unos falsos. Un recuerdo modificable, por más mínimo que sea, hace peligrar el futuro de la sociedad. Por eso nos quitaron casi todos, salvo algunos que, según ellos, están más cerca de lo objetivo. Ahora, por ejemplo, solo sé que ella es amable y la sillita color celeste pálido sin una pata es linda.

—Me gustaría contarte algo y necesito que me expliques qué sentís —me dice al tiempo que se cruza de piernas y apoya un codo cerca de la rodilla.

—Puedo tratar.

—Hace tres días se me cayeron todos los dientes y te veía a vos, estabas dentro de un cuadro en la pared sobre mi habitación.

La casa se prende en fuego. El empapelado se pone anaranjado y rojo. Tiene globitos humeantes y la sillita celeste pálido de tres patas está apoyada sobre la mesada, en diagonal a una cortina que se incendia. Siento náuseas y ella me mira con amabilidad. Sonríe como, creo, lo hacía mi mamá. Uno de sus dedos acaba de caer dentro del agua que estoy tomando y hace burbujas. Muchas. Como el jabón rosa en la bañera de mi casa. Ella mira resignada y, con esfuerzo, lo saca y lo deja a un costado. Empiezo a notar que no está bien.

—Siento náuseas —respondo.

—¿Cómo es sentir náuseas?

—Es como estar mareado pero en el estómago. Como tratar de pararte y no poder.

—Ay, sí, contame más —sonríe y aplaude. Con las rodillas juntas mueve las piernas de la emoción. Sabe que mientras más acertada sea la explicación, más vida va a tener y más cosas va a recordar.

—Es como cuando te bajás de una montaña rusa en la que diste muchos giros —agrego y miro la casa quemándose.

—Uf, lo siento, lo empiezo a sentir. Seguí, por favor —pide mientras se para y se agarra débilmente de la heladera gris que hay dentro de la cocina, cerca de una puerta que da al patio.

—Las náuseas son como cuando giras mucho en el mismo lugar, con los brazos abiertos, la panza llena y parás de golpe a ver si podés reconocer el mundo de nuevo, pero solo te vas para un costado, para el que giraste, y tu cerebro intenta ir para el otro pero queda en el medio. Una lucha parecida a la que sentís cuando estás entrando al K-Hole y tu cuerpo se niega.

Ella se aleja de la heladera, tambaleándose, y vomita sobre la silla celeste pálido que le falta una pata. Está casi veinte segundos vomitando, la misma cantidad de tiempo que me lleva recordar algunas cosas sobre mi mamá. Que es rubia, que le gusta robar adornos de casas ajenas, que tiene una cicatriz en el codo producto de una patada que le dio papá mientras practicaba Muay Thai en el garage, que mi abuela quedó embarazada de ella cuando tenía dieciocho. Que su color favorito fue, hasta los diez años, el azul y después pasó a ser el negro, hasta hoy.

—No era esto lo que esperaba pero algo es algo —me dice sonriendo mientras se limpia la boca con la manga del buzo y veo por la ventana de atrás cómo empiezan a caer pedazos de madera en llamas hacia el piso.

—Yo tampoco esperaba eso. Nunca pensé que te iban a faltar los dientes, de hecho no me acordaba que yo también tenía dientes —digo y cuando le agarro los dedos de la mano derecha se le rompen. Como si fuesen de plastilina. Trato de que me toque los dientes pero no puede hacerlo. Ella sonríe igual porque es amable. Está como vencida, como ida, como con náuseas pero no sé si es eso. Tiene los ojos perdidos pero no borra la sonrisa. Me pregunta:

—¿Y de mí? ¿Qué te acordás?

Hay un silencio porque lo único que me acuerdo de ella es lo amable que es. Estoy entre que se lo digo o no. Más que nada porque tal vez lo que yo conozco como amabilidad no es algo que pueda recuperarla por completo. Tampoco sé si es lo que yo creo que es, porque hay ciertas definiciones basadas en experiencias que las borraron y no puedo lograr que el cerebro haga asociaciones porque el bloqueo nos lo aplicaron a todos. Aunque quiera, apenas puedo pensar en esto y aquello pero no en todo, solo algunas cosas. Estoy atrapado en lo que ellos impusieron como lenguaje y si quiero salir de eso no puedo pensarlo porque me dejaron en el vacío de sus signos. Logro balbucear algo:

—Que sos amable.

Ella expulsa una carcajada y, entre dientes, grita un sí muy fuerte.

—Por favor, decime cómo sabés que soy amable.

Me quedo callado. La sillita celeste pálido de tres patas está ahí todavía. El fuego está carcomiendo casi todo el empapelado, como un parásito hambriento, y hace demasiado calor. Quiero ver si esos dedos que le faltan, y los dientes — no tengo que olvidarlo — le pueden volver a crecer, a ver si puedo hacer algo por ella que no empeore las cosas. No me acuerdo por qué es amable. No sé como sé que es amable. Tengo miedo de decir algo y que la termine por destruir.

—Porque… —digo pero no puedo terminar mi explicación.

La casa se prende en fuego. La sillita celeste pálido sin una pata tal vez sea lo único que sobreviva. Si es que ellos quieren. El empapelado ya dejó de ser empapelado y ella, que ya no es ella, está en el piso, como algo parecido a algo que no recuerdo qué es.

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