Impasse (reflexiones acerca del paro nacional)

Un intento por desenmarañar este 2021 de protesta social y hegemonía narrativa.

Santiago Nieto Aristizábal
Suelo en Movimiento
9 min readDec 23, 2021

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Foto: Juan Diego Barrera (@balandro99 en Instagram)

Este ensayo recibió el premio a mejor texto periodístico en concurso organizado por el programa de Comunicación de la Universidad Icesi, en noviembre de 2021. José Hoyos Bucheli, jurado, dijo: «Este es un texto crítico y reflexivo, construido en una prosa periodística que arriba poco a poco al espectro literario, [que] logra rondar con astucia y pertinencia un tema todavía fresco, aún enmarañado: la protesta social y la hegemonía narrativa».

Veníamos de un año en el que todo se detuvo por una pandemia mundial. La vida social, los espacios comunes de aprendizaje, de diálogo y de discusión; los deportes, los conciertos, las rumbas, las salidas a comer helado. Todo se suspendió por el bien de la humanidad. Durante ese tiempo no dejé de preguntarme qué es la “humanidad” sin la convivencia y la conversación. ¿Qué somos, entonces — o qué nos queda — si no podemos salir a la calle a vernos y a charlar, o si no podemos invitar a los demás a que vengan a nuestra casa?

Ese año, tan insólito como real, me había convencido de que la vida nunca volvería a ser igual “después de la pandemia”. Creía que las formas de relacionarnos iban a tener cambios dramáticos y duraderos. Pero poco a poco fuimos volviendo a lo que llamábamos normalidad. Volvimos a salir a restaurantes, algunos tuvieron clases presenciales y los cumpleaños eran más que una excusa suficiente para reunirnos con amigos y familiares. Aunque la pandemia estaba lejos de desaparecer del panorama, íbamos adaptándonos de nuevo a la vida social. Salimos del encierro a ver cómo seguíamos viviendo.

Y luego llegó el anuncio de la reforma tributaria, que detonaría el paro nacional y la que es, probablemente, una de las más grandes crisis en la historia reciente de Colombia. Creo que si algo puede cambiar el rumbo del país y perturbar las maneras en que nos relacionamos como ciudadanos es lo que pasó desde el 28 de abril. Me surgen varias reflexiones al respecto.

Lo primero, la consecuencia más cercana: volver al encierro. En ese nuevo país de manifestaciones sociales en forma de bloqueos, el territorio de la ciudad y el barrio en el que vive cada uno se reconfigura . Cancelar las actividades cotidianas ya no era una cuestión de salubridad pública, sino un tema de prioridades, porque “hay que ponerle cuidado a esto que está pasando y que nos toca a todos”. Se trataba de entender que nuestros compañeros de clase, por ejemplo, estaban saliendo a manifestarse, a poner su cuerpo en la calle como si fuera una bandera, un símbolo, un escudo o una pregunta en voz alta: ¿hasta cuándo?, ¿por qué nos matan?, ¿dónde están los desaparecidos?

En estos días se ha hablado mucho de violencia. Podríamos discutir hasta dónde esa palabra puede resumir la historia del país, pero en el discurso nacional actual tildamos de violento a todo eso que no podemos aceptar, todo lo que nos choca, lo que es distinto. ¿Qué puede ser más violento que señalar generalizadamente como violentos a todos los que conforman esas otredades? Dentro de ellas reside una cantidad inmensa de ideas y formas de ver el mundo que no se puede reducir a una simplista dicotomía moral entre “el bien y el mal”. Cabe preguntarse, además, desde dónde se emiten esos juicios, de dónde vienen, qué tan informados son, qué prejuicios esconden, por qué para algunos es tan “sencillo” entender la situación como un conflicto de dos bandos políticos, y qué tanto incide la desigualdad de clases en la construcción de opiniones como estas, que luego son tomadas como dogmas.

Creo que en ciudades como Cali nos hemos acostumbrado a vivir con valores coloniales: nosotros, que no somos más que una mezcla de la mezcla de pueblos y lugares, nos decimos los dueños de este territorio. Los que gozamos de ciertos privilegios ignoramos que el suelo sobre el que hoy construimos comunidad no le pertenece a nadie, o que, en realidad, le pertenece a todos.

