El virus

Juan David Rincón Huertas
Suelo en Movimiento
9 min readJul 19, 2020
Ilustración original por María Martí @mierda.mia (Instagram)

Hubo un tiempo en el que trabajé en hospitales. Le leía a los pacientes. Recorría los pasillos de los diferentes pisos con un carrito en el que cargaba los libros. Entraba a las habitaciones y le dejaba algo que leer a los pacientes o a sus acompañantes en los casos en los que podían leer por su cuenta, y les leía yo mismo a los que no. Sobre todo me gustaba leerle a pacientes en difíciles condiciones, aquellos que permanecían sedados o inconscientes la mayoría del tiempo. Sentía que podían escucharme desde una lejana orilla o desde otro tiempo. Tomaba una silla, me sentaba a su lado, abría el libro, y como si conociera al paciente de toda la vida, les hablaba con una extraña familiaridad que solo podía darse por el vínculo de una lectura en voz alta.

Luego sobrevino el virus.

Naturalmente, entre los primeros afectados estaban jóvenes como yo, estudiantes de letras o filosofía. Era una enfermedad que entraba por los ojos, pero, como se comprobó casi de inmediato, también por los oídos. Los síntomas principales eran una extraña y fantasiosa distorsión de la realidad. Todo empezó como una experiencia psicoactiva. Por medio de los libros y los textos se alcanzaban estados alterados de conciencia. La gente se empeñaba por ver qué lectura le iba mejor para lograr un buen viaje. Novelas largas para efectos prolongados. Poesía o microrrelatos para altos detonantes de una corta, pero poderosísima, duración. También se logró descubrir una gama de variaciones según la fuente o el autor del texto. Los distintos tonos poéticos o narrativos conllevaban efectos distintos. Woolf te ponía demasiado reflexivo. Sade cachondo y transgresor. Kerouac bien experiencial. Hesse un tanto místico y trascendental. Pero los resultados no solo variaban según la lectura, sino que, además, dependían del lector. Cuando empecé a sentir los efectos alucinatorios de leer me di cuenta con descarada prontitud de que me iban bien las lecturas decimonónicas. Flaubert, Tolstoi, Balzac o Dostoievski me elevaban a niveles insospechados de éxtasis y encantamiento. Al principio fui ingenuo ante la experiencia y lo entendí como simple placer estético, una sensibilidad agudizada que se rendía a la potencia del lenguaje, la magnitud de las descripciones, la fuerza psicológica de los personajes y los torbellinos de la trama. Y continué con mi labor como lector en los pasillos de la enfermedad, el dolor y la muerte sin saber que era un portador de un nuevo virus, peligroso y de fácil transmisión.

Esos efectos que se producían en mí se podían transmutar a otros por el mero hecho de leerles en voz alta. Visitaba a diario las habitaciones del hospital creyendo que cumplía con mi deber: ofrecer una sana distracción a los pacientes para que, por un momento, pudieran tener una sensación distinta al dolor o las preocupaciones que afligían al espíritu por un cuerpo doliente. Veía buenos resultados en mi trabajo. Los pacientes respondían favorablemente a los ejercicios de lectura. Cada vez que entraba a algún cuarto o pabellón encontraba rostros lastimeros y agobiados y al abandonarlos y dirigirme a los pasillos, todos tenían la expresión transformada y renovada. Me sentía bien con lo que hacía. En verdad estaba ayudando a que los enfermos encontraran otras vías de recuperación, que, si bien no eran completas, por lo menos funcionaban como alicientes de buena salud. Continué leyendo durante mis turnos en el hospital y acudía a los desesperados llamados de mis oyentes, que cada vez eran más. Antes, había pacientes reacios a mi compañía lectora, pero luego mis tiempos y mi voz no daban abasto y en el hospital consideraron prudente la contratación de un segundo lector. Luego, al terminar mi turno, llegaba a mi casa y me dedicaba a leer voluminosas obras. Terminé Guerra y Paz en medio de un jubilo que nunca había sentido y de una explosión de sonidos que aún caracoleaban en mi oído interno y alcanzaban como una eyaculación vigorosa la flor etérea y abierta de mi cerebro, en medio de una sensación de gloria sinestésica, temblores por todo el cuerpo y un castañear incesante de mis dientes. Notaba que todo daba vueltas a mi alrededor, sentía la respiración de las baldosas del suelo y de cada mueble de mi pequeño apartamento; sentía mi propia respiración de un modo inusitado, era consciente del necesario movimiento de cada célula en las ramificaciones de mis pulmones. Era consciente del baile ininterrumpido de las palabras por las páginas, la disolución de los folios en mis manos y la fusión de mis manos en el papel. Me quedaba dormido en medio del dulce arrebato de las letras en cada poro y el sueño venía a recargarse en mis pupilas colosalmente dilatadas, como pobladas de un universo magnético en el que se sucediera una y otra vez la explosión inicial de fuerzas atómicas.

