Hollín

Ilustración original por @Fussy.floro (Instagram)

Doña Amanda se levantó en la madrugada y en el pueblo se había ido la luz. Aún en su cama y cobijada con su única sábana, se echó la bendición, agradeció una nueva mañana y rezó por un buen día. Se sentó, se puso las chanclas y con la cama sin tender se fue a la cocina. Aunque eran las tres de la mañana y no podía ver ni su mano — la edad tampoco la ayudaba — , encontró todo lo que necesitaba gracias a esa memoria que tienen quienes han vivido muchos años en la misma casa y dejan todo siempre en el mismo sitio.

En un par de viajes acomodó todo en la mesa del jardín. Allí por lo menos la luna alumbraba un poquito; así tocaba con eso hasta el amanecer. Entre el bochorno de la madrugada, los mosquitos y la música lejana de las cantinas con su planta eléctrica, Doña Amanda se puso a trabajar.

Ella conocía la levadura tan bien como esta le conocía los callos de las manos.

Eran, en realidad, muy sencillas de preparar. Darle un par de vueltas a la levadura, echarle manteca, seis libras de azúcar, litro y medio de aceite y veinte huevos. Así quedaba la masa lista. Cuando las estaba vendiendo siempre advertía que no eran muy saludables, pero eso a la gente no le importaba.

Amasar, amasar, amasar. La temperatura empezó a subir. El sol tropical iba saliendo mientras Doña Amanda trabajaba. Ya se sentía el rumor de las calles. Los ancianos salieron a caminar y prometieron pasar más tarde, y los adultos, en su camino a La Mina, dejaron reservadas un par. Ella con una sonrisa les decía que ahí les esperaba, que ojo con pasar muy tarde porque sabían que se acababan. Con el primer rayo de sol la música dejó de escucharse lejana; la sentía retumbar en cada parte de su cuerpo, en la mesa y en las piedritas del piso de tierra de su casa.

Alexander se despertó a eso de las siete con el olor de su abuela cocinando y en tres pasos salió de su cuarto y llegó al jardín a saludarla con un beso. Después de cambiarse y desayunar, se despidió con un grito y se fue al trabajo, a La Mina. En el pueblo ahora se hablaba a los gritos, y se caminaba al ritmo de la música, que no paraba de sonar en las veinticuatro horas del día. Todos se conocían, sabían quienes se habían ido y cuándo, quienes nunca volvieron y quienes llegaron después; cada uno encajaba en cualquiera de esas categorías. La alegría era nueva en el pueblo y algunas personas, como Doña Amanda, todavía se desconcertaban al escuchar a los niños jugando o a la gente riendo.

Cerca de las siete y media se sumaron las motos. Todos iban de aquí para allá haciendo mandados y carreras, y todos se detenían a decirle a la cocinera que ya volvían. Ella les sonreía y con un “papito lindo, aquí lo espero” los iba despachando.

La salida del sol le permitió entrar a la casa de nuevo, donde había menos moscos. En la mesa de la entrada terminó de amasar y empezó a pesar. Cuatro libras de masa hacían veintidós bolitas que tocaba relajar muy bien con el bolillo, engrasar, y dejar bien abiertas, como con la forma de una arepa. Con la cuchara de metal las fue rellenando de queso y azúcar trasnochados, que el calor ya hace rato había derretido, y las armó bien dobladitas.

Como a eso de las nueve llegó Doña Gloria, y con ella la electricidad, gracias a Dios. No se hablaban en ese momento del día, estaban ambas muy concentradas en sus tareas. Doña Gloria asaba las panochas mientras Doña Amanda terminaba de armarlas, y cuando no era indispensable su presencia, a la asadora le gustaba mirar por la ventana del cuarto de Alexander que daba a la calle; le gustaba sentir el calorcito en la sombra y ver pasar las motos. Le gustaba soñar con las camionetas que se parqueaban todo el día afuera de la casa de su patrona.

Se conocían hace años: ambas eran de las que se habían ido de primeras, y de las que volvieron tarde al pueblo.