Cuando vino la minga indígena a Cali, el público general tuvo otro enemigo al que apuntar. Les dijeron vándalos, guerrilleros, y hasta el mal utilizado y mal intencionado “indios”. Así, un pueblo entero era entendido como sinónimo del mal y del desorden; era la violencia encarnada. Eran intrusos que venían a nuestro territorio a secuestrarnos, a quitarnos la libertad.

Decía Alejandro Haber que “desde el discurso hegemónico, la ontología local es reducida como diversidad cultural”¹, y lo traigo a la situación de la minga porque pareciera que las comunidades indígenas de Colombia solo fueran aceptadas en el contexto de la fiesta, la música o el entretenimiento. Nos sirven solo para presumir la diversidad cultural del país, no para ser incluidos dentro del debate político o ejercer sus derechos como ciudadanos.

En Cali estalló una bomba social que tiene mucho de racismo y xenofobia, sin dejar de lado los vestigios de la cultura del narcotráfico y del paramilitarismo. Son problemas que están ahí, en el día a día, pero que disimulamos. A veces nos convencemos de que no están, o de que son cosa del pasado. Pero en todo lo que nombré, el factor común, para mí, es la aporofobia: el desprecio de clases, la cultura colonial del patrón y del súbdito. Es lo que llevamos en la sangre y se expande como un virus. La mentalidad de que “el que es pobre es pobre porque quiere” y la fachada de meritocracia son las filosofías de vida del colombiano exitoso.

Foto: Juan Diego Barrera (@balandro99 en Instagram)

Con la prolongación y permanencia del paro hubo espacio para pensar las maneras en que mis ideas políticas y mis preocupaciones sociales se interceptaban con mi vida personal y familiar. Por primera vez sentí que la estabilidad económica de mi entorno cercano estaba en riesgo. Decir eso hasta me da vergüenza. Queda claro que he tenido la suerte de que nunca me falte nada en un país en el que a la gran mayoría les falta casi todo. Y muchas veces lo he dado por sentado. Es más, por muchos años ni siquiera fui consciente de que las comodidades que disfruté por años reflejaban, de puertas para afuera, la realidad desigual del país.

Desde la óptica de lo vital necesario, el paro generó mucha tensión en mi casa. El impacto de los bloqueos no discriminaba alineaciones políticas: muchos de los afectados, como nosotros, apoyamos el paro nacional del 28 de abril. Sin embargo, la sensación de riesgo se hacía cada vez más real, y la tensión puertas adentro más volátil. Los bloqueos de las primeras dos semanas generaron pérdidas que tomarían mucho tiempo en recuperar para la empresa en la que trabaja mi papá. De ella, en la que también trabajan muchas personas de distintos contextos sociales, depende mi núcleo familiar.

Mi papá se fue con la intención de establecer un diálogo con los manifestantes que bloqueaban la salida de los productos de la empresa hacia otras regiones del país, y encontró varios bloqueos en el camino, en los que estuvo atascado varias horas. Habló con algunas de las personas que estaban ahí. El discurso generalizado de ellas era que los ricos estaban sufriendo ahora lo que ellas habían sufrido toda la vida. Que no tenían nada que perder pasando días y noches tapando las calles y cubriéndose de la represión policial. Y que lo que estaban haciendo era por el bien de todos los colombianos. Mi papá les dijo que muchas personas, como él, estaban en riesgo de perder sus trabajos, y le respondieron que ellas no habían tenido esas oportunidades, que la mayoría nunca había tenido un trabajo. “¿Entonces la solución es dejar sin empleo a quienes ya lo tienen?”, devolvió mi papá. Concluyeron que aunque pudiera tener razón, de ahí no se iban a mover.

“Escuchar es limpiar lo que me distancia del interlocutor que es lo mismo que me distancia de mí”, decía Alfredo Molano². De la anécdota de mi papá me quedó la sensación de que hace falta más disposición para escuchar a los de la orilla contraria. Y eso que mi papá comparte muchas de las ideas políticas de los manifestantes. Pero ese es justamente el problema del reduccionismo moral que viene con la idea de los bandos contrarios. Las zonas grises del paro ameritan discusiones profundas y efectivas. Querer tumbar la reforma no me hace guerrillero, y querer que le den paso a los camiones de la industria alimentaria no me hace paramilitar. Tampoco apunto a una neutralidad inmóvil, pero pienso que era necesario — y sigue siéndolo — preguntarse hasta qué punto era viable sostener la protesta social de esa manera.