Disfruté mis labores hasta que, en medio de una extraña jornada, una joven paciente de bronquitis a la que le leía empezó a convulsionar. Los médicos intervinieron, la estabilizaron y luego realizaron tomografías y otros exámenes. No percibí la relación directa entre mi lectura y su reacción, pero con el tiempo noté cómo otros enfermos respondían de forma similar. Fue entonces cuando empecé a escuchar de eso mismo en otras instancias. En el pasillo de la facultad de letras, a donde iba a clases en contrajornada a mi trabajo, también empezó a suceder. Los profesores que leían en voz alta algún pasaje especialmente críptico de Joyce o un poema de Borges quedaban absortos ante su propia alteración sensorial y a la más diversa gama de reacciones alucinatorias y psicodélicas de sus alumnos.

Si en el hospital los enfermos de cáncer terminaban colgados luego por las obras de Cortázar, en las clases los jóvenes derivaban en una adicción irrefrenable por leer poemas o cuentos de Boris Vian y todos, sanos o enfermos, aquí o allá, se hacían una sola masa de condenados al éxtasis alucinógeno de la literatura.

No solo había efectos psicotrópicos a corto plazo. También había mellas permanentes. Los afectados eran incapaces de distinguir entre una verdad y una ficción literaria. Lo confundían todo. Les daba igual leer una noticia del periódico que un cuento de Clarice Lispector o una novela de Alejandro Zambra o un poema de Fernando Pessoa. Y por supuesto, eso empezó a notarse en la forma en que se movían por el mundo. Buscaban desesperadamente alguna lectura. La gente leía demasiado, incluso aquellos que nunca se habían acercado a un libro o a una biblioteca, y vivían en un eterno sueño de enormes proporciones e imágenes dantescas del que no querían salir nunca. Los libros eran un narcótico eficaz. Se robaban los libros de la biblioteca y los leían en las noches cuando nadie los veía. Algunos traficaban con lecturas, tal como yo lo hacía al inicio sin saberlo. Y entonces sufrían, o todo lo contrario, disfrutaban de múltiples alucinaciones. Tal como me había sucedido a mí, cuando leía en mi apartamento en una soledad hipersensorial.

Y naturalmente, prohibieron leer.

Cerraron las bibliotecas.

Suspendieron las clases.

Echaron a los maestros de sus cátedras.

Como era de esperarse me despidieron de mi empleo y todos los sectores se encargaron de crear mecanismos de control para un virus que empezó siendo silencioso y ahora estaba totalmente desbordado.

En medio de un irreflexivo acto de fanatismo, la Biblioteca Nacional ardió en llamas por la acción de un supuesto mesías que buscaba la salvación del mundo entero. El gobierno vio con buenos ojos tal destrucción e invitó a las personas a deshacerse de sus libros, que como pájaros milenarios salieron despedidos por las ventanas de casas y edificios; muchos de ellos fueron quemados o llevados a prensas de papel. En medio de un escenario tan cruento, algunos viejos que se aferraban a la esperanza de la literatura recitaban monólogos de Shakespeare o versos de Bécquer por las calles mientras más y más libros caían en desbandada desde los balcones hasta que la autoridad intervenía y los acallaba con la potestad de sus armas.

Se crearon pabellones especiales para los escritores y escritoras en los hospitales. Se les privó de todo tipo de herramientas que pudieran usar para escribir y por supuesto se les negó el placer de cualquier lectura. En ellos se daba un desborde de niveles de dopamina, como si el encierro fuera un morboso aliciente para su creatividad, y estallaban en ardiente furor para poner por escrito al menos una línea de prosa, un verso, la frase de un diálogo elocuente, lo que fuera. Durante su permanencia como internos, muchos se arañaban la piel con tal de impregnar una palabra en un brazo o una pierna, propia o ajena, con ayuda del filo de una uña, con la punta de una jeringa robada a algún enfermero. Los que estaban en habitaciones compartidas no tenían ningún problema en desnudarse y ofrecer su espalda para que otro le escribiera una historia, como un tatuaje, y la leyera en voz alta, en medio del advenimiento de locura y frenesí del que escuchara, que se derramaba en efluvios de serotonina.

