Asedio

Santiago Nieto Aristizábal
Suelo en Movimiento
9 min readJun 28, 2020
Foto: J.P. Restrepo (@jpresshot)

Casi todo el que me conoce al punto de haberse sentado a hablar deliberadamente conmigo ha escuchado la historia de cuando un man me dijo que me iba a matar. A muchos les cuesta creerme y la mayoría reacciona inmediatamente, buscando explicaciones a sucesos que yo nunca voy a terminar de comprender. Siempre que intento explicar lo que pasó ese día, el tiempo transcurrido en el relato es distinto. Con el pasar de los años se me ha hecho cada vez más difícil contar la historia con precisión y claridad; reconozco que han aparecido ciertas lagunas que me impiden darle continuidad y coherencia a lo que estoy contando. Muchas veces me pregunto si la razón para que esto suceda es la existencia de una suerte de reacción cerebral que me impide revivir los minutos de angustia y miedo, queriendo desfigurar mis recuerdos y dejar el rompecabezas incompleto para siempre. Una función de emergencia instalada en mi cabeza, que ha hecho que ahora, cuando me oigo hablar al respecto, sienta la presencia de una fuerte pero fugaz incredulidad, la cual me atormenta más ahora que en el mismo instante de los hechos: lo que estoy diciendo suena tan absurdo que ahora ni yo me creo lo que pasó.

No sé con qué palabras me saludó. Solo sé que llamó mi atención cuando caminaba cuesta arriba por el andén que bordea la Avenida Cañasgordas, más o menos a las tres de la tarde del miércoles siete de diciembre de 2016. De lo que pasó antes de eso recuerdo dos cosas: que ese día tuve que hacer los trámites para renovar el pasaporte en la Gobernación, y que me acababa de comer un burrito en una estación de servicio al otro lado de la calle. Me preguntó cómo funcionaba el MIO y dónde estaba la parada más cercana. Le expliqué, confundido por la disonancia en la ingenuidad de sus preguntas y la gratuita agresividad de su tono de voz, que si no tenía la tarjeta recargable lo más fácil era pedirle el favor a alguien que estuviera esperando un bus para que le vendiera el pasaje. Creí que mi trabajo estaba hecho después de haberle indicado que la parada estaba ahí, a menos de seis metros de nosotros.

— Muchas gracias — dijo, extendiendo su mano derecha hacia mi pecho, esperando una respuesta.

En el momento no creí haberme demorado mucho tiempo en reaccionar, pero cuando levanté mi brazo para responder entendí que estaba equivocado. Lo supe al verme amarrado a su cuerpo.

— ¿Qué pasa? ¿Acaso creés que te voy a robar? ¿Me viste cara de rata o qué? ¡Gonorrea!

Lo que pasó después puede resumirse como una sucesión de amenazas de su parte y concesiones de la mía; durante las cuales me contó que venía de Medellín y había sido francotirador para la guerrilla. Me mostró un cuchillo, me dijo que adentro de su maletín traía una variedad de armas de fuego y me hizo saber que no dudaría en utilizar alguna si no le hacía caso o si empezaba a correr. No podía saber de qué era capaz, realmente, pero no iba a ponerlo a prueba. Mi mente corría planteándome con precisión distintas opciones de escapatoria y sus probables desenlaces correspondientes. De más está decir que la fatalidad patente en esos destinos fue lo que me impidió moverme y me sumió en un estado de minusvalía total. Tenía que tomarle la palabra al hombre, y asumir que su airada confianza al hablar de cometer hipotéticos asesinatos en la vía pública no era en vano. De lo que sí podía estar seguro era que este tipo no me iba a robar, aunque por mi cabeza todavía desfilaba la idea de quedar empelota, entregando el pasaporte nuevo y la billetera con la plata que había traído de más, dizque por si necesitaba pagar algún trámite extra. No hubo lugar a dudas cuando — con nerviosismo — obedecí sus órdenes y saqué el celular.

— Apagalo — sus palabras cobraban vida en la pantalla táctil de mi teléfono — . Eso. Guardalo en el morral.

— Sí, sí. — intenté decir con un hilo de voz. Después me acomodé el maletín sobre un hombro.

— ¿Por qué no te lo ponés como alguien decente?

— ¿Qué?

— ¿Ah? El morral, güevón.

— Sí, ya, tranquilo — dije, mientras deslizaba el otro brazo por debajo de la correa correspondiente, para luego levantar las dos manos, abiertas, como contando hasta diez.