Los jóvenes de Colombia lograron algo grandísimo, algo que yo no hubiera pensado que pasaría. En mi vida no había visto una manifestación con tanta fuerza, con el apoyo de tantos sectores y, sobre todo, con la capacidad de mantenerse a lo largo tantos días. Sin embargo, me preocupa que ese poder recién descubierto — ese masivo despertar político — se nos vaya a salir de las manos. En un principio celebramos que la organización social fuera la voz del pueblo: una masa acéfala de gente ejerciendo sus derechos en la calle sin colores de partidos políticos; pero ahora, pensando en la resolución del conflicto, no sé qué tan bueno puede ser eso.

No quiero dejar pasar lo que pienso de la “respuesta” del gobierno nacional ante todo esto. Vergonzosa. Con la cobardía de cubrirse detrás de las armas, los bombazos y los golpes, el gobierno nunca propuso un diálogo efectivo . Es más, parece que lo único que hacía el presidente era procrastinar el momento en que tuviera que hacerlo, aplazándolo hasta el infinito, como yo escribiendo este texto . El presidente se hizo el indiferente, y luego dio la orden de limpiar las calles a bala. Respuesta más irresponsable que esa no se consigue, y lo único que lograron con eso fue que la gente saliera en mayores cantidades, con más fuerza, con una rabia e indignación incontenibles, y con todo el derecho del mundo. La displicencia del gobierno, su predisposición al abuso y su negación a establecer una relación de escucha con el pueblo colombiano escalaron la situación hasta su punto más crítico.

Leyendo el capítulo 15 de Cien años de soledad — en el que se reconstruye la masacre de las bananeras — confirmé, nuevamente, que la historia de Macondo — una sobre el olvido y la repetición cíclica de la vida — es la historia de nuestro país. Un país que está sometido a la repetición de la misma desigualdad, impunidad, abuso y violencia que vive desde hace un siglo, y más. Un país estancado en el olvido de su propio sufrimiento. Pero la rabia que hoy estamos sintiendo me hace pensar en un pueblo que ha dejado de olvidar; un país con memoria, que cuenta su propia historia y está decidido a no repetirla más.

Me voy con una imagen que me parece un resumen perfecto del paro nacional. Durante el día, los manifestantes pintaban las ciudades. “Estado asesino”, denunciaban las paredes. Al otro día ya no existía el mensaje porque lo habían borrado, lo desaparecían dejando el rastro de una mancha blanca o gris en las paredes. Más tarde los manifestantes se tomaban el espacio de nuevo. “Nos están matando”, decían por todos los que ya no podían salir a gritar o a pintar — los que ya no podían seguir existiendo en este país — . Lo borraban igualmente. Otro día, llegaban las fotos del mismo muro, pero ahora diciendo: “¡El pueblo no se rinde, carajo!”. Y así.

Los colombianos descubrieron que tienen voz — un poder más grande que el del voto — y no van a renunciar a ella. Pero hay otros que tampoco se rinden en su esfuerzo por ocultar la realidad, como queriendo tapar el sol con un dedo, como si los grafitis del ayer no estuvieran ya grabados en la memoria colectiva del hoy, o como si lo que está pasando pudiera borrarse y olvidarse como siempre ha pasado en Colombia. Hasta ahora.

Foto: Juan Diego Barrera (@balandro99 en Instagram)

¹ Alejandro Haber. (2017). Al otro lado del vestigio, página 128. Popayán: Editorial Universidad del Cauca.

² Alfredo Molano. (1992). Confesión de parte. Análisis Político, (no. 17 sep-dic 1992) , página 104.

Escribe Santiago Nieto Aristizábal: Periodista cultural, estudiante de música y comunicación en la Universidad Icesi, y director de la plataforma editorial Suelo en Movimiento. Ha sido publicado en la revista Gaceta (El País Cali) y en la antología El Covid no es cuento (Editorial Universidad Icesi, 2020).

Fotografía Juan Diego Barrera Sandoval : Investigador y periodista visual que escribe acerca de las producciones artísticas de Colombia en diferentes medios (Revista Shock, El Espectador, El Enemigo, entre otros). Ha hecho un cubrimiento riguroso sobre la movilización social en Colombia.

Suelo en Movimiento está en Instagram: @sueloenmovimiento y en Twitter: @suelomovimiento

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Santiago Nieto Aristizábal
Suelo en Movimiento

Me gusta escribir sobre literatura y sobre música, y también escribo cuentos. Me apasiona pensar en la memoria, los afectos, el sinsentido y la belleza.