Sangrientos errabundos
«El amor exige sacrificios y no hay sacrificios sin sangre» —Joseph Sheridan Le Fanu, ‘Carmilla’.
En el mito, el reino de los vampiros es la noche pero la realidad, desde que se estrenara Nosferatu en 1922, señala que el verdadero reino de los vampiros es el cine, básicamente un mundo de luz y de sombras y al principio un mundo de silencios, de profundos misterios, que insinuaba con elocuencia la existencia de una naturaleza escurridiza a la comprensión, una naturaleza maligna, voraz y sedienta, que hacía arder en el alma una hoguera de miedo. Pero con las producciones de los últimos años la elocuencia se había perdido y el vampiro, despojado de su aura romántica, explotada su figura sin consideración hasta volverla intrascendente, descartable, incluso ridícula, veía corromperse su reino natural de celuloide con el auspicio de Hollywood y las hibridaciones naturales que pululan en su industria.
Producciones relativamente recientes como Blade (1998), Underworld (2003), la grotesca Van Helsing (2004) y la aclamada saga de Crepúsculo (2008) cruzan al vampiro con héroes de acción, mercenarios de amplio presupuesto, científicos locos o príncipes iridiscentes en lo que hasta el momento es una de las peores malversaciones del mito para quien escribe estas líneas. Las películas de la última década que en algo lograron contribuir a que el vampiro permaneciera como amo del horror no son muchas y se encuentran muy espaciadas en el tiempo: La sombra del vampiro (Shadow of the Vampire, 2000), por ejemplo, auguraba justo en el umbral de entrada al siglo XXI una memorable revisión no solo del mítico chupasangre sino de su inextricable simbiosis con el cine y lo mucho que se deben el uno al otro. Sin embargo, el augurio no encontró un terreno fértil y quizá el siguiente ejemplo a destacar sea 30 días de noche (30 Days of Night, 2007), producción del año 2007 en la que el punto de partida del horror es presentar bruscamente sangre en abundancia y profusión de vísceras: el vampiro en el rol de bestia salvaje, sin la complejidad de aquellos que convirtieron a Bela Lugosi o a Christopher Lee en íconos del subgénero, pero por lo menos más respetuoso con el origen sobrenatural y demoníaco de la criatura.
Es que hay vampiros que no olvidaremos. Cómo diluir de la historia del cine la figura encorvada y levemente repugnante de Max Schreck o la estilizada languidez de Klaus Kinski en la versión de Nosferatu rodada por Herzog en el 79. Igualmente difícil es ignorar la versatilidad camaleónica de Gary Oldman en su interpretación de Drácula o la actitud groseramente dionisiaca de Brad Pitt, Tom Cruise y Antonio Banderas en la primera entrega cinematográfica de la saga creada por Anne Rice. Imposible descartar al sugestivo Christopher Walken de Adicción (The Addiction, 1995) o al andrógino David Bowie que se dejó tentar por la inmortalidad en El ansia (The Hunger, 1983). Y entre todos ellos —entre el cúmulo de emociones parientes de la repulsión, la angustia o la agonía— cómo ignorar esa especie de ternura mezclada con asco que produjo Willem Dafoe en su versión del Conde Orlok. Listones altísimos en un hall de la fama al que tienen negada la membresía —cómo no— los bufones que aparecen en los últimos culebrones taquilleros donde los vampiros brillan como si fueran descendientes de Campanita y no del príncipe de las tinieblas.
Por fortuna para los correligionarios fieles, de vez en cuando surgen obras que comparten el espíritu mortecino y antártico de las historias clásicas que nutrieron poco a poco al mito.
Así como un admirador de la sobrecogedora Vampyr (1932) de Carl Theodor Dreyer puede correr a las páginas de Carmilla para comprobar las coincidencias del relato con las virtudes visuales de una narración moderada y sagazmente sugestiva, un empecinado lector de Polidori, Sheridan Le Fanu, Stocker o Rymer podría acudir a una película como Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008) para ver el modo en que un director es capaz de reconquistar el reino perdido del vampiro: arrojando al caldero de una poderosa historia dos personajes marginales de interpretaciones brillantes, un paisaje sin escala de grises, de una luz glacial que parece proyectada desde las propias almas de los personajes secundarios a quienes vemos moverse y gesticular palabras y expresar dolor o ira o miedo sin transmitir la intensa vida que en cambio sí chisporrotea cuando Eli y Oskar están juntos en el acto de hacer colisionar —fundir en una sola— la singular intimidad que cada uno lleva a cuestas. Todo con un lenguaje muy puro, elemental, al modo de una antigua leyenda en la que solo operan unas pocas sustituciones: un escueto edificio de apartamentos clase media reemplaza al viejo castillo de las montañas; un par de ojos abisales hacen innecesaria la aparición de puntiagudos colmillos; una ciudad aislada y el microcosmos de una escuela en lugar de la aldea donde el alimento del vampiro ya no es pastoreado por un grotesco y jorobado ayudante sino por un silencioso individuo, sumiso, incluso elegante, cuyo oficio —el del homicidio con método— acaba entrando en decadencia. Por lo demás, Déjame entrar es fiel al canon, podría asegurarse incluso que lo renueva y le inyecta la vitalidad que surge cuando un lenguaje, un código, es utilizado con fruición. Por ejemplo, el uso moderado del primer plano es sucedáneo certero de la violencia gráfica que exigen algunos seguidores del género pero que aquí hubiese operado como detalle vulgar. Basta recordar lo que dice el crítico español Carlos Losilla para olvidar cualquier exigencia de violencia extrema que pudiera hacérsele a esta película sueca: «El primer plano en sí mismo supone algo así como una apoteosis del despedazamiento».¹ Esta clase de logros visuales elevan a Déjame entrar a la cumbre de un género que posee un conjunto de normas bien definidas y que, curiosamente, el realizador tuvo poco interés en acatar.