Cuando el pueblo se empezó a llenar de pantaneros, a Doña Amanda los hijos la sacaron pitada de ahí. Por la carretera reconoció a Doña Gloria, que trabajaba en una panadería de la que hoy solo queda el recuerdo y el hollín, y la montó a la camioneta rumbo a Cartagena. Allí fue donde empezaron a cocinar juntas. Se pasearon por panaderías, restaurantes, incluso hoteles, pero su sazón no se ajustaba a lo que pedía el público internacional que buscaban sus empleadores: eran cocineras de pueblo en la ciudad.

Cuando se enteraron que ya se podía volver, y que ya varias personas lo habían hecho y no les había pasado nada, agarraron sus tres chiros y arrancaron de vuelta. Ni todo el sudor cartagenero superó el anhelo de volver a su tierrita. Y como de algo tenían que vivir, ahí estaban. Doña Amanda ya no podía acercarse tanto al calor, por la tensión y todo eso, así que su amiga de cocinas decidió ayudarla, con su comisión, obviamente.

Para la cantidad de masa y queso de ese día, le salieron unas doscientas, cada una a mil pesitos no más. Como a eso de las diez salió la primera tanda. Hace un buen tiempo que la dueña de la casa se había conseguido una vitrina para exponer sus delicias en la puerta, y no era más que ponerlas ahí para que todo el que pasara, en moto o a pie, se llevara de a una panocha, dos tres y así. Cada tanda no duraba más de veinte minutos en la vitrina, razón por la cual Doña Amanda tenía que empezar tan temprano a cocinar.

No todos los días se paraban al oficio, ya estaban muy viejas para esas cosas, pero eso sí, cuando lo hacían llegaban un par de señoras del pueblo intentando intercambiar chisme por los manjares de Doña Amanda. Nunca lo lograron, pero tampoco dejaron de intentarlo. Ese día no fue la excepción. Al parecer, la noche anterior el dueño de la carnicería, Don Arturo, se había ido a beber a una cantina y de salida lo vieron con una dama de honradez cuestionable, y la carnicería todavía no había abierto sus puertas, ni lo haría por el resto del día. Buen chisme, cómo no, pero a Doña Amanda realmente no le interesaba mucho. Las infidelidades ajenas dejan de ser divertidas cuando, en algún momento, se es la pobre esposa esperando en la casa.

A la hora del almuerzo, Alexander volvió a la casa con lo de los tres. En La Mina les daban unas buenas dos horas para almorzar y él siempre volvía a pasar tiempo con su abuela. Si bien los pantaneros no eran de confiar, trabajar para ellos le permitía ayudar a su abuela a mantenerse en pie económicamente, y les garantizaba algún tipo de seguridad. Almorzar en los días de negocio abierto era complicado, no se podía charlar bien y a cada momento los interrumpían para hacer una venta. Tampoco era que se pudiera cerrar y dejar de venderle a los que por casualidad pasaban por ahí: la cosa se había puesto dura desde que Doña Rosa, que vivía al otro lado de la plaza central, montó competencia. Las de ella también eran bien ricas.

Después de almorzar, sacaron las últimas cinco tandas como un tiro, pues Alexander les ayudó con tres antes de tener que volver a La Mina, y la experticia de ambas mujeres hizo que para las tres de la tarde ya todas las panochas estuvieran exhibidas. Y como Doña Amanda era exagerada en sus proporciones, sobró bastante relleno. Lo puso en una de las bandejas y lo metió al horno. Al queso con azúcar horneado ella le llamaba cortado y era también muy codiciado, tanto que para cuando ya no hubo panochas, tampoco quedaba cortado. Entre las dos señoras dejaron la casa de Doña Amanda bien limpia, con las mesas, bolillos, cuchillos y poncheras relucientes.

Doña Gloria se despidió con dos besos, una costumbre que se robó de un amante extranjero de sus años en Cartagena y que solo Doña Amanda comprendía. De camino a su casa se comió una panocha que había guardado como recompensa, mientras sentía en sus bolsillos el peso de los billetes y las monedas ganadas ese día. Llegó a su hogar, vacío hasta que llegaran sus nietos, y por un momento deseó que nunca le hubiera tocado volver a la misma casa vacía, en el mismo pueblo, con los mismos hijos ingratos que solo le traían más nietos para cuidar, cuando por su edad lo único que quería era que la cuidaran y la consintieran. Amaba a sus nietos, pero ya estaba muy cansada.

