Una situación ridícula

Diego Buendia
EÑES
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7 min readJun 4, 2017

Durante los postres, un poco llevados por la alegría de los licores y otro poco por la liberación de la tensión acumulada durante varios días de discusiones técnicas y negociaciones, empezamos a rememorar tiempos pasados, cuando nuestra actividad para Naciones Unidas nos obligaba a estar sobre el terreno, pasando momentos terribles pero también situaciones y anécdotas que, con el tiempo, han terminado por servir para socializarnos un poco en esta época más rutinaria de nuestras vidas.

Algunos de los comensales nos conocíamos: habíamos coincidido hace diez años en Afganistán, unos trabajando para la oficina de los refugiados, otros para ONG en misiones humanitarias, incluso para alguna de las empresas de seguridad privada que hacían las veces de ejércitos mercenarios.

Haraldsson era uno de estos últimos: un tipo noruego, musculado y rubicundo, que había trabajado un año para los mercenarios de Blackwater, hasta que se le apareció la oportunidad de dejarlo para pasar a ocuparse de la logística de seguridad de una ONG médica. En esa época yo trabajaba también para esa ONG en calidad de periodista asociado, documentando los trabajos en hospitales de campaña y centros de vacunación. Nos presentaron y desde entonces fuimos, si no amigos, al menos sí camaradas.

Haraldsson era habitualmente un hombre de pocas palabras, pero podía ser un tipo locuaz si dejaba que el alcohol le soltase la lengua. Y estábamos al final de nuestra comida, ya relajados y tomando unas copas, unas diez o doce personas alrededor de una mesa alargada, charlando de forma distendida. En nuestro extremo de la mesa, además, la conversación era mucho más animada. Haraldsson acababa de preguntar a los comensales próximos, desde la complicidad que da el haber convivido en situaciones extremas, cuál había sido el momento más ridículo de su experiencia en zonas en campaña.

Entonces me animé y comencé a explicar una anécdota que Haraldsson conocía, ya que había tenido lugar durante una escaramuza militar en la que estuvimos juntos.

Íbamos en un convoy por una ruta de montaña, no lejos de la frontera con Pakistán, y escoltados por un grupo de soldados bajo bandera de Naciones Unidas. De repente el comandante mandó detener el convoy. Oficialmente, se trataba de hacer una pausa para explorar el terreno, pero en realidad el problema era más imperativo: había comido algo que no le había sentado bien, y necesitaba con urgencia un alivio fisiológico.

Su caso no era especial: varios de nosotros también sentíamos el vientre inquieto, entre ellos Haraldsson y yo, y algunos nativos que nos acompañaban en calidad de guías y traductores. A la vista de la delicada situación, nos adelantamos hacia una elevación tras de la cual podríamos hacer nuestras necesidades discretamente apartados de las miradas de los demás. Nos instalamos separados unos metros unos de otros y empezamos a liberar nuestras naturalezas, acompañados de enojosos ruidos que hubieran sido ridículos y risibles si no fuera porque los producíamos todos sin excepción.

En ese momento empezaron a silbar las balas. Estábamos todos en cuclillas, con los pantalones por los tobillos, y de pronto nos dimos cuenta de que éramos un blanco fácil para una posición de talibanes que nos atacaban desde un risco próximo, apenas a medio kilómetro por delante del camino que teníamos que haber transitado de no haber mediado nuestra repentina urgencia.

La mención a nuestra innoble posición, tan poco heroica, despertó la hilaridad de los compañeros de mesa, sobre todo Haraldsson, explosivo como de costumbre, que se despachó con sonoras carcajadas. Repentinamente animado, me interrumpió para continuar explicando la historia a su manera:

«Todos allá, a medio cagar, levantándonos a toda prisa, sin tiempo de subirnos los pantalones, y corriendo a trompicones para tratar de ponernos a cubierto, aún a riesgo de tener que volver con el culo al aire junto a los compañeros que nos esperaban en el convoy. Y las balas silbando alrededor.

»Era una situación ridícula, pero la cosa no acabó ahí. Cuando estaba a punto de tirarme al otro lado de la colina, miré atrás y vi a uno de los guías, un afgano de unos cincuenta años, turbante, barba canosa, todavía de cuclillas», añadía Haraldsson.

«Deje eso y corra, por amor de Dios», le grité. Y el tipo, ni caso. Con su mano ahí, en el culo. Dudé un momento, pero acabé de subirme los pantalones y corrí hacia él, pensando que quizás estaba herido.

Y cuando llego allí me dice: «Tengo el culo sucio». Tengo el culo sucio ¿Os lo podéis imaginar? Nos están disparando a mansalva y aquel tipo no tiene otra cosa que hacer que acabar con su higiene corporal. «Va a estar peor que sucio, si no se levanta ahora mismo». Pero estaba claro que no tenía la menor intención de hacerlo, así que le cogí del brazo izquierdo y traté de llevármelo aunque fuera a rastras. Entonces vi que, efectivamente, tenía la mano llena de mierda, claro. La misma diarrea que nos debía estar ensuciando los pantalones a todos. Y, amigos, me hubiera puesto a reír por lo absurdo de la situación si no hubiera vuelto a silbar alrededor una salva de disparos. Menuda situación: las balas de los talibanes pasándonos por todos lados y yo tratando de convencer a un enajenado, «enmierdándome» con su mano mientras trataba de zafarse del forcejeo. Pude arrastrarlo unos metros, pero entonces hubo una enorme explosión y salí despedido. Y ¿a que no imaginan? Cuando me recupero del aturdimiento, tenía el brazo del pobre guía aún sujeta, pero ni rastro del resto del sujeto. Todo lo que quedaba de él era sangre y mierda. Y todo lo tenía yo, pegado al cuerpo.