— A ver, marica, te voy a pedir el favor de que me respetés. Vos creés que yo soy una rata, y yo a vos no te voy a robar nada. Si me diera por quitarte algo, te quito el alma de un balazo. ¿Entendés? — Yo escuchaba en silencio — . Si querés que te respete la vida, como mínimo te pido que no me interrumpás cuando te estoy hablando.

Quedamos en que esperaríamos a que pasara el próximo bus, y para no levantar sospechas, hablaríamos como viejos conocidos que se encuentran casualmente en la calle. Inevitablemente me vi subiendo los escalones y pagando dos pasajes con mi tarjeta, agarrado de los tubos que sostienen el molinete de acceso en respuesta a la repentina aceleración de la máquina. Pensé ¿Qué pasaría si en plena confluencia de sudor arranco a gritar? ¿Me tomarán por loco? El tipo perdería la poca paciencia que le queda, capaz de desaparecernos a todos sin pensarlo. En mi fantasía quise ser héroe, y en fracciones de segundo abandoné el universo posible de los gritos de auxilio y el alboroto, prefiriendo — en la opción que no implicara llevarme a la tumba un montón de gente que ignoraba por completo el fortuito encuentro de la Cañasgordas — el reconfortante y solitario estadio de la entereza moral. Caería como mártir, en silencio, y el único registro de mis actos de valentía pusilánime quedaría grabado en mi consciencia. Pero antes de caer, ¿a dónde me llevaría el presunto exguerrillero? Podía hacer lo que le diera la gana conmigo. Sopesé esas palabras mientras resonaban en mi cráneo, y por primera vez creí tener un entendimiento mínimo de la sensación de secuestro: el resto de mi vida estaba a la disposición inequívoca de otro. Enajenado y listo para la caída, sentí el tiempo detenerse.

La sensación de vacío en mi pecho se tornó tan intensa que, contrario a lo que es de esperarse, dejé de sentir mis pulsaciones. El ruido exterior desapareció, escuchaba la voz del tipo y, más clara que nunca, una voz interior que me obligaba a mantener la calma y a obedecer y asentir cuando fuera necesario. Estaba tan ido escuchando esa voz, que a veces no alcanzaba a escuchar alguna de las preguntas recién lanzadas por la otra, y su dueño reaccionaba agresivamente al mínimo indicio de distracción. Como si se tratase de una fotografía en la que hay un primer plano claramente definido, en ese momento todo lo que pasaba alrededor de nosotros estaba fuera de foco. Mis ojos no distinguían nada más allá del cuerpo que tenía al frente, el resto era el tránsito efímero de sombras que se desplazaban arriba y abajo por el andén del que yo ahora me encontraba aislado. Incomunicado con mi familia e incluso con las personas que pasaban tan cerca a nuestro lado, que era obvio que nos veían. Pero no tenían de qué preocuparse, se habían comido el cuento de que este man y yo éramos amigos o colegas; y nos contábamos las peripecias del diario vivir. Pensé una cantidad de veces en gritarle a una de esas sombras, para derribar esa cortina de humo y que todos estuviéramos en el mismo plano… pero no fui capaz. Ante cualquier impulso de escapatoria, la voz interior me sembraba en los ojos la imagen del caos, el disparo, el cuerpo y el charco de sangre sobre la Cañasgordas. Pensaba en cómo titularían los diarios locales la absurda tragedia: “Balacera en la Cañasgordas”, “Muere joven de 18 años por presunto atentado sicarial”; y en la entradilla: “Le cortaron las alas y acabaron con sus sueños para siempre”, “Todo el tiempo que tenía por delante”

Mis cavilaciones amarillistas se interrumpieron cuando me dijo que me iba a dejar ir, y una corriente de energía y adrenalina corrió por mis venas. Me explicó que caminaríamos hasta el siguiente semáforo, y yo debía girar a la izquierda y caminar por esa cuadra sin mirar hacia atrás o cualquier otro lado, mientras él desaparecía cuesta arriba. No lo pensé dos veces y empezamos a caminar en silencio, uno al lado del otro. Ahora en mi mente no había nada más que el pensamiento de mantener la calma y seguir las instrucciones. Pero ya estaba tan acostumbrado a permanecer junto a él que terminé cometiendo un error que casi me cuesta mucho más de lo que puedo imaginar: llegado el semáforo seguí caminando a su lado, cegado por la idea de ser libre y anestesiado por la impotencia.

— Quiubo marica, ¿en qué quedamos?

