La Sala de los Espejos Olvidados.

Manías y supersticiones.

Carles Xavier
El Laboratorio de Letras

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Si la tostada se caía del lado opuesto al de la mantequilla, Gumersindo sabía que sería un mal día. Odiaba las acumulaciones de gente por las calles de la ciudad hasta tal punto, que si debía pasar por debajo de una escalera para no mezclarse, lo hacía. Vivía con Paco, su gato. Y como no, de color negro. Tenía pocos cuadros colgados rectos. La mayoría los situaba torcidos y eran de artistas novatos, ninguna foto suya. Siempre decía, que lo mejor que tenía eran sus amigos Eustaquio y Eusebio (hermanos univitelinos), junto con Paco (el gato) y una petaca en la mesilla de noche.

Eustaquio odiaba mirar al suelo. Si lo hacía, empezaba el juego. Sólo podía ir pisando las baldosas que no estaban en contacto con la última que había pisado. Aunque lo odiara, por su expresión se podía ver claramente que era su juego favorito. Dejaba el paragüero en la puerta de su casa. Prefería que se lo robasen, a que alguien abriera algún paraguas dentro de su casa. Perfeccionista hasta quitar la última mota de polvo de una Siata Española a escala, que tenía guardada junto con una medalla que seguía tan brillante como el día en que la ganó en un torneo de fútbol a los 10 años.

La madre de los gemelos siempre contaba que: “Eusebio tardó unos cuantos minutos más en salir, era demasiado cabezón”. Lo era, y lo seguía siendo. Le costaba aceptar sus propios errores y dejar la última palabra para los demás. De los 3 amigos, posiblemente, éste era el más diferente. Trabajaba en una fábrica de espejos. Llevaba 30 años viendo su reflejo más de 300 veces al día, motivo por el cual, en su casa no se podía ver ningún espejo. Gracias a esto, tenía una habilidad espectacular para dibujar su propio rostro en cualquier papel con los ojos cerrados. Tenía un buen pulso con el lápiz a pesar de que la jubilación estaba al acecho. Se había casado 2 veces, según él: la primera fue un error y la segunda… también. Aunque del segundo matrimonio, tuvo una hija: Helena. Gracias a su hija, fue abuelo. No tenía ninguna manía, pero no le gustaba la palabra abuelo, le hacía sentirse mayor. A su nieto y a su hija, es lo que más quería en este mundo, junto con la comida de los domingos en casa de Gumersindo.

La cocina era bastante estrecha, aun así, Gumersindo hizo una fideuá magnífica. No le hacía falta poner alioli. “Si la fideuá está bien hecha, no necesita nada más. Todo lo demás, absorbe el gusto.” les dijo a sus amigos, que le pidieron la salsa y se negó a dársela. De este modo, se sentaron en la mesa. Eustaquio siempre lo hacía por el costado izquierdo de la silla. Gumersindo derramó sal adrede. Eusebio se sentó sin más, y antes que el anfitrión se llevara el tenedor a la boca, se escuchó como se rompía un plato junto con un maullido. Lo peor no fue el plato roto. Fue lo que contenía el plato. Una tostada de esa misma mañana con mantequilla. Se cayó con la mantequilla mirando un techo de humedades.

-Escuchad, más vale que volváis a casa. El día no pinta nada bien. – dijo Gumersindo con voz triste.
- ¿Otra vez la maldita tostada? – preguntó Eustaquio aun sabiendo la respuesta.
- No. Esta vez ya no es sólo la tostada. Esto es él mismo – añadió Eusebio con voz autoritaria - . ¿Sabéis que os digo? Que hoy va a ser un gran día. Quiero enseñaros algo. Venid conmigo.
- Ya iré otro día Eusebio. – su ánimo decayó en picado.
- El otro día, empieza a partir de ahora.

Así que cogieron el metro sobre las tres de la tarde. El recorrido fue de unos 30 minutos, pero como entre ellos nadie hablaba, se hizo eterno. Y más, para Gumersindo y Eustaquio que no conocían el destino. Al salir de la estación vieron que el cielo estaba muy oscuro por una gran acumulación de nubes. En caso de que lloviera, Eustaquio llevaba siempre un paraguas consigo mismo.

Se detuvieron delante de una gran fábrica. El cartel estaba bastante oxidado, sin embargo se podía leer el nombre: “Reflejos”. Estaban ante el trabajo de Eusebio. Éste les hizo pasar dentro y Eustaquio se esperó un momento a entrar.

