El cuidador

Carlos Alberto Fernández Benítez
Suelo en Movimiento
11 min readJul 5, 2020
Ilustración original por @Fussy.floro (Instagram)

Cuando caminé entre los espejos, me sentí vulnerable y pensé en renunciar. El salón tiene doce metros de largo por doce de ancho. Cada pared lateral está cubierta por un espejo que la abarca por completo. Los espejos están enfrentados y se reproducen solo a sí mismos y al salón hasta que yo irrumpo — soy su único visitante — , y aun entonces, persiste la soledad, hasta que mi imagen se realza en los cristales y me convierto en un repetido objeto decorativo — como una mesita de madera o una fila de libros — que irradia algún grado de calor. Entonces me descuelgo el morral y voy al baño a sacar la estufa de gas.

La primera noche extendí el saco de dormir en medio del salón, calenté unos espaguetis, bebí una taza de agua aromática y me levanté para apagar la luz. Anduve por el salón buscando el interruptor, pero no lo encontré y volví a meterme en el saco de dormir. Cerré los ojos y, pasados unos minutos, me di la vuelta. Volví a girar al cabo de un rato. Algo me perturbaba y no era la luz del bombillo del techo. Me sentía expuesto, como si estuviera asomado a muchas ventanas, a través de las que veía y me veían, unas superficies traslúcidas por las que escapaba el calor del salón. Asumí que no podría dormir si permanecía entre los espejos y agarré el saco de dormir, la estufa y el pocillo, y me fui con ellos al baño. Extendí el saco entre el lavamanos y el salón. Cuando me acostara, la curva abombada del inodoro gravitaría sobre mi cabeza como una luna. Los pies permanecerían fuera, en la órbita de los espejos. Que la emanación glacial del salón se me metiera por los talones, no por las sienes.

También fue una decisión estética. El salón debía permanecer vacío, lleno de sí mismo, no de zapatos, medias, morral y pelo revuelto de hombre. Se me metió la idea de que no había podido dormirme porque mi presencia rompía la armonía del salón. Los espejos deben estar solos, pensé. Mi lugar es este cubículo. Qué equivocado estuve sobre el deseo de los espejos cuando arrastré fuera del salón mi saco de dormir y mis cosas.

Después de comer, acostumbraba a recostarme en el saco y me quedaba mirando el techo del baño, en donde había un hueco en el que alguna vez hubo un bombillo. La luz que me iluminaba provenía de un tubo fluorescente situado encima de un espacio ovalado más blanco que el resto de la pared, sobre el que alguna vez debió de haber un espejo. Impregnado de ese paisaje desmantelado, me inclinaba y jalaba la cadena para apagar el tubo. La imagen del baño permanecía en la semioscuridad y se desvanecía gradualmente como un fantasma. Despertaba azorado bajo la claridad del amanecer, que entraba por la ventana estrecha del muro de la ducha. Una noche soñé que era un gato. Supongo que tuve ese sueño porque antes de acostarme me asomé al salón y vi en los espejos mis ojos pardos entornados. Tras apagar el tubo, seguí viendo con los ojos cerrados los espejos y sus reflejos. Entre ellos apareció el gato. Estaba enroscado y despierto sobre el saco de dormir. Cuando tuvo suficiente conciencia de sí mismo, se desenrolló para explorar el salón helado y luminoso en que acababa de nacer y se sorprendió al verse repetido en uno de los espejos. Era un hermoso gato rayado con el cuello blanco. Ganando confianza, se acercó — me acerqué — . Adelanté la cabeza y los gatos del espejo adelantaron las suyas hacia los confines de la galería curvada que formaban los salones en que estaban dirigiendo sus cabezas a espejos colmados de ellos. Cuánta nostalgia y extrañeza me produjo verme fuera de mí viviendo ese minuto. Fui un gato melancólico y una pizca filosófico. El gato más distante de la galería me pareció el último, que antecedía al último, que antecedía a una fila de últimos gatos que ya no alcanzaba a ver. ¿O aquellos eran los primeros?

