Yo en plan Murakami

Diego Buendia
EÑES

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Después de tres años de sedentarismo absoluto, he vuelto a la actividad física. No ha sido una decisión trascendente ni heroica: en realidad creo que ha sido la primavera, con su eclosión amable y luminosa, la que me ha empujado a salir otra vez a la calle. Hace unos días, asomado a la ventana en una dorada tarde de primavera, pensé de pronto: «hace mucho tiempo que no subo a San Pedro Mártir», y automáticamente, al cabo de unos minutos, estaba vestido con mi ropa de sudar y el pulsómetro ceñido al pecho.

San Pedro Mártir es una modesta elevación al sur de la sierra de Collserola, presidida por una torre de antenas. Está a seis kilómetros de mi casa, y es una ruta que se empina de una forma progresiva hasta coronar sus casi cuatrocientos metros. Gracias a eso, la excursión pueda empezar como paseo y culminarse en términos casi heroicos. En su tramo final he imaginado alguna vez ser un himalayista haciendo los últimos metros del Everest en una expedición sin oxígeno.

De niño me gustaba el deporte. Mi padre había sido gimnasta de joven y yo admiraba su fuerza, en particular sus brazos, que eran más anchos que mis piernas. Creo que me hubiera gustado ser como él, pero yo era un niño más bien delicado y enclenque, y mi padre no trató de forzar mis inclinaciones. Nunca sabré si fue para evitarme las dolorosas comparaciones o porque tenía otras cosas en que pensar: la cuestión es que yo traté de ser deportista en el colegio, pero con escasa fortuna.

Como en casa se veía el torneo de rugby de las Cinco Naciones, me apunté al equipo de rugby del colegio. El rugby no casaba muy bien con mi constitución física: no era lo bastante robusto como para ser delantero ni tan rápido como para correr en la línea de tres cuartos, así que quedé para medio de apertura, un puesto poco lucido, en mi opinión, porque su función es esperar que los delanteros de la melé acaben poniendo el balón a su alcance para que él lo envíe, lo más rapido posible, a la línea de tres cuartos. En una ocasión no fui lo bastante rápido y toda la fornida delantera contraria me cayó encima, circunstancia que ha resultado ser uno de esos lastimosos recuerdos imborrables de la infancia.

Dejé el cataclísmico rugby buscando actividades más seguras y recalé en el equipo de cross escolar. Nos entrenaba un campeón de Catalunya al que enseguida cogí miedo: yo, que nunca antes había estado veinte minutos corriendo sin parar, oía al borde del colapso los gritos de nuestro entrenador, arengándonos para arrancar de nosotros un postrero esfuerzo.

No era especialmente bueno corriendo, ni disfrutaba compitiendo. Competir me ponía muy nervioso, de modo que me bloqueaba y seguramente quedaba peor clasificado de lo que me habría correspondido por mis méritos. Mi mejor clasificación fue un decimoséptimo puesto en una carrera que conseguí comandar por algún extraño azar durante la primera mitad del recorrido. Era tan agradable la sensación de no llevar a nadie delante que me dio un vuelco el estómago cuando me volví y vi a mis perseguidores, una turbamulta jadeante con rostros descompuestos. Al final, los mejores me adelantaron y yo llegué tan extenuado que vomité al poco de cruzar la meta. En esas (otro hermoso recuerdo para siempre) mi entrenador, en vez de felicitarme, vino a preguntarme en un tono seco si no tendría yo por casualidad algún tipo de problema cardíaco. No cabe preguntarse, supongo, por qué mis recuerdos del equipo de cross terminan con ese patético episodio.

Una década después volví a correr, pero esta vez sin competir. Había comprado, de cara a adquirir buena forma física, un libro con secuencias progresivas de ejercicios, y me fue muy bien. Con él terminé haciendo mis cuatro kilómetros diarios en las pistas universitarias, luchando sólo contra el crono, y tratando de encontrar cosas que pensar, para evitar el aburrimiento de correr sobre tartán. Quizás fue la primera vez que llegué a creer que el deporte era salud, después de todo.

Un par de años después dediqué todo un verano a nadar. Llegué a hacer veinte piscinas diarias, nadando de espaldas la mitad del tiempo, porque nunca me he sentido cómodo con la disciplina de respiración de la braza o el crol. De ese tiempo conservo unos músculos dorsales anchos. Es uno de esos cambios físicos inducidos por el deporte que llaman la atención, porque mis fotos de juventud revelan a un muchacho delgado y de hombros estrechos.

Tardé otras dos décadas en volver a una actividad física significativa, así que tendría cerca de cincuenta años cuando me dediqué al senderismo. Recién divorciado descubrí que caminar durante horas propiciaba un estado mental de paz similar al que produce la meditación. Y como necesitaba mucha paz, me entregué a largas caminatas solitarias por la montaña. Rara vez bajaban de veinte kilómetros y alguna vez pasaron de cincuenta. En ese proceso agónico de vaciamiento físico, la vida — paradójicamente — se regeneraba, y de ese modo recuperaba fuerzas para seguir viviendo. Puesto que existía un fondo de desesperación, no me importaba el riesgo de caminar solo por la montaña. De hecho, dejé de ir a la montaña cuando, ya libre de las razones desesperadas que me llevaban a buscar alivio en ella, empecé a sentir aprensión a la hora de internarme solo en un sendero del bosque.

Con este bagaje de décadas de actividad física que he tratado de resumir, es superfluo precisar que afronto esta nueva etapa con una consciencia clara de las capacidades reales que tengo hoy día. Sé que ya no estoy para correr, y que varios años de inactividad me han llevado a un estado de incapacidad funcional insólito para mí, así que empiezo con suma precaución. De hecho, tengo una teoría que espero que me ayude a no cometer errores pasados.