-¿Qué haces ahora? – preguntó su hermano Eusebio.
- Estoy buscando un sitio donde guardar el paraguas. – dijo Eustaquio, mirando por el suelo de la entrada.
- Hoy no lo vas a dejar en ningún lado. Entra con el paraguas, lo necesitaremos.

Su hermano siempre le convencía, además, no quería discutir con él. Hubiera sido una batalla perdida. Siguieron a Eusebio hasta una sala muy fría.

-¿Qué clase de sala es esta? – preguntó Gumersindo desorientado.
- Es la sala de los espejos olvidados. Aquí están todos aquellos espejos, en que los bordes han salido mal, tenían una concavidad/convexidad incorrecta, entre otros defectos y no podían repararse, porque salía más a cuenta hacer uno de nuevo. Así que todos estos espejos no sirven. Pero hoy los vais a usar.
- Ya sabemos como somos, no nos hace falta vernos. – dijo Gumersindo.
- Por fuera no os hace falta veros. Por dentro sí. Siendo como sois, conoceréis la superstición de “Un espejo roto, 7 años de desgracias”. A ti Gumersindo, te encanta siempre probar las supersticiones, y esto te ha vuelto un obsesivo en potencia. En cambio, mi hermano no puede ni oírlas, es un maniático de cualquier dicho como este. Ahora “Gumer”, te daré una llave inglesa y quiero que la lances con todas tus fuerzas contra el espejo del final. Yo iré a la planta de arriba a verlo con mejores vistas.
- ¡No lo hagas! – intervino rápidamente Eustaquio – ¡Las desgracias irán para todos los de esta sala! ¡No nos hagas entrar en tu juego!

Como si fuera un jugador profesional de la Liga de Béisbol Americana, lanzó la llave inglesa con un precioso movimiento de muñeca e impactó contra el espejo, rompiéndolo en mil pedazos. Eustaquio gritó. Empezó a imaginarse como serían sus próximos 7 años hasta que escuchó la voz de su hermano. Provenía de arriba.

-¡Esto lo hago por ti! – desde la planta de arriba de la sala, Eusebio lanzó un cubo lleno de agua a Eustaquio.

Con pocos segundos para reaccionar, Eustaquio, apretó el botón de su paraguas y se abrió en milésimas de segundo. El agua empezó a recorrer la tela del paraguas haciendo un efecto de cascada improvisada que mojó por completo a Gumersindo. Ni una gota salpicó a Eustaquio.

-¿Qué rayos te pasa a ti hoy? – le preguntó a su hermano desde abajo.
- ¿A mi? A quien le ocurre algo es a ti. Piensa en que acabas de hacer.
El hecho de verse en peligro, hizo que Eustaquio, no pensará en sus manías y supersticiones y abrió el paraguas en un interior. Nunca antes lo había hecho.
- ¿Te has dado cuenta ya? El probar una superstición te ha salvado de acabar mañana con un gran resfriado probablemente. Es un instinto protegerse automáticamente ante los peligros. Si en una situación mala, el probar una superstición te ha ayudado, ¿por qué no olvidarte de las manías y poder vivir día a día sin miedo a nada?
- Lo que digas abuelo, pero el resfriado mañana no me lo quita nadie. – intervino Gumersindo enfadado.
- Te has resfriado tu solo. Has probado tu valentía con otro reto supersticioso. Hasta que no has roto el espejo, yo no he lanzado el agua. Si no lo hubieras roto, seguirías seco y mi hermano maniático. Lo que necesitabas, era un jarro de agua fría. Ser valiente está bien, no obstante, puedes poner en peligro a tus seres queridos. Los dos, os olvidasteis de disfrutar de la vida, porque la habéis convertido en un juego de probar y evitar circunstancias. Albert Einstein, dijo que “La vida es hermosa, vivirla no es una casualidad”, aprovechemos la oportunidad de sentirla en todo su esplendor.

Cuando salieron de la fábrica, las nubes habían desaparecido y hacía un sol radiante. Gumersindo se secó en un instante y fue a comprar los ingredientes de la comida favorita de Paco: Tostadas con mantequilla.

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Carles Xavier
El Laboratorio de Letras

En mi imaginación soy muchas cosas. En la vida real, Ingeniero Informático.