Giré y vi que yo era apenas uno de la serie, que se prolongaba hasta un inalcanzable último gato de una fila también curvada que albergaba el espejo al que le había dado el rabo hasta que me volví hacia él. Alcé una pata y la alzaron los gatos a mis dos costados. Me esponjé y se esponjaron, devolví al salón el aire teñido de luz pálida que acababa de aspirar y devolvieron el aire pálido a sus respectivos salones. Me estiré como mi soñador había visto estirarse a los gatos en la calle cuando estaba despierto, y el placer del estiramiento cosquilleó en mis incontables miembros. Me estiré aún más viéndome multiplicado en los espejos, admirado de no terminar en el ápice de mi cabeza nevada ni en mi rabo gris, entregado a la voluptuosidad de ser un gato infinito. Ajusté el tiempo de aquel ejercicio para que su duración también fuera infinita y en el acto todos los gatos nos ralentizamos. Estábamos estirándonos de forma tan dosificada que nuestro movimiento era una fascinante quietud. Yo era un gato hechizo, producto de las observaciones e imaginaciones de gatos del hombre que soñaba conmigo. Gracias al sueño, del que tenía una conciencia vaga en mi condición de gato, habitaba un mundo sin roces de huesos ni crispaciones por el peligro. Un mundo sin hostilidad.

Estirados más allá de la delicia los innúmeros gatos, me contraje de súbito. En mi conciencia híbrida se había abierto una fisura por la que se coló, a través de mis ojos atónitos, un pavor frío. Desperté. Me vi desamparado delante de los espejos, en medio del salón, con una desavenencia en el cuerpo, como una lámina de metal curvada, como un dolor transversal.

Fueron ellos, me dije entre el sueño del gato y la vigilia del hombre que acababa de abrir los ojos. Salir puede ser peor, pensé. Mejor no a esta hora. Las calles están desoladas y me expongo a un atraco, aunque no lleve nada encima. Pero no podía continuar a merced de los espejos, por lo que regresé al baño, cerré la puerta y recosté contra la hoja de madera la tapa de la olla en que calentaba la comida. El estrépito de la tapa al caer me despertaría si volvía a levantarme dormido e intentaba abrir la puerta para pasar al salón.

El baño era frío, olía a baño y a blancura percudida. Me propuse llegar exhausto de la calle a la medianoche para no tener pensamientos perturbadores y conciliar el sueño rápidamente. El resplandor de los espejos me espabilaba en cuanto pisaba el salón. Mi cuerpo se ponía alerta, consciente de una acechanza. Reunía valor — o resignación — y pasaba con zozobra entre los espejos deseando alcanzar el baño para ponerme a salvo de su influjo. En el estrecho rectángulo blanco renacía el cansancio del cuello, las piernas y las mandíbulas. Se me desgonzaba la cabeza. Gastadas mis últimas fuerzas en el paso azarado entre los espejos, no me quedaba sino cerrar la puerta, recostar la tapa de la olla y abandonarme al sueño, que me conducía hasta la mañana siguiente a través de una ausencia de imágenes que al principio interpreté como un triunfo adicional de mi estrategia de agotarme para dormirme enseguida y después como lo que de verdad era: el vacío del salón repetido en los espejos, mi conciencia de esos espacios innumerables, que permanecía despierta mientras yo dormía al otro lado de la puerta. Soñaba sin interrupción con ese vacío hasta que abría los ojos.

