Vivir y respirar

Angélica Glória
EÑES
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3 min readOct 15, 2017

Tres horas de la tarde y el cuerpo de Juana Molengo estirado sobre la cama.
Peor, estaba viva.

Vivir y respirar. Solo eso.

Es muy cierto que recientemente había batido de cara con la muerte y, después del susto, más que nunca quiso tomar las riendas de su vida. Pero el tiempo lluvioso. La colcha doblada por encima de las piernas. El cuerpo que de tanto tiempo que estaba parado no sabía más que sensación sentía, si frío o calor. Muy cansada para levantarse e ir al baño. Estática demasiado para ni siquiera quitar el tejido que calentaba sus pantorrillas.

La manía de hacer listas como intento de ser quien planeaba desde pequeña, continuaba. El cuaderno con las listas reposaba en la mesa de la cabecera. Cerrado. Las tareas tenían sentido, pero el mundo aparecía muy pesado para ser mechido.

Su filosofía de vida a veces parecía perderse en medios a las prácticas del día a día. Tenía una gata, Eva, que estaba tumbada de barriga baja y respiraba profundamente haciendo que las costillas apareciessen y desaparecessen. El marasmo de las dos combinaba.

Se levantó para terminar una pintura que había comenzado. El cuadro era simple, nada diferente de lo que se encuentra por ahí en el caballete de cualquier pintor principiante, pero para Juana era algo sorprendente. Tenía ese hábito: si veía mucho más capaz de lo que se hacía, mucho más atractiva de lo que la gente creía, mucho más inteligente que el tiempo que pasaba realmente estudiando sobre lo que opinava con autoridad.

En el comienzo creía ser muy interesante tener ese tipo de visión sobre sí misma: siempre se elevaba y sea quien fuera que dijera lo contrario, no hacía la menor diferencia. De esa forma era más fácil desistir sin esfuerzo de todo lo que le pareciera poco. O pequeño.

Después, a medida en que fue envejeciendo, las oportunidades perdidas por el gigantesco narcisismo iban volviendo noche tras noche cuando ella pasaba en claro. ¿Sería incluso las cosas de esa manera que pensaba? Odiaba dudar de sí misma y de sus propios juicios. Se sentía de una forma, era esto y listo. Aprendía con la vida que no debía ir contra sus emociones e instintos, pero ahora ellos estaban pesando como un yunque encima de su cuerpo en la cama. ¿Qué hacer?

Y entonces Eva se volvió hacia abajo y, con saltos típicamente felinos, fue corriendo fuera de la habitación. Pero ¿qué había pasado con el bicho? Había mucho tiempo que no se mostraba tan veloz así…

Juana soltó los pinceles sobre la bandeja y siguió, lentamente, los rápidos pasos de la gata. Llegó hasta la puerta principal y veía a su pequeña acostada tratando de ver la minúscula grieta que existía entre el suelo y la madera de la puerta. Abrió la puerta, más como quien quiere terminar una tarea y menos como quien tiene curiosidad de descubrir sea lo que fuera que estuviera sucediendo.

Había una mujer con un grueso sobre en la mano. La mujer era Olivia, una querida profesora antigua, de los tiempos de universidad de bellas artes. Hace mucho tiempo ella había convencido a Juana a dejar atrás el empleo bien pagado de la empresa de acceso y sumergirse profundamente en el campo de las artes, aunque fuera al principio mal pagada. Aunque fuera angustioso trabajar todos los días desenterrando sentimientos de sí para pintar cuadros. Y ella nunca se había arrepentido de esa decisión. Juana no entendió la visita inesperada de Olivia que la encaraba con los ojos esbeltos y una sonrisa tan amplia casi maquiavélica, ni mucho menos el sobre aparentemente pesado en su mano.

—¡Yo conseguí que te pongan, cariño!

Continúa…

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