Fabulario en cuarentena

Colección de microcuentos escritos en tiempos de pandemia.

Nathalia Zuluaga
Suelo en Movimiento
4 min readMay 31, 2020

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Foto: J.P. Restrepo (@jpreshshot)

La tristeza del diablo

Desde lo más alto de la Torre Eiffel, Satanás miraba las calles vacías pensando que todo el mundo era suyo y no tenía a nadie para compartirlo.

Oblivion

Parece un eterno domingo al que se le olvidó el lunes. No hay fechas afuera, ni dentro reloj.

Eterno retorno

Arrastra sus pies con desamparo en la calle polvorienta, fijando su mirada en algún lugar más allá de su cabeza, y se dispone a andar con lentitud. Escucha una voz trémula e indecisa, llamándola por su nombre en diminutivo. Voltea. Le sonríe, y con un hilo de voz nacido de las cavernas, le devuelve el saludo con una palabra frugal. Él le responde, dejándole ver por primera vez sus ojos amarillos de lince perdido. Ella desvía la mirada, obedeciendo a un gesto milenario de indiferencia en el que se oculta el fogonazo del amor.

Réquiem

Afuera olía a lluvia, pero no había llovido. El cielo estaba rojizo, casi café; era la hora en la que el sol se resiste a desaparecer hasta que la noche le gana el pulso. Había hojas secas por doquier, cubrían la acera y se amontonaban sobre la puerta de entrada . Mirabas por la ventana con los ojos sombríos, sin hacer ningún movimiento. Adentro estaba completamente oscuro, de modo que no hubiera reconocido tu rostro de no ser por la tenue luz que reflejaba el cristal sucio. Pasé mi mano derecha por tus mejillas. Seguías sin moverte, mirando fijo hacia fuera. Un escalofrío rozó mi cuerpo. Volteaste hacia mí, pero parecía que no me veías. Empezaste a caminar de prisa, tanto, que me atravesaste. Sentí un susto enorme. Te seguí, pero después de un momento ya no pude verte.

Me desesperé y corrí al baño a esconderme. El bombillo titilaba con una luz mortecina. Había pequeñas gotas de sangre pegadas en el espejo y regadas por el suelo. Temí lo peor. Abrí la puerta de la ducha y ahí estabas; sentado en posición fetal y temblando. Me acerqué para calmarte, pero me clavaste tus ojos negros como advertencia y no pude hacer más que alejarme. Cerré la puerta, y cuando estaba a punto de apagar la luz escuché un sonido áspero y ahogado, parecido a una tos. Volví a la ducha, pero allí, en lugar de encontrarte, vi un pegajoso charco de sangre.

Cuando desperté, seguías a mi lado. Hablabas de un extraño virus que hacía toser tanto a las personas, que terminaba por desgarrarles los pulmones, haciéndolos sangrar hasta matarlos.

Hastío

Sales a la calle con tapabocas. Sientes cómo las personas se apartan y te miran con miedo. Llegas a casa de nuevo, inicias el ritual higiénico: guantes, alcohol, agua y jabón. Te quitas la ropa, te bañas y restriegas cada parte de tu cuerpo con desespero. Sales con pesadumbre de la ducha. No te encuentras. Te encierras en el lugar más oscuro de la casa tratando de tener calma. Lo logras. El silencio celestial te arrulla hasta que es interrumpido por una ráfaga de noticias desastrosas. Quieres acabar con todo. ¿Habrá un botón de fin? Crees que al igual que en las películas se puede oprimir. Pero esta no es una película, Hollywood te mintió. No hay vacunas que quiten el dolor, ni héroes que resuciten a los muertos.

Justicia divina

Sólo hasta el momento en que el juez se disponía a golpear la mesa con el mazo de madera, fue consciente de su culpa. Pasó por su mente el rostro acongojado de Pedrito: sus ojos pasmados por el dolor, y los chorros de lágrimas corriendo por sus cachetes gorditos. Pobre Pedrito. Había sido el último de una larga lista de niños. Empezó a sentir un sudor frío que le corría por la cara y debajo de la sotana. Estaba seguro de que era el fin. Esta vez, ningún dios ni ningún hombre lo salvarían. Con resignación esperaba a que cayera el martillo y el juez pronunciara el veredicto. Cerró los ojos e imaginó cómo sería en adelante su vida sin los niños. El ruido seco del golpe en la madera y la voz ronca del juez lo sacaron de la pesadilla.

— El tribunal eclesiástico supremo lo absuelve de los cargos imputados en su contra. En adelante seguirá con su investidura y ministerio, pero en otra parroquia, para librarlo de cualquier perjuicio.

El sacerdote inocente sonreía. El juicio había terminado; una vez más se había hecho justicia.

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Nathalia Zuluaga
Suelo en Movimiento

Estudiante de antropología. La música me mueve las fibras y las palabras me mantienen viva: escribo para sobrevivir.