En mi teoría, el cuerpo tiene un delicado equilibrio. Digamos que es una especie de taburete de tres patas que hay que mantener en equilibrio para que la actividad física sea beneficiosa:

  • La primera pata es el ritmo cardíaco, y en particular su relación con la edad. No me falta mucho para los sesenta años (qué diferente son los sesenta años de los años sesenta, dicho sea de paso), y eso significa que mi ritmo cardíaco no debería exceder de ciento sesenta pulsaciones, según dice una conocida fórmula de medicina deportiva. Y ciento sesenta es muy poco, y más para mí, que ya en reposo puedo estar rondando los noventa latidos por minuto.
  • El segundo elemento son las articulaciones. Cuando empiezo a caminar acostumbro a sentir pinchazos dentro de las rodillas. No suelen pasar de molestias, pero si intento forzar acostumbran a ir a más, así que durante uno o dos kilómetros tengo que procurar caminar con suavidad. Lo curioso es que tras unos veinte minutos, desaparecen. Parece que mis articulaciones tienen que calentar antes de rendir plenamente. Y luego, en los descensos, debo evitar que sufran de la descarga del peso del cuerpo sobre ellas.
  • Para terminar, está la capacidad muscular. Los músculos tampoco están en su mejor momento al principio del ejercicio, aunque en vez de pinchazos articulares suelen quejarse con dolores sordos, entumecimientos que van definiéndose y agudizándose si se ignoran sus quejas. El caso límite es cuando el dolor difuso se concentra en un punto, y de pronto hace un pequeño clic, una especie de pinchazo (esto lo sentí una vez en el sóleo, el músculo de la pantorrilla, justo debajo de los gemelos). El pinchazo pasa en un instante, pero deja un dolor como el de un pellizco, y si se sigue demandando esfuerzo vuelve a aparecer más fuerte. Esos síntomas indican que ha habido una rotura muscular, y significan también que no podrás volver a correr en varios meses.

Mis paseos a San Pedro Mártir son un diálogo permanente con mi cuerpo. Rara vez soy tan consciente de estar hecho de piezas distintas como cuando camino. Mi mente se ocupa de pensar y dirigir, pero también de preguntar a los distintos miembros y órganos qué tal va todo. Se ha convertido en hábito mirar el pulsómetro para ver si el ritmo cardíaco se mantiene dentro de objetivos. También sé concentrarme en las sensaciones de las rodillas, para detectar cualquier molestia que pudiera acabar en pinchazo y prevenirla con un cambio de postura al caminar (la gente tiene que reírse cuando me ve correr arqueando las piernas o dando patadas al aire). Y, con respecto a los músculos, también estoy pendiente de esos calores que acaban en entumecimiento y contracción y rotura si no se preveen a tiempo. Es imposible aburrirse en una reunión orgánica tan animada.

Aparte de ese diálogo constante, mi mente tiene otra función importante: mantener la conciencia de lo que estoy haciendo. Es fácil distraerse con el paisaje, con los propios pensamientos, y empezar a caminar en automático. La mente se encarga de volver al chequeo permanente de las distintas piezas, apretando los dientes cuando detecta que he caído en el movimiento por pura inercia. Es más fácil hacerse daño cuando uno se desentiende de su cuerpo para fantasear o pensar en otras cosas; por eso trato de que la mente revise, como un amoroso pastor, el bienestar y las necesidades de su esforzado rebaño.

En resumen, podríamos decir que mis caminatas se debaten entre el necesario y constante chequeo de las partes vivas de mí mismo y la firme determinación de la mente capitana, determinada siempre a arrancar un poco más de coraje de sus estólidas mesnadas.

En las dos o tres semanas que llevo entrenando he descubierto una realidad llamativa: la notoria discrepancia existente entre el sistema circulatorio y el sistema muscular acerca de la dificultad del esfuerzo. Mis músculos son un poco más locos y viva la virgen, y qué caramba, lo que les gusta es correr, igual que a los Ferrari. En cambio, mi corazón es como un contable adusto que comprueba desapasionadamente si tenemos o no fondo para despilfarrar. Las piernas piden oxígeno para ir así, a lo loco, y el corazón enseguida se pone a ciento sesenta y dice que hasta aquí hemos llegado. Es asombroso darse cuenta de que las partes de uno mismo tienen intereses y personalidades bien distintas.

Sospecho que, si sigo entrenando, mis sistemas circulatorio y muscular llegarán a algún tipo de acuerdo, y el primero podrá mantener su suministro sin desfondarse como ahora, dando un poco más de satisfacción al segundo. Entretanto, los músculos tendrán que esperar y limitarse a explorar sus límites en las rampas más demandantes de la colina, que es el único sitio donde llegan a recalentarse a veces.

En fin, que en mis paseos me veo un poco como aquel santo, Francisco de Asís, ya que igual que él hablaba todo el tiempo con las criaturas del campo, yo paso también todo el tiempo tratando de poner en razón a los tres locos sistemas que me componen, cada uno yendo a lo suyo sin pensar en los demás, nada más que para quejarse de sus respectivos comportamientos. Ahí entro yo, al fondo, tomando la forma de mi mente y tratando de mantener el orden para evitar acabar colapsado en una cuneta por culpa de tanto miope desvarío.

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Diego Buendia
EÑES
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Saliendo de la nada fui niño, músico, ingeniero, programador, padre, desarrollador SQL, prejubilado y vuelvo poco a poco a la nada.