Taxi

Bruno Petrali
EÑES
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3 min readMar 24, 2018

Un martes a las cuatro y media de la tarde, hace ocho años, José se tomó un taxi. Con Ricardo (había leído el nombre del taxista en estos carteles que deben colgar detrás del asiento con sus datos) no habló una sola palabra. Solamente le dictó la dirección de su casa y este asintió con la cabeza. A José le pareció una lástima; charlar con taxistas, contrario a lo que piensa una porción muy considerable de la totalidad de la raza humana, era algo que realmente disfrutaba. Mucho. Le daba pena, decía, porque todo taxista necesita charlar con alguien de vez en cuando, y era muy raro que alguno de los extraños en su asiento de atrás tuviera las mismas ganas de hacerlo que él. Puede que tuviera algo de sentido.

José nunca iniciaba la conversación, siempre dejaba que fuera el otro el que lo hiciera. Las charlas siempre eran triviales, nunca se metía en una conversación complicada o peligrosa y evitaba los temas que no le interesaban. Claro, cientos de conversaciones con taxistas en su haber lo habían convertido en una suerte de experto en la materia. Pero lo interesante de esto es que a José, con cierta genialidad, se le había ocurrido una idea hacía ya unos años. Pensó que si cada vez que subía a un taxi el taxista era uno diferente, él también podría ser, cada vez que usara aquel servicio, una persona distinta. Y así lo hacía. Cada vez que José conversaba con un taxista su nombre era otro, trabajaba en otro lugar, tenía un numero diferente de hermanos y hermanas, estaba o no estaba casado, vivía en una casa o en un departamento, había o no había probado nunca rana.

Pero Ricardo no le dio la posibilidad de jugar su juego. Era otro de esos taxistas silenciosos que detestaba. Cuando habían legado a destino, Ricardo apagó el taxímetro sin decir una palabra. Había quedado en setenta y cuatro pesos. José le pagó justo. Y solo entonces el taxista habló por fin:

“Gracias, maestro. Nos estamos viendo.”

José se obsesionó. Las palabras de Ricardo lo descolocaron completamente. El taxista había dejado abierta la posibilidad a lo que parecía un imposible: volver a coincidir. Si aquello pudiese suceder, su juego, al menos para él, quedaría desprovisto de cualquier sentido. Esa noche soñó que cada vez que tomaba un taxi ahí estaba Ricardo. Y cómo este se reía maléficamente y a carcajadas de semejante coincidencia absurda.

Automáticamente dejó su extraño pasatiempo. Decía que ya no le veía la gracia, aunque pienso que en realidad estaba aterrado de que le pudiese pasar lo imposible, vaya uno a saber por qué. Eventualmente dejó de tomar taxis y optó por caminatas y colectivos.

Sus amigos cuentan que por entonces cambió muchísimo. Ya no era el mismo. Andaba siempre deprimido y agobiado, no iba a las reuniones y con frecuencia faltaba a trabajar. Todo el mundo sospechaba que algo le sucedía pero nadie tuvo el gesto de preguntarle.

Una noche José salió a pasear su perro, quizás para distraerse, y le ocurrió una desgracia. Ya volviendo a su casa y a solamente dos cuadras de esta, lo atropelló un auto y falleció en el acto.

El conductor se dio a la fuga y no se supo nada nunca. Elba, una mujer que entonces tenía ochenta y seis años fue la única testigo. Sintió ruido y se asomó a la ventana. José ya estaba en el suelo y no se podía hacer nada. Fue ella quien llamó a la policía.

En su declaración, Elba pudo aportar un solo dato aunque no con demasiada certeza, estaba muy oscuro y no tenía puestos los lentes: a lo lejos vio alejarse al que bien pudo haber sido el auto involucrado en al accidente. No llegó a ver el modelo ni la patente, pero estaba casi segura de haber llegado a distinguir lo amarillo y negro de un taxi.

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Bruno Petrali
EÑES
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Creativo publicitario. Basado en una historia casi real.