Alfredson ha declarado que sabe poco o nada sobre vampiros, mucho menos sobre el género de horror. Y aunque de cierto modo la autoría de esta historia es atribuible en mayor grado a John Ajvide Lindqvist, autor de la novela homónima y guionista de la película, fue Alfredson a fin de cuentas quien tomó las decisiones que convierten a Déjame entrar en una joya del subgénero vampírico y también del universo restante del cine. Las evidencias no dejan duda: cada plano, cada secuencia, excluye por completo las obviedades; lo vemos en la actitud del pequeño niño cuando es oprimido por sus compañeros de la escuela: en su silencio permisivo, en esa clase de trance con el que se evade de la realidad, en esa erudición de lo macabro que empieza a cultivar se incuba algo monstruoso pero lógico, incluso envidiable. Por el lado del vampiro, no vemos un despliegue pretencioso de efectos, de escenas de relleno cuya única utilidad es volver a contar lo ya contado (que chupan sangre, que vuelan, que viven para siempre, que la luz del sol los acribilla, que el ajo los ahuyenta, que una estaca en el corazón los asesina y que si te muerde puedes morir o enamorarte) sino que su condición se va revelando en sutilezas, en ciertos gorjeos guturales que delatan un hambre inhumana, en la autoridad con la que Eli esclaviza al hombre que la acompaña, de quien no sabemos si es su padre o, como quisiéramos adivinar, un amante hipnotizado cuando era niño a quien la edad ha convertido en objeto descartable.
Si Alfredson renuncia a lo obvio para presentar a los dos protagonistas y el modo en que escapan de la marginalidad el uno en el otro, también se encarga de salpicar el metraje con un par de escenas que en un futuro cercano serán objeto de réplicas, plagios, homenajes, citas, notas a pie de página y parodias. No tardarán Los Simpsons o Padre de familia en hacer un chiste de la escena más emblemática: esa toma subacuática que no nos deja ver nada pero en la que adivinamos todo, un punto de vista que con el fuera de campo hace visibles los paradigmas que uno pudiera hurtar de ese estudio juicioso hecho por Lovecraft en su ensayo El horror en la literatura. Lo que yo vi sumergido bajo esa piscina y con el apacible rostro de Oskar actuando como un catalejo que apunta hacia lo abominable también me mimetizó en actitud de ahogo y me hizo pensar en el modo en que Lovecraft concibió la idea del horror a partir de la obra de Edgar Allan Poe o de relatos como Melmoth el Errabundo, en los que descubrió «la visión magistral del terror que nos acecha fuera y dentro de nosotros, y el gusano que se retuerce y babea en el abismo espantosamente cercano. Penetrando en cada uno de los horrores supurantes de esa burla pintada con colores alegres llamada existencia, y de esa mascarada solemne llamada pensamiento y sentimientos humanos».² Lo mismo o algo parecido puede ser descubierto cuando la silueta de Oskar se vuelve fantasmal en el reflejo de un cristal, cuando Eli desafía sus propios límites y entra sin ser invitada a un recinto o cuando en el alféizar de una ventana imparte un último beso al hombre que mataba por ella, porque lo que hace no es chuparle la sangre, es despedirse con el único amor que sabe dar, es anunciar la llegada de un sucesor y por ello no es casualidad que otra imagen emblemática sea un primer beso sangriento entre Oskar y Eli en el que no está en juego la inocencia sino algo que escapa a todas las convenciones, ese algo que convierte a los dos niños en criaturas sin lugar en este mundo, y no es para menos porque aun en el código de amor inventado por este par de errabundos se nota a leguas que este mundo no los merece.
- LOSILLA, Carlos. El cine de terror, una introducción. Ediciones Paidós: Barcelona.1993. 207 págs.
- LOVECRAFT, Howard Phillips. El horror en la literatura. Alianza Editorial: Madrid. 2002. 107 págs.