Memorias

San Valentín

Jesús Arriola Rivera
EÑES
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5 min readJan 31, 2018

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Miércoles, 14 de febrero de 2001

Estoy frente a ella, sin saber bien qué decir o hacer. Tirito; mis manos están húmedas y mi pecho es un tambor de guerra. Toda la retahíla de frases que había ensayado a lo largo de las últimas horas se ha desvanecido. Silencio agobiante. Soy presa de una sucesión inestable de éxtasis y desesperación. Sin embargo, ella sigue ahí, frente a mí, esperando. Me mira. Sus ojos castaños penetran y hacen explotar todas mis fibras. Siento el ardor del rubor violentar mi rostro. No sé bien cómo, pero por fin abro la boca y tartajeo:

—Compré esto para ti.

7:00

Cruzo la puerta de la escuela sin saludar a Martín. Mis pies me arrastran, desganados, por el pasillo que conduce hasta el aula. Soy un autómata: todos mis movimientos son mecánicos y sin vida. Mi mente, sin embargo, es un frenesí de vitalidad. Pienso en cómo le diré exactamente que me gusta. Todas las opciones que he barajado hasta ahora parecen ridículas, cursis. Temo en demasía verme como un chiquillo bobo frente a una chica solo tres años mayor a mí. Sigo avanzando. Paso al lado del cubículo checador: Beverly ya está allí. Chismorrea con Ledesma. ¿Cuándo será el día que falte? Odio la clase de Bilogía. Seguramente hoy también me llamará la atención. Ya la veo: «¡Mira esto, Arriola, parece un chilaquil! Es la última vez que te sello una tarea en estas condiciones. ¡Vaya letra!». Llego al salón. Dejo mi mochila, tan pesada como la losa que cargaba el Pípila, en mi asiento. Salgo. Me siento con algunos amigos en una de las bancas del pasillo. Charlamos un rato. Nimiedades de púber. Ahí viene Beverly. La oscuridad de la mañana le empapa la cara.

8:15

La jura de bandera ha finalizado. Vuelvo al salón corriendo. Peral ya está dentro. Me deja pasar. Tomo asiento y comienzo a divagar. La voz de Peral, disertando sobre algún tema gramatical de poca relevancia para mí, es una perfecta melodía de fondo. Con la uña de mi dedo índice, descarapelo la pintura de mi pupitre. Soltarle de sopetón que me gusta, sin ningún tipo de «introducción», no me parece buena idea. La voz de Peral comienza a subir de tono. Ignoro la razón, pero me molesta. «¡Güey, despierta, te toca!», me grita Esteban. Peral me solicita la síntesis de lectura. En su cara de barro crudo trae tatuada una sonrisa burlona y falsa. Abro mi mochila. Busco por todas partes. Peral comienza a tamborilear con sus cuatro dedos sobre su mesa. ¡La puta síntesis no está! Perlas de sudor resquebrajan mis poros. «No la traigo, profe», musito. «¡Ay, A-rri-o-la! Si sigues así, reprobarás la materia; no vas nada bien. Tendré que hablar con tu mamá». Una oleada de risas se rompe en las cuatro paredes del salón. Me encojo de hombros.

9:45

La kermés comenzó antes de lo esperado. Sigo pensando. Nada me convence. Sentado en la banca que se encuentra justo fuera de mi salón observo, como un ciego, el ir y el venir de mis compañeros. «¿Ya te bateó, carnal?». Es la oscura voz de P-chan que envenena mis tímpanos. «No, todavía no le digo nada», contesto sin voltear siquiera a verlo. «Ni le digas, carnal; no te va a hacer caso», el cabrón ríe. Le miento la madre con la mano derecha. Mis dedos doblados cuales garfios casi se estampan en su craso rostro. Me levanto. Deambulo hasta la cafetería. Compro una Pepsi.

10:30

Salgo del salón. Afuera, Piolín lee el «periodicucho» que los chicos de sexto semestre sacan mensualmente para recolectar fondos para su graduación. Le pido que me lo preste: quiero ver si hay publicado algún chisme o broma sobre mí. Hago skimming y scanning: no hay nada escrito sobre mi persona. Exhalo aliviado y le devuelvo el periódico a Piolín. «Mira, goey, ahí viene la que te gusta». Mis ojos son dos platones. Pierdo el control. ¿Me siento, me quedo de pie o regreso al salón? Ella está cada vez más cerca. Le arrebato de un zarpazo el periodicucho a Piolín. Me hago pendejo contemplando la tipografía Arial que hormiguea sobre las hojas blancas. Ella pasa justo a mi lado. Mi respiración se ha detenido. «¡Ni te volteó a ver, goey!», dice Piolín entre carcajadas. «¡No te pregunté, güey!», respondo. «Yo nomás decía», replica el mastodonte. «Pues no digas ni madres. Además me vale verga si voltea a verme o no», me sulfuro. Le arrojo el periódico al pecho y me alejo. No, en realidad no me vale verga.

11:00

Deambulo por algunos stands de la kermés. Nada me agrada. Estoy a punto de ir a la cancha de futbol, cuando veo, al fondo, un pequeño puesto cuyo cartel pone: «Rosas». La chica que las vende es de sexto semestre. Tiene lindos ojos color miel. Nado en ellos un momento. Pregunto por el precio de las rosas. Se me hace un poco caro, pero no importa. Compro una. Me despido de la chica (no recuerdo su nombre). Ya es hora de que tenga los cojones suficientes para hacer lo que me propuse.

11:15

— ¡Hola, P.! ¿Cómo estás?

— Hola, Jesús. Bien, ¿tú qué tal?

Tras mi respuesta, un silencio frío me paraliza. Tirito; mis manos están húmedas y mi pecho es un tambor de guerra. Toda la retahíla de frases que había ensayado a lo largo de las últimas horas se ha desvanecido. Su mirada se clava en la mía. Por fin tartamudeo:

—Compré esto para ti.

Toma la rosa. Sonríe.

—¡Qué lindo, mil gracias, Jesús!

Otra vez el bullicioso silencio. Soy una estatua de sal.

—Bueno, si no tienes nada más que decirme, me voy. Gracias por la rosa.

La veo alejarse. Su cabello baila un mefístico vals. El miedo y la vergüenza dan paso a la rabia. ¡He quedado como un pendejo! ¿Qué estará pensando de mí ahora? Seguro se está burlando de mi patetismo. Doy media vuelta. Algunos de mis compañeros han visto toda la faena. Soy el hazmerreír del salón. Conduzco mi pesado cuerpo de vuelta al aula. Soy consciente de que en el 1.° de secundaria grupo B un maremoto de burlas me espera para descuartizarme.

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