Y ahora estoy aquí en este hospital, del otro lado, como un paciente más. Tuve un ligero accidente. Accidentalmente decidí arrojarme por una de las ventanas de cristal desde el tercer piso de una sala de la biblioteca. Estaba llena de estantes vacíos. Llena del silencio de los que ya no leían. Y accidentalmente sobreviví. Me enyesaron la pierna derecha y el brazo izquierdo. Tengo múltiples laceraciones y un cuello ortopédico que me asfixia sin cumplir mis deseos suicidas. En otros tiempos, los que me visitan habrían escrito algún mensaje en los yesos. Eso no podría suceder ahora. Las fábricas de papel y de lapiceros se habían ido a la quiebra, así como librerías y editoriales que despidieron a sus empleados y cerraron. Muchos autores se suicidaron y otros fueron encerrados en asépticos pabellones del silencio y la orfandad de los que ya no tienen prosa ni poesía.

Una noche empecé a vociferar. Las enfermeras acudieron. Yo gritaba, ellas intentaban callarme. Quisieron sedarme, pero yo aullaba poesía. Ellas tal vez nunca habían leído un libro o no lo habían hecho en mucho tiempo porque no reconocían ni una sola palabra de lo que salía por mi boca, como espuma de rabioso. Me dormí al arrullo de los tranquilizantes recorriendo mis venas, a falta de un chute de literatura. Al día siguiente probé mi artimaña nuevamente y encendí los pabellones con mis gritos. Con Lorca y Gómez Jattin a voz en cuello. Y nuevamente acudieron médicos y enfermeros como ángeles de la muerte y silenciaron con sus agujas mi ímpetu narrativo y colérico, pero alcancé a notar, antes de dormir de golpe, que los demás pacientes reaccionaron a mis gritos y el sueño me llegó acompasado de otros gritos de internos que mascullaban atropelladamente alguna frase que recordaban. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Y Macondo era entonces una aldea de veinte casas entre mis párpados hinchados que se cerraban para conciliar sueños intranquilos y horas repulsivas. Al tercer día, la tercera noche de mi griterío, me encerraron en el pabellón de la locura de los que ya no escribían. Yo, que nunca había escrito un párrafo, me vi confinado al mismo nivel que los rostros de aquellos que solo había conocido a través de una portada o de un lomo, cuando mis dedos pasaban la página y mi voz recreaba lo que solo vivía al interior de un libro.

Veía los rostros de fiebre y necedad, veía los brazos escritos y las marcas de sangre que dibujaban a veces solo una palabra. Me dejaron en una de las esquinas. Tirado en el suelo a pesar de mi estado. Yo era lo más parecido a un papel que ellos, los antiguos escritores, habían visto en meses. Se me acercaron. Me expuse como un folio listo para ser usado. Una de ellas se lanzó a mi pierna quebrada y quiso escribir, pero no había nada con lo que pudiera hacerlo. Los demás me veían con sus ojos enloquecidos. Entonces, uno se tiró al suelo y se quedó echado boca abajo un buen rato, hurgando el piso. En el ambiente había una pausada desesperación. Yo seguía con mis brazos y mis piernas extendidas, sintiendo los aguijones del dolor recorriéndome los huesos y los músculos. De repente, el hombre del suelo se levantó, empuñando las manos, victorioso, sosteniendo algo. Un clavo que había arrancado del tablado. Entregando mi ofrenda para el ritual de la escritura, mostré los vendajes de mi cuerpo. Ellos sonrieron y se acercaron. El del clavo se lo enterró en un brazo y la sangre manó. En medio de la violencia creativa decidieron que era mejor liberarme de los yesos para que ellos pudieran usarlos de mejor manera y los arrancaron de mi cuerpo sin dilaciones, extendiéndolos por el suelo donde luego se acurrucaron a usar la sangre de uno de ellos como tinta. Mis aullidos de dolor se concatenaron con recitaciones de Whitman y de Vallejo.

Ellos y ellas terminaron de escribir la historia.

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