¿Se piensa igual en todos los idiomas?

Fito
EÑES
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3 min readJul 24, 2017

Puede que conozcan a alguien políglota que asegure estar convencido de que alguno de sus idiomas asimilados es más «coherente», «rico» o «expresivo» que su lengua materna. «Es que el inglés es mucho más lógico», dicen unos. «El alemán tiene matices que, te digo, son impensables en español», aseguran otros. Yo mismo he expresado a veces juicios similares sobre expresiones o estructuras de los idiomas que he estudiado y que, sin saber por qué, se me antojaban más elocuentes, lógicas o, sencillamente, bellas. Un escueto «Nice!» en inglés como reacción entusiasta a una buena idea, o el sobrio «natsukashii» japonés como expresión polivalente de nostalgia, son dos ejemplos de expresiones que, en algún momento de mi vida en el extranjero, me resultaron especialmente satisfactorias.

Participan del mismo sobreentendido las recurrentes recopilaciones de palabras supuestamente intraducibles a otros idiomas, entre las cuales ha gozado siempre de especial predicamento el término alemán «Schadenfreude». Por otro lado, seguramente muchos habrán oído hablar de las 40 maneras de designar la nieve en ciertas comunidades nórdicas. Y la cosa no se queda ahí. A principios del año pasado, un artículo de John Carlin en el diario El País que versaba sobre las implicaciones político-culturales de la supuesta intraducibilidad al español del vocablo inglés «compromise» causó cierta polvareda en las redes sociales. El artículo suscitó un vivo debate en el que muchos parecían aceptar la existencia subyacente de una especificidad cultural y racional consustancial a cada idioma.

Existen incluso enfoques que intentan abordar esta cuestión de manera científica. Los partidarios de la idea, llamada «relatividad lingüística» o «hipótesis de Sapir-Whorf», pretenden demostrar, mediante sus investigaciones, que el idioma que hablamos determina nuestra manera de pensar. Sin embargo, los resultados al respecto no son nada concluyentes.

Lo cierto es que la idea de que el idioma que hablamos determina de manera irremediable nuestra forma de razonar, e incluso nuestra propia identidad, no es nueva. Es fácil ver un antecedente intelectual en el movimiento romántico decimonónico, corriente nacida en Alemania, uno de cuyos dogmas principales era la consideración del idioma nacional como expresión de la especificidad del pueblo y canal ineludible de sus costumbres tradicionales y folclóricas. La especificidad etnolingüística —ese santo grial chovinista de la comunión lingüística y cultural de un pueblo— es uno de los elementos proverbiales que en toda época ha dado lugar al surgimiento de movimientos nacionalistas.

Dicho todo lo anterior, soy bastante refractario a la idea de la relatividad lingüística, por mucho que a veces la intuición, díscola ella, juegue en el equipo contrario. Creo que la especial elocuencia que asignamos a ciertas expresiones aprendidas puede deberse en parte a que veamos en ellas una belleza y un orden que reputamos —inconscientemente acaso— externos a lo que, por la tiranía del hábito, consideramos natural; ajenos a nuestra conciencia lingüística preexistente, entendida como el conjunto de maneras de decir. Es la incapacidad de apreciar la complejidad y el valor en nuestra mismidad, conjugada con el carácter llamativo de lo que vemos como postizo —¿quién no se sorprende al cruzarse con alguien de pelo verde?— lo que nos lleva al presentimiento enigmático de que estamos ante algo incomprensiblemente bello.

La postura contraria, a la que me adhiero a despecho de mis intuiciones, consiste en aceptar una suerte de universalismo, que procura salir del mero fetichismo de las palabras —versátiles o rígidas, breves o extensas, musicales o toscas— y admite con pragmatismo la traducibilidad del alma a todos los idiomas. Desde ese punto de vista, nada en el lenguaje es inamovible, en esa relación entre verbo y pensamiento que por caminos paralelos nos lleva a todos a símiles destinos.

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