Haralsson se calló, negando con la cabeza. Parecía ensimismado, reviviendo aquellos terribles recuerdos, que jamás se despegarían de su cerebro.

«Creo que es el momento más ridículo que he vivido en la vida», concluyó. Se rió con una risa amarga y se apuró a terminar su bebida.

Los otros comensales, que habían reído con la visión de aquellos hombres corriendo a toda prisa con los pantalones por los tobillos, se quedaron en silencio. Entonces, uno de ellos, que había estado escuchando un poco más lejos en la mesa, comenzó a hablar, aprovechando el silencio.

«Conozco bien esa historia, porque ese hombre que murió en la emboscada era de mi familia. Se llamaba Ahmed, y era mi tío».

De pronto, un momento de consternación general.

«Dejen que les explique su vida, por favor. Aunque ahora para ustedes Ahmed sea simplemente el figurante de una historia ridícula, durante su vida fue todo un ser humano, una persona maravillosa, a la cual yo, como mis primos, le debemos mucho más que la vida.

»Mi tío Ahmed era de Jalalabad, una ciudad al este de Kabul, en el camino que lleva a Peshawar. De joven había trabajado comprando y vendiendo mercancías en las montañas que hay en la frontera con Pakistán. Luego de mucho ir y venir por las montañas se estableció en un pequeño local, en la ciudad. Cuando llegaron los rusos, la guerra le llevó a la ruina, pero como tenía tres hijos de corta edad que alimentar, volvió a comerciar con su mula, viajando por las lejanas rutas de las montañas. Mi tío era un hombre con firme determinación, y logró mantener a su familia a costa de caminar por los duros caminos de la montaña hasta pueblos remotos a los que no se podía llegar de ninguna otra forma.

»Yo tendría diez años cuando la guerra se llevó a mis padres. Me quedé huérfano, y mi tío se hizo cargo de mí. Ahora tenía tres hijos, y además me tenía a mí, su único sobrino. Mi tío Ahmed nos reunió a todos y dijo: “A partir de ahora, Massud es vuestro hermano, y velaréis por él igual que yo por vosotros”. Mis primos eran mayores y trabajaban con su padre, pero él dispuso que yo siguiera yendo a la escuela. Fue a hablar con el maestro y, cuando este le dijo que yo era un buen estudiante, se comprometió a darme estudios».

A Massud, que había hablado hasta ese momento con sorprendente y apacible serenidad, se le humedecieron de pronto los ojos. Haraldsson tenía la mirada perdida en su vaso vacío. Estaba un poco aturdido. Massud se repuso y volvió a hablar con suavidad.

«Eran los años del gobierno de los talibanes, y la vida no era fácil. Mi tío y mis hermanos trabajaban penosamente y, a pesar de ello, apenas nos llegaba para sobrevivir. Aún así, un día el tío Ahmed me llamó y me dijo que me preparase para ir a la Universidad. “La universidad de Kabul está cerrada, tío”, le contesté. Mi tío me dijo, muy serio, que había prometido a su hermano, frente a su tumba, que haría de mí un hombre de provecho. Que ambos — él y su hermano; hablaba de él como si realmente le hubiera contestado desde la tumba — sabían que yo podía ser un hombre de letras, y que estaba decidido. Añadió como si no tuviera más importancia que había conseguido que me aceptaran en la Universidad de Peshawar, al otro lado de la frontera. Estaba decidido, dijo, y mi tío no se echaba nunca atrás. Había decidido que yo estudiase, aunque eso significase para ellos pasar más privaciones. Cuando mis hermanos se quejaron, mi tío Ahmed dijo que tenían que estar orgullosos de que uno de los de su sangre pudiera llegar a ser algún día un hombre importante.

»Desgraciadamente, como acaban de conocer, mi tío no llegó a verme licenciado. Volvió la guerra y, esta vez, mi tío Ahmed decidió emplearse como guía. Los extranjeros le pagaban bien, y mis hermanos podían ocuparse solos del negocio familiar. Por ellos supe que él quería ganar más dinero para poder pagarme la carrera sin perjudicar a sus familias. De nada sirvió que mis hermanos le dijesen que estaría señalado cuando los americanos se marchasen. Ya conocen a mi tío, ¿no? — y dirigió la mirada a Haraldsson — Yo fui su proyecto, su deuda con mi padre. Y mi tío Ahmed era incapaz de dejar una cosa a medio hacer».

Y entonces calló, amagó un suspiro que quería ser irónico y que, al cabo de un momento, desembocó en un llanto silencioso.

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Diego Buendia
EÑES
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Saliendo de la nada fui niño, músico, ingeniero, programador, padre, desarrollador SQL, prejubilado y vuelvo poco a poco a la nada.