No encontré manera de acallar esa conciencia. La puerta cerrada y la tapa de la olla eran salvaguardas exiguas. Una lámina de madera y un trozo de metal no bastarían para detener el influjo de los espejos. Tampoco, los esfuerzos que hacía cada noche para agotarme. No importaba que en la calle me arriesgara a ser sepultado por el aluvión de cuerpos humanos que se arrojaban con violencia sobre los transeúntes nocturnos para inmovilizarlos y despojarlos de lo que llevaran encima. Eran como planetas a los que súbitamente atraía otro, al que golpeaban y apuñalaban si oponía resistencia. Hola, vecino, me saludaban cuando me veían merodear por la zona de sus operaciones. No importaba que me metiera en callejones empedrados y estrechos cuya oscuridad era motivo de espanto. Poco importaba que comiera tarde y mal por falta de fondos y que, mientras bebía el café recalentado de la sobremesa mirando unos fritos aguados expuestos en una vitrina, repasara cómo se me habían ido cerrando las puertas hasta reducirme a la calle, de la que me libró la oferta de un familiar de mi madre de cuidar el salón, una labor que habían rehusado mis antecesores a los pocos días de iniciada y por la que recibía una cantidad ínfima, pues el grueso de mi paga, según convinimos mi pariente y yo, consistía en un techo para no dormir a la intemperie. A mis fatigas se sumaba la de lidiar a medianoche con el candado trabado de la reja corrediza del edificio, que debía empujar con los brazos exhaustos y luego con todo el cuerpo para abrir una rendija por la que a duras penas conseguía pasar. Avanzaba por el pasillo hasta el fondo sumido en la oscuridad y doblaba a la izquierda. Al enfilar el último tramo, aumentaba mi zozobra debido la proximidad del salón, cuya puerta abría para hallarme sin remedio entre los espejos. No importaba que cada noche hiciera cuanto podía para vaciar mi mente. El agotamiento no evitaba que se me descompusiera el ánimo cuando atravesaba el salón, ni apagaba mi conciencia de los espejos una vez que me quedaba dormido.

Cada semana destinaba una mañana a limpiar el salón. Era el único día en que no salía casi al momento de despertarme, después de bañarme con el chorro helado de la ducha y de agarrar el pan y el trozo de queso que guardaba en una caja de plástico que me servía de alacena, de los cuales daba buena cuenta mientras recorría los pasillos, que seguían siendo tétricos, aunque ya había amanecido. Antes de que las campanadas de las iglesias dieran las siete, estaba de nuevo en la calle, a la que barría la luz blanca de la mañana, que me hería los ojos y revivía el azoramiento que sentía entre los espejos.

Las energías que me proveía mi escaso desayuno me duraban hasta más o menos las dos de la tarde, cuando, después de ir y volver varias veces entre la populosa plaza de Bolívar y el Museo Nacional, precedido por juegos de escalinatas en cuyos muros balanceaban las piernas quienes esperaban a alguien, me metía las manos a los bolsillos para ver si me alcanzaba para almorzar. Siempre he sostenido una relación azarosa con el dinero. Si tenía, me metía a un restaurante y pedía, o bien la sopa, o bien el seco, o bien el plato completo, en caso de que el día anterior hubiera recibido el sobre con la quincena. Y luego, a patear la calle hasta la medianoche.

Mientras caminaba entre el gentío diurno y los postes y las esquinas nocturnas, agradecía disponer de esas horas y esas calles, que se abrían a mis pasos y se ramificaban en múltiples direcciones formando cuadrículas estrechas y tortuosas y a veces semicírculos. Me parecían un milagro que se me metía por los ojos y me llenaba de oxígeno. La ciudad que se extendía en torno al salón era mi refugio contra los espejos. Habría quedado a su merced de no haber contado con esa extensa porción de suelo.

Un lunes antes del amanecer mojé el trapero en el balde y comencé a pasarlo por el parqué. Era tan extenso que me pareció que no terminaría nunca. A medida que me internaba en el salón, crecía mi desasosiego. Avancé rodeándome de brochazos de humedad, como queriendo sitiarme a mí mismo para no escapar una vez que llegara al centro.