El celular de Doña Amanda sonó segundos después de la partida de la asadora, como si hubiese estado premeditado. Era su hijo, que vive en Buenaventura. Ese día lo dejaron salir temprano del trabajo porque los pescados no se dejaban pescar, y mejor dejar de pagarle sus horas a ellos que perder plata en gasolina.

Charlaron un rato y Doña Amanda le contó los chismes de la últimas cuatro veces que cocinó. A su hijo no le importaba mucho esa gente que dejó atrás en un pueblo que no tenía nada para él, pero le gustaba el sonido de la voz de mamá y a Doña Amanda le gustaba dar cátedra a las personas, en especial a sus hijos. El joven –porque solo tenía veintiseis años– le contó que todo iba bien, que andaba camellando mucho, que estaba cogiendo un color lo más de chimbita, y que estaba ahorrando porque había visto una moto y ya casi completaba los cuatro y pucha milloncitos que necesitaba pa’ comprarla y arrancar a visitarla. Aprovechó para contarle que no iba a hacer el viaje solo, una nueva novia lo acompañaría… Solo Dios sabe cuántas veces a Doña Amanda le contaron que su tercer hijo había encontrado por fin al amor de su vida.

Le quedó una sonrisa en la cara después de que su hijo colgara. Sus hijos le sacaban canas verdes, a veces se le perdían y no sabía por dónde andaban, pero ellos eran su mayor felicidad y, a pesar de todo, salieron buena gente.

Inmersa en su fe, volvió a su habitación, tendió la cama y se arrodilló a rezar un rato. Por sus hijos, sus nietos, y las mujeres y los hombres que se casarían con ellos. Rezó por Doña Gloria, por el dueño de la carnicería. Rezó para que a todas las personas que le compraron panochas les gustaran y para que la próxima vez que hiciera, volvieran a comprarle. Rezó por su hijo y por el señor sentado en la camioneta de afuera que la mantenía bien cuidadita. Solo dejó de rezar cuando escuchó las campanas sonar, anunciando la misa de las cinco — vivía al frente de la plaza y de la iglesia — . Se paró y se dirigió al templo. La misa la estaba dando un padre muy joven recién llegado que todavía no conocía muy bien el pueblo.

Ese día se habló de tolerancia, de amar al prójimo. Las alabanzas de todos los asistentes, y en especial las de Doña Amanda, se elevaron en consideración, junto con las canciones eucarísticas que cantaban a todo pulmón. La fe del pueblo era gigante, al igual que el Dios en el que creían. Él fue el que les dijo cuando los pantaneros dejaron caer la guardia para hacer una fiesta de casi una semana, de la que cuando recobraron la conciencia, se dieron cuenta que ya no tenían el control del pueblo que habían tomado como propio.

Al volver a casa, se encontró a Magdalena sentada en una de las sillas de plástico del patio — seguro había entrado porque, como era costumbre en el pueblo, nadie cerraba con llave la puerta de la casa — . Ella era una niña con problemas de aprendizaje, que a los treinta seguía viviendo con su madre, Doña Dormelina. Juntas tuvieron que huir después de que los pantaneros les quemaran la casa por no haberla querido vender.

Como todos, volvió al pueblo cuando fue seguro, pero Doña Dormelina había regresado con un nuevo accesorio en su brazo: el esposo de otra mujer, al que tuvo la desgracia de conocer en Barrancabermeja, adonde fue a parar durante los años de exilio. Fue un gran padrastro y un hombre muy reconocido en el pueblo hasta que murió en un accidente masivo en La Mina; de eso hacían ya unos diez años. Cuando eso sucedió, Doña Amanda salió con otras viudas a la plaza y durante toda la noche se dedicaron a orar por las almas que se iban al encuentro con Dios. Desde ese momento, cada vez que alguien moría en el pueblo, Doña Dormelina se encargaba de convocar a las demás, se sentaban todas juntas en la plaza y oraban por la vida y el descanso en la paz eterna de todos los del pueblo.

Magdalena tenía los cachetes mojados por las lágrimas, los ojos rojos le brillaban en la creciente oscuridad y ya se empezaban a escuchar voces en la plaza. La música no se había escuchado tan lejana en mucho tiempo. En ese momento, Doña Amanda supo que su vecina había muerto. Los rezos del día no habían llegado a su fin.

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