Encuentros remotos con mujeres y gatos

Autor anónimo
Suelo en Movimiento
4 min readAug 23, 2020

A Angelita
Por: VH

Ilustración original por María Martí @mierda.mia (Instagram)

Mis recuerdos de gatos son lejanos. Alguna foto tuve cargando uno desprolijamente a los 3 años. Alguna visión somera me queda de una mudanza en la que el gato fue lo último que logré recuperar de la vieja casa. Si contara mis interacciones con alguno de su especie entre los seis y los cincuenta y tres, me sobrarían dedos de una mano.

Por eso, en épocas remotas como estas, no dejo de notar que mis compañeras de trabajo — a quienes veo más ahora que cuando habitábamos el mismo edificio de oficinas — tienen todas en sus casas, a falta de un ejemplar de género masculino, un(a) gato(a). Mis colegas, algunas de ellas también mis amigas, cuentan cada una con su propio miembro de la familia felidae: unos adoptados; otros regalados o simplemente olvidados por una expareja al momento de la ruptura. Casi todos sus gatos y gatas son llamados en diminutivo o acariciados y celebrados en las reuniones virtuales que sostenemos… casi siempre hay alguna anécdota cuasijocosa, una mención espontánea, incluso se abren espacios de comadreo, consejos, justificaciones, tips de psicología gatuna, etcétera. Como ahora paso tanto tiempo diario frente al computador, busqué los motivos de la relación filial entre las mujeres y los gatos. Hay de todo: desde psicólogos que afirman que los felinos además de interactuar con sus caseras, también pueden entenderlas e incluso manipularlas; una chica que ha retratado a más de ciento ochenta mujeres con sus gatos, pues así demostraba que las “mujeres de los gatos” son geniales; de hecho, alguna nota refiere que en las pinturas se incluían gatos bajo los asientos de las mujeres como símbolo protector; también cuentan que durante el periodo de la Inquisición se creía que las brujas se transformaban en gatos, por lo que ambos se perseguían por igual; hasta el pornográfico apelativo pussy que de significar “gata” se resemantiza despectivamente para designar las intimidades femeninas.

Entre todos los enlaces hay uno que se llama “Mujer con gato”, de Liliana Heker, que llama mi atención. Es un breve cuento que me sirve para pensar sobre lo que veo de mis colegas gatunas en la reunión de Zoom y sobre lo que no veo de su interacción con sus gatos: yo no veo el simulacro que — según Heker — el gato sí advierte. No veo el abandono que sí nota él, y que lo motiva a irse algún día, pues ella — su cuidadora — ya no es confiable. No puedo evitar pensar ¿qué somos los hombres/parejas para las mujeres? ¿Qué busca una mujer en un hombre para que este pueda ser considerado su “compañero” de vida? Encuentro una rusa que dice preferir a los hombres latinos porque “…ellos, cuando se enamoren (sic), se convierten en los gatitos que nos necesitan, nos dan ternura y nos buscan en cada momento”. Nos necesitan, nos llaman, nos buscan a cada rato, dice la rusa… los hombres latinos somos como ese zorrillo llamado Pepe Le Pew: candorosamente acosador, maloliente y lleno de pasión; tan enceguecido en su agresivo romanticismo que está convencido que una gata — llamada sugerentemente Penélope Pussycat — es una necesitada hembra de su misma especie.

Es claro que no son “mascotas” las que buscan las mujeres independientes, empoderadas, conscientes de su vida y seguras de su intelecto: si quisieran una compañía servil, cariñosa, noble y siempre dispuesta a dar amor; tendrían perros en vez de gatos. ¿Qué ofrece un gato que no un perro? Ofrece carácter, cambios anímicos, cariño controlado, limpieza, presencia ausente, independencia (salvo en cuestiones de alimentación), reacciones emocionales moderadas y uno que otro momento diario de lúdica. El gato espera sin ansias, se alimenta hasta quedar saciado, va solo a su gimnasio y solo se entretiene, no le debe correspondencia a su cuidadora (que no su dueña) con seguridad ruidosa o con bruscas caricias… es como un amigo gay ocurrente y simpático que hace reír o acompaña tristezas y llantos sin comprometerse ni enrollarse… El afecto que dispensa un gato no tiene cláusulas de cumplimiento periódico, solo se asume que existe y ya.

Aunque hay de gatos a gatos, los que he visto en mis reuniones de Zoom parecen esposos alemanes: indiferentes, silenciosos, respondiendo exclusivamente al estímulo. Había tomado la decisión de contarles en algún espacio informal a las compañeras mis impresiones e irresponsables reflexiones acerca de sus vínculos o transferencias emocionales cuando, de improviso, una colega — que no amiga — y su gato desaparecieron de la reunión periódica remota. Las razones esquivas y espurias que nos dieron no aclaraban nada… solo sugerían que ella había renunciado irrevocablemente, en plena pandemia y con infinidad de deudas por cubrir. Versiones de corrillos virtuales insinuaban que — como “gato” significa “mujeriego” en algunos países latinoamericanos — ella era una “hombreriega”… una “gata” con los “gatos” equivocados: lolitos mayores de edad, garañones tutelados por sus padres burgueses, con deseos de carnes menos magras pero ardientes, quienes institucionalmente eran considerados “víctimas” indefensas y subalternas de sus apetencias femeniles. Recordé a Pepe Le Pew y su fruición por relacionarse afectivamente con individuos de otra especie; y cómo eso lo condena al rechazo y a la sátira social… pensé en por qué el amor puede ser una condena laboral, y por qué la soledad y el aislamiento es el puritano castigo para quienes mantienen relaciones interespecíficas… luego, volviendo a mis cavilaciones que me llevaron a refuncionalizar las ideas apriorísticas de “depredador” y “presa”; decidí traducir tanta incoherencia mental, y me senté a escribir una maldita cosa después de la otra. Hasta ahora, esto es lo que va.

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