Me detuve en seco, los pies sobre el asfalto pintado a rayas. Pensé que mi vida era como un laberinto de pasajes que se bifurcan y había llegado a una intersección crítica y definitiva. ¿Qué tanto de lo que “elegimos” es realmente prueba de nuestra voluntad hecha acción? Entendí que el movimiento constante de los cuerpos se da al ritmo y la merced de un mañana que no existe, y que solo se trata de un deseo que se tiene en el presente. Me temo que en ese momento eterno, entre girar a la izquierda y seguir derecho, estaba la diferencia entre contar esta historia o desaparecer para siempre. Cuando finalmente giré, empecé a caminar perpendicularmente al tipo a la vez que detrás de mí se construía la imagen del tipo de pie, con una pistola que nunca vi, desenfundada y apuntándome. En mi espalda se abría un agujero que succionaba mis órganos y dejaba el espacio para que pasara limpia la bala, que debía estar viajando en la misma trayectoria que mi cuerpo, solo que unos metros más atrás. Con ese dolor insufrible en el pecho vacío y con la espalda hecha una grieta, caminé la cuadra eterna, masticando la sensación ininterrumpida de la bala explotando contra mi tejido óseo y terminando perpetuamente con las conexiones neuronales entre mis piernas y mi cerebro. En medio de la desesperación y mi creciente agonía, mi visión empezó a fallar: veía la noche caer sobre mí. Al llegar al final de la cuadra, respiré hondo y giré la cabeza hacia atrás, en busca del rostro asesino in fraganti.

No vi nada, o mejor dicho, vi todo lo que había dejado de ver por quién sabe cuanto tiempo: el transitar constante de los automóviles y sus luces encendidas, personas caminando indiferentes en ambas direcciones por la Avenida… se me destaparon los oídos y el ruido de la ciudad me golpeó como una ola de mar tormentoso. Tenía la espalda intacta y estaban todos los órganos ocupando su lugar en la repisa. Quizá lo único que no encajaba en el cuadro era mi helada presencia, inmóvil en medio de la calle. Tan pronto como pude, me adentré en la cuadra más cercana y paralela a la Cañasgordas, desapareciendo detrás de los edificios. Empecé a correr y a llorar y a pensar en lo absurdo de todo lo que acababa de pasar. Saqué y encendí el celular, pero no recuerdo haber visto la hora — de ahí que no tenga registro exacto de la temporalidad de los hechos — , lo único que quería era hablar con alguien que me hiciera sentir seguro y escapar para siempre de la existencia de ese ser.

Aún sigo sin encontrar una explicación lógica por la que me haya dejado ir sin robarme un peso. Lo que sí me quitó fue la tranquilidad para andar por la calle — la paranoia ante cualquier sombra ajena que se asoma en la periferia de mi visión es mi nueva normalidad — . Hoy pienso que hubiera preferido ser víctima de un atraco corriente, así perdiera el celular y la plata. Las secuelas de lo sucedido en ese día de las velitas se habrían esfumado como la llama que derrite la cera sobre el asfalto. Y aunque los meses siguientes fueron horribles por la sensación omnipresente de poder encontrarme al supuesto exguerrillero, nunca logré hacerme una imagen clara del recuerdo de su rostro. He intentado, obsesivamente, completar el rompecabezas, pero lo único que consigo ver con claridad son sus cicatrices; el resto es una nube confusa e indefinida, encima de un cuerpo estándar. Sin embargo, eso no me quita en lo más mínimo la certeza de que el día en que lo encuentre, detrás de una caja registradora, comiendo en alguna cafetería, en medio de una multitud en el transporte público o simplemente, otra vez, caminando por la calle; las piezas sueltas vendrán a mí tan fácil como él vino a pedirme indicaciones ese día. Sus ojos, sus cejas, su boca, su nariz y sus cicatrices no serían aproximaciones estimadas; sería él: un niño que juega y mueve los peones¹, y las posibilidades serían todas una sola.

¹ El tiempo, un niño que juega y mueve los peones (Heráclito, fragmento 59).

Escribe Santiago Nieto Aristizábal: estudiante de música y comunicación en la Universidad Icesi, director de la plataforma editorial Suelo en Movimiento y escritor de cuentos y canciones.

Fotografía J.P. Restrepo: estudiante de comunicación en la Universidad Javeriana Cali.

Suelo en Movimiento está en Instagram: @sueloenmovimiento y en Twitter: @suelomovimiento

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Santiago Nieto Aristizábal
Suelo en Movimiento

Me gusta escribir sobre literatura y sobre música, y también escribo cuentos. Me apasiona pensar en la memoria, los afectos, el sinsentido y la belleza.