Sobre hallazgos que se atesoran

Ivana Nieto Aristizábal
Suelo en Movimiento
5 min readMay 17, 2020
Foto cedida por San Librario. Tomada por Manuel Cueto.

Hace unos años conocí a un librero. Esto ocurrió porque había empezado a seguir a Alejandro Gaviria, que en ese momento era aún ministro de salud. Leía sus artículos, las entradas que publicaba en su blog… y entre todo esto, la lista que él mismo tituló “Las cosas que me gustaría hacer. Esa lista era especial. Mencionaba cosas que le gustaría hacer sabiéndose vivo, en medio de un presente sacudido por una enfermedad como el cáncer. Me resultaba tan conmovedora, siendo tan simple y al mismo tiempo tan profunda. La sentí también como un jalón de orejas, como un dedo chuzando en el hombro y cuestionando si en algún momento uno se ha detenido a ver la gracia de lo más básico; del día a día. En esa lista decía que ir a San Librario y comprar libros viejos, era una de las cosas que le gustaría hacer. Lo tomé como una recomendación e hice planes para ir.

Lo primero que pensé apenas entré, era que me sentía como en una de las tiendas de las películas de Harry Potter. Se trataba de un espacio pequeño, por fuera una fachada en ladrillo y por dentro un mar de libros, formando torres que parecía que fueran a caer. De seguro estaban organizados estratégicamente, aunque a mis ojos fuera un completo laberinto de títulos y autores. Y en el centro del lugar, en medio de esas columnas de papel, en su escritorio, en silencio y observando a los curiosos, estaba Camilo, un señor entrado en años. El librero.

Le expliqué cómo había llegado ahí. Que no era tan lectora como quisiera y que no sabía cuál, de todos los libros que había, sería una buena elección. Que por favor me recomendara alguno. Entre sugerencias y comentarios sobre autores, piezas infaltables en la biblioteca y tipos de narrativas, conversamos un montón. Le conté que venía de Cali y qué estudiaba. También qué quería hacer después de graduarme. Al cabo de un rato me recomendó María, de Jorge Isaacs, con la excusa de que viniendo de Cali seguramente sería la mejor opción, y sin dejar de lado que era una novela romántica que no pasaba de moda con los años.

Estaba tan maravillada con el sitio y con lo buen interlocutor que era el librero, que le pedí que me escribiera algo en el libro, como si nos conociéramos de largo rato. Y lo hizo, terminando con esta frase: “Para una niña que hasta fea no es”. ¡Ahí sentí que habíamos consolidado la amistad!

María y la dedicatoria del librero.

De María, el clásico María, tal vez no tenga mucho que agregar a lo que ya es sabido. El romanticismo a flor de piel, vivo por la esperanza. Vivo por la seguridad de los acuerdos tácitos entre dos personas. Vivo porque la distancia y el tiempo en ocasiones no son más que distorsiones del espacio. Como un lente empañado que nubla la claridad, pero que basta con limpiarlo para ver lo que nunca se ha ido, aunque no esté.

Meses después volví. Saludé con un: “¿Se acuerda de mí?”, y la respuesta fue negativa. Imagino que mi expresión de ojos superabiertos y cejas levantadas con toda la expectativa de un “¡Sí, claro!”, se desvaneció. Mi consuelo era que entre la cantidad de visitantes que debían entrar y salir a diario, sería muy difícil acordarse de cada uno de ellos, y mucho menos de una tan infrecuente como yo. Pero no me rendí: le dije que por él había leído María, como queriendo refrescarle la memoria, y que a propósito muchas gracias, que me había gustado mucho. De un momento a otro, recordó los puntos clave de la conversación pasada, como resolviendo un acertijo: mi carrera y mis planes futuros. ¡No podía creer que al final se acordara! ¡Y de esos detalles! Sentí un fresquito, porque muy en el fondo siempre supe que la amistad seguía consolidada.

Ese día me recomendó El último encuentro, de Sándor Márai. Que era un libro muy bonito sobre la amistad, me dijo. Abro un paréntesis para volver al libro en busca de lo que en su momento marqué, señalé o le dibujé unos signos de exclamación.

“La amistad entre los dos muchachos era tan seria y tan callada como cualquier sentimiento importante que dura toda una vida. Y como todos los sentimientos grandiosos, también contenía elementos de pudor y de culpa.”

“Sí, las palabras vuelven. Todo vuelve, las cosas y las palabras avanzan en círculo, a veces atraviesan el mundo entero, siempre en círculo, y luego se vuelven a encontrar, se tocan y cierran algo…”

“¿Qué se puede preguntar con palabras? ¿Qué valor tienen las respuestas que se dan con palabras y no con la veracidad de la vida humana?”

“Solo a través de los detalles podemos comprender lo esencial, así lo he experimentado yo, en los libros y en la vida.”

¿Acaso no dan ganas de leerlo?

Recientemente leía en Conferencia sobre la lluvia, de Juan Villoro: “Lo más importante de los libros son las manos que los entregan”. ¡Y sí que tiene razón! Haber dado con esas manos es un hallazgo que atesoro. “Los volúmenes impresos en papel obligan a que las personas se conecten; pasan de unas manos a otras”; es así como esa cadena de cosas que podrían parecer simples — una recomendación que realmente no lo era, una librería, un librero, un libro — , al conectarse, se convirtieron en una historia para contar.

Ahora le debo una nueva visita.

A propósito de la importancia de las librerías y los libreros que las hacen posibles, y conscientes de las dificultades que la coyuntura actual puede traer para ellas, los invitamos a unirse a la campaña #AdoptaUnaLibrería de la Cámara Colombiana del Libro.

Bien sea comprando, recomendando o haciendo un aporte (hasta el 31 de mayo) en https://camlibro.com.co/adopta-una-libreria/

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