Solté el trapero dentro del balde y el palo se inclinó despacio hasta rebotar contra la madera. Me encontraba a la misma distancia de los dos espejos. Ya había terminado de bajar los brazos y me quedé quieto. Mientras permanecí alerta, no sentí nada. Luego caí en un estado de fascinación. Me vi repetirme en el espejo como si asistiera a la creación de cada reflejo. Me seguí a mí mismo, salón tras salón, a través de la pared de cristal, pensando — dejándome pensar, pues era una entrega — que no estaba asistiendo al momento en que se formaba cada uno de mis reflejos, sino que su número infinito, que se extendía a través de una región ilimitada, estaba desde el comienzo en el espejo y que yo estaba contemplando el pasado. Ese pasado se deslizó a través del cristal como una ola hasta mezclar sus aguas con las del presente que transcurría en el centro del salón. El encuentro de tiempos me produjo un mareo delicioso que venció mi resistencia. Me sentí liviano y sin hambre, congraciado con mi suerte, y me dejé absorber por los reflejos de ese momento que se sucedían en el espejo. Quise vivir para siempre en ese salón a esa hora dulce del amanecer. Cada reflejo reiteraba la promesa de cumplir mi deseo. Aunque aún me daba cuenta de que estaba de pie, mi conciencia me persuadía de que yacía sobre una corriente que me conducía suavemente hacia lo profundo del espejo, donde me aguardaba la eternización de ese minuto. La corriente me apretó los costados, como acomodándome, y se volvió impetuosa. No me gustó esa especie de abrazo. Me rebelé a su certeza de que le pertenecía y mis pies volvieron a sentir el suelo. Experimenté un desamparo indecible al verme de pie en el espejo. Me di cuenta de que era capaz de moverme y corrí a través del salón.

La calle apenas estaba comenzando a vivir. Anduve entre los escasos peatones de esa hora de la mañana y llegué la plaza de Bolívar. Luego giré hacia el norte y volví sobre mis pasos. Una hora después, busqué de nuevo el sur. Mientras caminaba la ciudad, no hice otra cosa que ver los espejos, tal como me sucedía cuando cerraba los ojos en el baño y mi sueño eran ellos. Al atardecer, cuando habían empezado a bajar las brisas frías de los cerros, pensé en arrojarme de un puente para que me arrastrara el tráfico. En la noche se me ocurrió que no sería muy difícil hacerme matar en la calle. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta y los vi, enseñoreados del amplio espacio vacío, más imponentes en la realidad que en mi pensamiento, en el que permanecieron fijos durante todo el día, del que no recordaba casi nada.

Caminé bajo la luz perenne del bombillo del techo hasta el balde y el palo caído del trapero, cuya mecha flotaba en el pozo oscuro del agua. Me detuve frente a los espejos y sentí aflorar su voracidad. Mis ojos no parpadeaban. La imagen única de un hombre era insuficiente. Una codicia despojada de la máscara del ensueño producía mi reflejo en un espejo y el otro lo repetía a una velocidad iracunda. El mecanismo de los espejos había dejado de ocultarse. Cada reflejo superaba en avidez al anterior en un nuevo y fallido intento de ser el hombre de carne y hueso que los contemplaba con estupor. Sentí disolverse el suelo y las paredes del salón. El pavor me había paralizado el tiempo suficiente para que cada imagen acrecentara la voracidad de la siguiente hasta que, engrandecidos por su propio furor, los espejos pudieran satisfacer su envidia hurtándome del salón y cumpliendo su deseo de no albergar más a la réplica, sino al modelo.

Escribe Carlos Alberto Fernández Benítez: autor de cuentos, profesor de literatura fantástica y sonora y de comunicación oral y escrita en la Universidad Icesi. Realizador radial. Estudió Comunicación social y Filosofía. Perteneció a la compañía Teatro de los sentidos.

Ilustra juan sebastian florian: estudiante de Diseño de la comunicación visual en la Universidad Javeriana Cali e ilustrador de cuentos.

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