Rousseau o el éxito de la mediocridad

Antonio Molleda
El Circulo
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4 min readFeb 7, 2018

No cabe duda de la gran aportación de Rousseau al pensamiento, especialmente en teoría social y política, aportación que no discutiré en ningún momento, pero, en cualquier caso, su epistemología deja mucho qué desear.

Me explico, la ciencia fue criticada, muy duramente, por Rousseau, que fue el propagador de la peligrosa idea de que el juicio es cosa del corazón más que de la cabeza. Pensaba que el sentimiento es mejor guía que la razón. El movimiento romántico del siglo XIX consiste en la difusión de esta idea. Es verdad que el sentimiento desbocado de un Blake, un Coleridge o un Beethoven puede producir arte de gran categoría. Pero basta con considerar la obra de Pope o de Mozart para apreciar que, también, en las artes puede tener su lugar la razón. La idea de que el sentimiento puede sustituir a la razón en otros campos es, por lo menos, una opinión bastante discutible.

Rousseau y los románticos son, en parte, responsables de la moderna tendencia del abandono de la razón y, que ha barrido, desde entonces, la sana moderación del pensamiento de hombres como Galileo, Newton, Locke y Berkeley, aunque, sin duda, la huida de la razón está en relación con la destrucción de las creencias racionales por el idealismo berkeleyano.

Rousseau era una especie de vagabundo (¿bohemio?) con muy poca disciplina, al que había faltado la aplicación y la estabilidad (si no el talento) para conseguir sólidos resultados académicos. Intentó compensarlo (sin aparente éxito) elaborando vagas generalidades en un lenguaje emocional. Él mismo dice (Confesiones, lib. VI) que nunca fue capaz de dominar el latín ni la geometría analítica. Le disgustaba Euclides, cuyo tema califica despectivamente de «cadena de demostraciones». Hizo alguna chapuza en astronomía, de la que dijo que le habría gustado si hubiera tenido «las necesarias herramientas». Pero se veía obligado a contentarse con «la idea general de la situación de los cuerpos celestes». No obstante, se atrevió a escribir un largo Discurso sobre los efectos morales de las artes y las ciencias y, lo que es más, la Academia de Dijon le otorgó un premio por él. Rousseau ha descrito su estado de ánimo mientras escribía ese ensayo:

Con inconcebible rapidez, mis sentimientos se elevaron hasta el tono de mis ideas. Todas mis pasiones se veían animadas por el entusiasmo de la libertad, la verdad y la virtud, y lo más asombroso es que este fervor siguió en mi corazón durante más de cuatro o cinco años, acaso con mayor intensidad que en cualquier otro corazón humano (Confesiones, lib. VIII).

Es ridículo que una persona en esa situación pretenda juzgar el trabajo paciente y profundo de los científicos. Rousseau podría ser ignorado, si no fuera porque su obra tuvo demasiado eco.

También, defiende apasionadamente la opinión, para la cual no ofrece evidencia convincente alguna, de que la ignorancia primitiva es un estado de inocencia y de felicidad arcádicas. La civilización no trae más que pompa artificial y depravación moral. Los hombres se guían mejor por los impulsos del corazón y de la conciencia que por el constante ejercicio de la razón. De esas discutibles premisas infiere Rousseau que las artes y las ciencias son inútiles o dañosas. En el mejor de los casos son placeres superficiales que nos ayudan a olvidar las miserias de la vida civilizada.

No es esa, sin duda, una seria contribución al pensamiento, pero es, en cambio, la propaganda anticientífica más eficaz; precisamente, la que no supieron utilizar los enemigos de Galileo. Los hombres temen al pensamiento científico frío porque plantea cuestiones embarazosas y se opone a sus prejuicios. Es fácil convencerlos de que destruye la felicidad. Otros piensan que el camino del aprendizaje y de la razón es demasiado árido o difícil, y siguen fácilmente a cualquiera que recomiende una vida orientada según una línea de menor resistencia.

La semilla lanzada por Rousseau ha fructificado en un suelo fértil. La tendencia a preferir el instinto a la razón ha aumentado desde su época.

Es posible que el ataque de Rousseau a la ciencia fuera expresión de su amargura por no haber conseguido un grado universitario. Es de pensar, también, que el escepticismo de Berkeley y de Hume fundamentara su convicción de la total inutilidad de la razón. En este caso podría parecer que el racionalismo de Locke y de Newton llevaba ya los gérmenes de su propia destrucción.

También, es importante saber que esta huida de la razón es un movimiento con el que hay que contar. Puede llevar a la anarquía o a la rehabilitación de la autoridad de un modo u otro.

En fin, son males propios del conocimiento en general y de la ciencia en particular.

©Antonio Molleda

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